Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– No sé para qué nos hemos comprado tantos juguetes caros si luego no tenemos a nadie que sepa manejarlos -solía decir uno los cuatro forenses asignados al centro.

Cuando subía el tramo de escaleras que conducían hasta la entrada del hospital, Daniel no se cruzó con Sophie Luciani, que había tenido que ser trasladada hasta su hotel hacía ya una hora en una unidad del SAMUR, sino con una muchacha, que no tendría más de veinte años, que salía en ese momento con una desagradable quemadura de cigarrillo en la cara, probablemente una mujer maltratada a la que acababan de practicar una prueba judicial. A Daniel el lugar le estremeció tanto que estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a su casa, pero la juez le vio llegar desde el vestíbulo, le hizo una seña desde lejos para que se acercase y ya no pudo dar marcha atrás.

– Gracias por ser puntual -dijo la magistrada, estrechándole la mano. Intentó esbozar una sonrisa, pero la reprimió enseguida, consciente como era de que, debido a la parálisis que le afectaba media cara, verla sonreír no era un espectáculo agradable. La acompañaba un hombre bien trajeado, que se presentó a sí mismo, sin esperar a que lo hiciera doña Susana, a cuyo juzgado estaba adscrito:

– Me llamo Felipe Pontones, trabajo con Susana. Soy el forense que hizo el levantamiento del cadáver de Thomas. Y me ha tocado también hacerle la autopsia, claro.

A pesar de que se trataba de un tipo bastante cordial y de aspecto agradable, había dos cosas de él que a Daniel le produjeron enseguida, si no un rechazo frontal, sí al menos una vaga desazón: por un lado los ojos, que al estar demasiado cerca uno de otro, idiotizaban un poco su mirada, y por otro el pelo, entreverado por un mechón de cabello blanco, que le confería un desagradable aspecto de mofeta.

– La cabeza está abajo -dijo la juez. Podemos ir en ascensor, pero solo son dos tramos de escaleras.

No habían dado ni dos pasos por el sótano, cuando empezó a llegarles un fuerte olor a materia fecal y pudieron percatarse de que en una de las salas se estaba practicando en ese instante una autopsia completa.

Daniel se quedó mirando una inscripción en latín que había colgada en el pasillo:

Hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae.

– Significa «En este lugar es donde la muerte se alegra de poder ayudar a la vida» -explicó Pontones, mientras se colocaba unos guantes de látex de color azul claro-. Lo que reina aquí abajo, o por lo menos de eso presumimos nosotros, es la curiosidad, el interés científico y, en última instancia, el placer de poder establecer la verdad y de ayudar a la justicia. Ese es el sentido de la inscripción en latín, que podrás encontrar en muchas salas de autopsia y que, como ves, obvia por completo el hecho de que aquí siempre huele que atufa.

– ¿Podemos ver ya la cabeza? -se impacientó la magistrada, mientras lanzaba miradas furtivas de disgusto a la sala donde se estaba practicando la autopsia. Desde allí llegaban inquietantes sonidos de voces veladas, sierras y escalpelos eléctricos.

– Ahí encima nos la han dejado -dijo el forense, señalando la mesa metálica de la otra sala de disección-. Tiene numerosas magulladuras y laceraciones, pero la hemos mantenido en la cámara frigorífica, con lo cual no hay de qué asustarse.

Hizo restallar un par de veces contra la muñeca la embocadura del guante de goma.

– ¿Has visto alguna vez un cadáver, Daniel?

– Una vez, de lejos, en la cuneta de una carretera. Era el cuerpo de un accidentado.

– No pregunto eso, sino si eres muy tiquismiquis. Por si acaso, ponte un poco de esto bajo la nariz.

El forense extrajo del bolsillo de la americana una cajita redonda de Vicks Vaporub y se la entregó a Daniel, que se quedó mirando atónito a la juez, sin saber qué hacer.

Doña Susana le pidió la caja, la abrió y untó el dedo índice con el ungüento; después se lo pasó bajo los orificios de la nariz. Daniel, hizo exactamente lo mismo. Cuando hubo terminado, devolvió la caja a Pontones, que se la guardó sin haberse servido de ella.

– Yo estoy acostumbrado -apuntó con cierta chulería.

A continuación, entraron en una pequeña habitación de color crema en la que, además de una aparatosa mesa metálica en el centro, que ocupaba buena parte del espacio, había un gran cubo de basura forrado en su interior con una bolsa verde de plástico -«afortunadamente vacía», pensó Daniel-, un reloj de pared, un armario de puertas de vidrio con todo tipo de envases, un aparador con instrumental pegado al muro y una silla negra de hule sobre la que habían dejado una cámara Polaroid. En el centro de la mesa de autopsias, que no era totalmente lisa, sino que tenía estrías longitudinales para drenar los fluidos corporales, había un bulto no demasiado prominente, tapado con un pequeño sudario, que el forense retiró con el desparpajo de un camarero que estuviera levantando un mantel sucio.

– ¡Pero este no es Thomas! -exclamó perplejo Daniel, al contemplar la cabeza.

– Que es Thomas está fuera de toda duda -repuso la juez-. Su propia hija lo ha identificado, esta misma tarde. Lo que pasa es que le han dejado el cráneo como una bola de billar.

La cabeza, que ya había empezado a adquirir un color entre cerúleo y verdoso, presentaba múltiples abrasiones y hematomas en la parte frontal, hasta el punto de que solamente los ojos, que estaban entreabiertos, y conferían al rostro la expresión de una persona aletargada por los narcóticos, parecían intactos. Tanto la nariz como la boca presentaban heridas y desgarros que Pontones aseguró que habían sido causados por perros callejeros. Pero lo verdaderamente impactante para Daniel fue descubrir que en la parte posterior del cráneo, que estaba totalmente rasurado, Thomas tenía tatuado un pentagrama, minucioso y bien ejecutado, en el que se podían leer con claridad unas notas musicales.

– ¿Para qué le han tatuado eso en la cabeza? -preguntó Daniel horrorizado-. ¿Es una forma de ensañamiento?

– El tatuaje no se lo hizo el asesino -respondió el forense, Hemos examinado la epidermis concienzudamente y podemos asegurar que ese trabajo tiene varios meses de antigüedad.

– Creemos que es una especie de clave o mensaje secreto que Thomas decidió ocultar bajo el pelo -dijo la juez. Intentó encender un cigarrillo, que tuvo que guardar otra vez en el paquete, al percatarse de que el forense la recriminaba con una expresión de censura.

– Pero un mensaje ¿para quién? -preguntó Daniel, que se había puesto en cuclillas para leer mejor la inscripción musical.

– No lo sabemos aún -contestó la juez. Pero aquí Felipe, que como has visto conoce bien a los clásicos, dice que es un sistema para transportar mensajes secretos que se utiliza desde la más remota antigüedad.

– Lo menciona Heródoto de Halicarnaso, en su obra Los Nueve Libros de la Historia. Un famoso tirano griego llamado Histieo tatuó en la cabeza rapada de su más fiel esclavo un mensaje en el que alentaba a un aliado a rebelarse contra los persas. Antes de enviar a su correo, esperó a que le creciera el pelo para ocultar el texto y el destinatario no tuvo más que afeitarle la cabeza al esclavo para poder leerlo. Lo que pasa es que aquí se han juntado dos artes, la criptografía y la esteganografía.

Pontones hizo una pausa para forzar una pregunta aclaratoria de Daniel, que este formuló enseguida:

– La criptografía creo saber lo que es, la esteganografía me suena a escritura rápida.

– Eso es la estenografía, que es como decir taquigrafía. La esteganografía se distingue de la criptografía en que esta desordena o codifica el mensaje hasta volverlo incomprensible para un receptor no iniciado, mientras que la primera se limita a camuflar el texto sin que sea necesario cifrarlo. Pero aquí no se han limitado a ocultarlo tras el pelo, sino que lo han encriptado bajo la apariencia de notas musicales, o al menos esa es mi modesta opinión. Evidentemente el mensaje debe de ser de gran importancia, si el que lo envía se ha tomado tantas molestias para que nadie, excepto el receptor, pueda leerlo. Su Señoría me dice que estás aquí en calidad de perito musical, así que, cuéntame, ¿qué te dicen esas notas?

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