– Madre mía, ¡qué berenjenal! -exclamó Alicia-. No me extraña nada que esa juez necesite un asesor musical. ¿Te van a pagar?
– No me ha comentado nada.
– Pues háblalo ya, para evitar malos rollos. No vaya a ser que le soluciones el caso a la policía y tú te quedes a dos velas.
– ¿Qué me importa ahora que me paguen o no? Si lograra descifrar la partitura ¿te das cuenta del giro copernicano que daría mi vida? Además de que podría ayudar a resolver un asesinato, quizá me revelaría el paradero del Santo Grial de la música: el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven. Mi nombre quedaría inscrito, ya para siempre, en letras así de grandes, en la musicología moderna.
– Hablemos de nuestro próximo encuentro. ¿Cuándo puedes venir a Grenoble?
– No te interesa nada lo que estoy contando, ¿no?
– Yo creo que ya lo hemos hablado todo. El tema no da más de sí.
– Necesito que me ayudes a pensar. Tú eres muy buena razonando.
– Soy realista, y desde mi realismo te digo lo siguiente: si Beethoven era tan perfeccionista como acabas de contar, todo el día tachando y corrigiendo para lograr la obra de arte perfecta, lo más probable es que aunque efectivamente hubiese completado un primer manuscrito de la Décima Sinfonía, luego lo destruyese.
– ¿Por qué dices eso?
– Por algo no ha aparecido el manuscrito en todos estos años, ¿no?
– Brahms, que fue, por así decirlo, el heredero musical de Beethoven, sí que quemó muchas de sus obras por pura vanidad, para que, al morir él, la gente no pudiera comprobar lo imperfecta que era su música antes de alcanzar la madurez creativa. Se dice incluso que destruyó los manuscritos de sus sinfonías Quinta y Sexta, que jamás vieron la luz. Pero Brahms era una personalidad totalmente opuesta a Beethoven, que era la quintaesencia de la confianza en sí mismo. Si Beethoven completó la Décima, como yo sospecho, estoy convencido de que no la destruyó.
– En ese caso, ¿qué ha sido de ella? ¿Por qué no ha aparecido en todos estos años?
– Es un misterio. Muchas de las óperas de Monteverdi, por ejemplo, se han perdido. Parece ser que hubo un saqueo terrible en Mantua, donde él era director musical, perpetrado por las tropas del emperador austríaco. Tampoco aparecen muchas de las obras de Bach, debido a que este tuvo infinidad de hijos, algunos de los cuales malvendieron las partituras que su padre les había dejado en herencia. Pero en el caso de Beethoven, no logro encontrar una explicación para la pérdida del manuscrito.
– Lo mejor es no obsesionarse. Si tiene que aparecer, aparecerá. Y ahora en serio: ¿cuándo vienes a Grenoble? Te quiero presentar a una amiga mía suiza, Marie-Christine, que es pintora en sus ratos libres. Me está haciendo un retrato en su estudio. Le he hablado mucho de ti y me consta que arde en deseos de conocerte.
– Entonces, ¿para qué necesitas que vaya a Grenoble? Si te lo estás pasando bomba. No puedo imaginar nada más divertido que posar durante horas en el estudio de una suiza.
– Dentro de dos semanas hay un puente largo. Si consigues billete en el vuelo del viernes por la mañana…
– ¿Vamos a tener el bebé o no? -interrumpió secamente Daniel.
– ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
– Nada. Pero me parece más importante dejar aclarado eso antes de que te vayas que la fecha de nuestro próximo encuentro.
– ¿Qué me estás queriendo decir? ¿Que si en este momento no me parece oportuno tener un hijo contigo, no vas a venir ya a verme?
– Alicia, ¿aun no te has marchado y ya quieres planificarme la vida con un viaje a Grenoble?
Las palabras de Daniel tuvieron el mismo efecto sobre Alicia que si este le hubiera propinado un guantazo en la cara.
– ¿Planificarte yo la vida? ¿Desde cuándo te he planificado yo nada?
– Ahora tratas de hacerlo, justo ahora que estoy metido de lleno en la resolución de un crimen.
Alicia estampó con fuerza el cubierto que tenía en la mano sobre la mesa y se puso en pie de un salto.
Todo el restaurante enmudeció de pronto, esperando el desenlace final de una escena que llevaba ya acaparando la atención de los cliente desde hacía un buen rato.
– ¿Adónde vas?
– ¿Adónde voy yo? Querrás decir que adónde vas tú. Yo te lo voy a decir. ¡Te vas a la mierda!
Y diciendo esto, salió hecha una hidra del restaurante, y dejó a Daniel solo y a merced de las miradas y cuchicheos de los comensales que abarrotaban el local.
El matrimonio Bonaparte, que se alojaba en el mismo hotel que la hija de Thomas, Sophie Luciani, llamó a la puerta de la habitación de esta, aunque de su pomo colgaba el cartel de no molesten. Como no respondía, la princesa le dijo a su esposo:
– No contesta. ¿Le habrá pasado algo?
– Sí, que han asesinado a su padre.
– No te pongas sarcástico conmigo, no lo soporto -le espetó la mujer.
La princesa volvió a insistir un par de veces con los nudillos, y como seguía sin obtener respuesta, Bonaparte le dijo:
– Que oiga tu voz. Si te limitas a aporrear la puerta pensará que eres el servicio de habitaciones.
– ¡Sophie! ¡Sophie! -gritó la princesa.
Transcurrieron unos segundos, al cabo de los cuales la puerta se entreabrió. Al empujar la hoja hacia dentro, los Bonaparte comprobaron que la habitación estaba en penumbra y que Sophie, que había regresado inmediatamente a la cama tras franquearles la entrada, yacía inmóvil en ella, con los ojos cerrados, abatida por el dolor de la reciente pérdida.
– Sophie, vamos a salir a cenar -dijo la princesa-. ¿Nos acompañas?
Sophie Luciani movió ligeramente la cabeza de un lado a otro para declinar la invitación. La princesa preguntó:
– ¿Puedo encender la luz?
Sin abrir los ojos, Sophie extendió la mano hasta la lámpara que había sobre la mesita de noche y accionó el interruptor de la bombilla. La habitación llevaba un par de días sin hacerse, como era evidente por el grado de desorden que imperaba en ella.
– Te conviene salir, Sophie -intervino el príncipe-. Llevas demasiado tiempo aquí encerrada. No te has movido desde que te sometieron a la tortura de tener que contemplar la cabeza de tu padre.
– Estoy bien -aseguró la hija de Thomas-. Id vosotros, yo no tengo ganas.
La princesa se sentó en la cama, junto a Sophie y le acarició delicadamente la cabeza. Esto provocó que ella, por fin, abriera los ojos. Los tenía hinchados y enrojecidos.
– Aunque no era nuestra intención -dijo Bonaparte desde el segundo plano en el que estaba-, nos vamos a quedar unos días más en España para estar contigo.
– Gracias -murmuró Sophie-. No sé qué haría sin vosotros.
Hubo una pausa, durante la cual el príncipe Bonaparte estuvo evaluando si formular ya una pregunta que le rondaba la cabeza. Por fin se animó y dijo:
– Sophie, ¿le has hablado a la policía de nosotros?
– Solo les dije que estabais en mi mismo hotel. ¿Por qué?
– Querida -repuso la princesa-, creo que les contaste algo más. ¿No es cierto que les dijiste que al volver del concierto viniste a nuestra habitación?
– ¿Es que la policía ha hablado con vosotros? ¿Os están molestando?
Los príncipes intercambiaron una mirada cómplice entre sí y ella dijo:
– Esta tarde ha estado aquí un subinspector llamado Aguilar y nos ha hecho un montón de preguntas: si conocíamos a tu padre, por qué no fuimos al concierto a pesar de haber sido invitados, dónde estuvimos aquella noche, etc. Hemos confirmado tu versión, que deberías habernos comunicado antes, pero la hemos adornado un poco, para que no puedan importunarte.
– ¿Importunarme? ¿A qué os referís?
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