Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– ¿Y tú de qué lado estabas?

– Yo, callado, con los del tercer grupo, los sinrechistadores. El mundo de la música clásica es bastante pedorro.

Aguilar sacó entonces del bolsillo una fotografía de pasaporte que plantó delante de la cara de Mateos.

– ¿Quién es? ¿Mr. Proper?

– Es Delorme, jefe. Tiene cara de pocos amigos, ¿verdad?

– Todo el mundo tiene cara de pocos amigos en las fotografías del pasaporte.

– Los Bonaparte me han dicho que el tipo mide casi dos metros y que está cuadrado como un armario. Te cuento esto porque hasta ahora es la única persona a la que yo le supongo fuerza física suficiente para agarrar a un tipo de 1,80 como Thomas, meterle el gaznate en una guillotina y cortarle la cabeza.

– Estamos dando palos de ciego, Aguilar. Una no pudo hacerlo porque es atractiva. Otro es sospechoso porque es corpulento. ¿A qué estamos jugando? Esto parece el puto Cluedo: lo hizo el señor Mandarina con el hacha en la biblioteca. ¿Y sabes por qué no avanzamos? Porque no tenemos un móvil. No sabemos por qué se han cargado al músico. Cuando lo sepamos, tal vez, y solo tal vez, averigüemos quién lo hizo.

– ¿Quieres que anule el interrogatorio a Delorme? -No, pero no te centres solo en la coartada. Las coartadas se pueden falsear. O se puede encargar a otra persona que cometa el crimen por ti. Pero el móvil es la clave. Céntrate en el móvil. Averigua si el calvo este tenía una razón para matar a su pareja.

– ¿No es mejor que vengas conmigo? Cuatro ojos ven más que dos.

– No puedo, tengo que ir al juzgado. ¿Qué han dicho los criptólogos del tatuaje de la cabeza?

– Me he enterado de que la juez se presentó en el laboratorio con Pontones, el forense y un chaval joven, un musicólogo, y que este ha reconocido que las notas de la cabeza corresponden al Concierto Emperador de Beethoven. -Cojonudo. ¿Y cuándo pensaba decírnoslo? -No lo sé, jefe. Pero el caso es que ya tenemos algo. -Lo que tenemos aquí es una investigación paralela. La juez investigando por su cuenta porque piensa que los del grupo de Homicidios somos un puñado de inútiles.

– Cometimos un error de bulto con el colombiano aquel que dejamos escapar el año pasado y la juez no nos lo ha perdonado. Menuda es. -Quiero hablar con ese musicólogo. ¿Cómo se llama? -Daniel Paniagua.

– Dile que venga a Jefatura. O si no, espera, vamos a hacerlo más amable. Dime dónde puedo localizarlo y me acerco y o a verle.

– Hay otra cosa que quería comentarte. El otro día, en ese dossier que me enseñaste, se decía que Marañón está afiliado a una logia masónica. -Sí, ¿y qué?

– Pues que he conseguido una copia del juramento masónico en internet y uno de los castigos que prevén los masones para los traidores es separarles la cabeza del tronco.

23

La excitación intelectual siempre volvía bulímico a Daniel, y la llamada de Marañón, convocándole en su casa para el día siguiente, hizo que devorara, frente los atónitos ojos de Humberto y Cristina, un desayuno que cinco minutos antes no se había animado ni a probar. Al constatar que la implicación de su amigo en el caso Thomas iba en aumento, le recomendaron encarecidamente que no descuidara su vida personal:

– Haz las paces con Alicia lo antes que puedas y sobre todo no te olvides de que nuestra boda es dentro de pocas semanas. Si no asistes, tanto Cristina como yo te retiraremos el saludo para siempre y luego yo, a título personal, te castraré.

Camino del Departamento, Daniel se dio cuenta de que había dos preguntas que le bullían en la cabeza. ¿Se atrevería su novia a poner fin a su embarazo sin volver a hablar con él? ¿Para qué querría verle un hombre tan poderoso e influyente como Marañón?

La primera clase que Daniel impartió ese día volvió a estar centrada, a petición de los alumnos, a los que había fascinado el tema, sobre el uso que los distintos compositores, a lo largo de la historia, habían hecho de las notas musicales que pueden ser empleadas como letras.

– No siempre se trata de una dedicatoria a una mujer, como en el caso de Schumann -explicó Daniel-. Hay músicos que han utilizado las notas como una especie de firma. El caso más célebre, por supuesto, es el de Bach.

Daniel escribió las cuatro notas que formaban el apellido del alemán en una pizarra especial, que tenía ya dibujadas, con material indeleble, las cinco l í neas del pentagrama.

– B es si bemol, A es la, C es do y H es si natural.

– ¿Y cómo suena eso? -preguntó María Gil, una alumna que a veces le ponía en aprietos por el procedimiento de coquetear abiertamente con él en clase.

– ¿Es que ninguno se atreve a entonarlo?

La clase entera, compuesta por unos quince alumnos, dio la callada por respuesta.

– Me consta que hay aquí personas que, además de musicología, están estudiando canto -dijo Daniel, que se acercó a la ventana y miró al cielo durante un instante, como escrutando las nubes-. Lo digo porque sería una verdadera lástima que tuviera que cantar yo el motivo, con el día tan maravilloso que hace, habiendo aquí voces de primera.

Uno de los alumnos se dio por fin por aludido, y con una espléndida voz de barítono, entonó el motivo Bach de cuatro notas. La clase le aplaudió como si hubiera interpretado un aria de La pasi ó n seg ú n San Mateo. Luego, Daniel continuó con su disertación:

– Bach utilizó las notas que forman su nombre en varias composiciones, a modo de autógrafo secreto, aunque os aclaro que la correspondencia entre las notas y las letras que sirven para designarlas solo puede emplearse para mensajes breves y muy elementales, ya que los compositores únicamente tienen a su disposición las primeras letras del abecedario. El húngaro Béla Bartók, por ejemplo, utilizó las dos primeras letras del alfabeto para firmar con sus iniciales en alguna partitura y luego hay algún músico bromista, como es el caso del irlandés John Field, que en el siglo XIX agradeció a su anfitrión la opípara cena con la que le había obsequiado, con una serie de canciones basadas en B E E F y en C A B B A G E S, que podríamos traducir como ternera con repollo.

– Odio la comida inglesa -apostilló María.

– El odio también se puede expresar con notas -continuó Daniel. Edward Elgar, el de Pompa y circunstancia, se vengó de algunos críticos musicales que le habían vapuleado de manera inmisericorde, incluyendo sus iniciales, mediante una cifra musical, en el coro de los demonios de su oratorio El sue ñ o de Gerontio.

Daniel hizo una pausa, para dejar que los alumnos, que le escuchaban en silencio reverente, fueran asimilando nombres y conceptos y luego dijo:

– Como veo que os interesa la relación entre música y mensajes codificados, me toca hablar ahora de Alberti. ¿Sabéis a quién me refiero?

¿ La arboleda perdida? -preguntó María-. ¿ Marinero en Tierra?

– Gracias, María, pero evidentemente, no me refería al poeta gaditano sino a Leone Battista Alberti. ¿Nunca habéis leído nada acerca de él?

– ¿Nos puede proporcionar bibliografía sobre él? -preguntó un alumno.

– Por supuesto, Alberti es clave cuando se estudian las relaciones entre la música y la criptografía. Encontraréis su biografía en las Vidas de Giorgio Vasari. Reíos vosotros de Leonardo da Vinci y su famoso y novelesco código. Alberti, que es infinitamente menos conocido que Leonardo, sumaba todavía más habilidades y talentos que su paisano: era pintor, poeta, lingüista, filósofo, criptógrafo, arquitecto y, lo que más nos afecta a nosotros, músico. En pleno siglo XV, inventó una rueda -Daniel dibujó como mejor supo una rueda de Alberti en la pizarra-, aparato que pasó a ser conocido como la «Cifra de Alberti», que consistía en dos ruedas concéntricas que se podían girar a voluntad para hacer corresponder las letras y números de arriba con los signos de abajo. El que encriptaba el mensaje, mediante este sencillo código de sustitución, no tenía más que hacerle saber al destinatario en qué posición debían estar las ruedas para poder leer correctamente el texto. En el caso que he dibujado en la pizarra, por ejemplo, dada la posición de las ruedas, si yo quisiera filtrar a uno de vosotros de manera secreta, un mensaje cualquiera, como por ejemplo…

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