Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– ¿Tú crees en ella?

– No, y muchos días lamento ser tan escéptico. El mundo sería mucho más fascinante si existieran fenómenos paranormales.

La juez le hizo entonces una confidencia que él preferiría no haber escuchado.

– A mí me pasa al revés: no quiero ser supersticiosa, pero no tengo más remedio que serlo. He visto demasiados horrores en mi profesión como para no creer en fuerzas sobrenaturales y malignas que interfieren regularmente en nuestras vidas. Digamos que le he dado la vuelta a una famosa frase de Joseph Conrad que dice algo así como: «La creencia en un origen sobrenatural del mal no es necesaria: los hombres se bastan y sobran para cometer ellos solitos hasta el acto más perverso». Además, nací un día 13, me casé en 13, mi hija nació el día 13, tuve el accidente de coche un día 13. El 13 me persigue, para bien o para mal.

– Eso es hasta que la próxima cosa gorda que te ocurra caiga en 14.

– A mi edad, ya pocas cosas gordas me pueden pasar, sea en 13 o en 14, como tú dices. Salvo irme para el otro barrio, claro.

– O coger al asesino de Thomas, ¿no?

– No creo que le agarremos. Mi experiencia me demuestra que los homicidios o se resuelven enseguida, o nunca. Y no tenemos ni la más mínima pista de quién puede haber sido.

– Pero sí podemos estar seguros de una cosa: si la Décima existe ha de tener un valor artístico extraordinario. Un compositor de primera fila como fue Arnold Schoenberg dijo en cierta ocasión: «Parece como si la Novena fuera el límite. El que quiere ir más allá está condenado a morir. Parece como si algo fuera a sernos transmitido en la Décima que no deberíamos conocer, porque no estamos preparados todavía para ello».

– Eso que dices suena terrorífico. Un umbral vedado, como la puerta prohibida del castillo de Barbazul.

– A mí también me asusta. Schoenberg lo expresa de tal manera que uno casi agradece que el Señor se llevara consigo a Beethoven antes de que pudiéramos escuchar íntegramente su Décima. Su audición, parece querer decirnos el músico, podría dejarnos tan estremecidos y aterrados como se quedó Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde, tras contemplar su horripilante y grotesco retrato final. Quizá la Décima Sinfonía estuviera destinada a mostrarnos facetas tan salvajes y monstruosas del alma humana que Dios, que siempre nos ha considerado menores de edad, está empeñado en ahorrarnos esos conocimientos.

– ¿Eres creyente? -preguntó la juez, que se había abrasado los labios con la manzanilla que le acababan de traer.

– Me pasa como con lo de las supersticiones. Soy agnóstico a mi pesar.

– Pero acabas de decir que Dios nos trata como a menores de edad. ¿Eso no es reconocer que existe?

– Lo que he querido decir es que según las escrituras, Dios trata a Adán y Eva como si fueran menores de edad. Les dice que no prueben la fruta del árbol del Bien y del Mal, pero no les dice por qué, con lo que excita su curiosidad.

– Les dice que si prueban la fruta del árbol, van a morir.

– Pero es mentira, porque prueban el fruto del árbol y no

mueren. La primera gran mentira de la historia es la que les cuenta Dios a Adán y Eva acerca del Bien y del Mal.

– Hay que ver lo retorcido que eres, ¿no? -dijo la juez, que en el fondo parecía entretenida con la de vueltas que le había dado Daniel a un relato tan simple.

– Pues es este pasaje de la Biblia lo que me ha llevado al agnosticismo, Señoría.

– Oye, que no te estoy juzgando.

– No puedo creer en un dios que nos trata como a niños pequeños. No quiero creer en un Ente que siega la vida de Beethoven porque está a punto de revelar a sus semejantes, a través de su música, conocimientos sobre el alma humana que él cree que no vamos a poder soportar. ¡Déjeme Usted que yo decida lo que puedo o no puedo soportar, Señor Mío!

– ¿Te das cuenta -dijo la juez cada vez más divertida con las disquisiciones teológicas de Daniel- de que estás hablando con Dios al mismo tiempo que lo estás negando?

– Por eso soy un simple profesor de historia de la música y no un compositor de éxito -dijo Daniel, autoflagelándose-. Porque soy un idiota.

– No creo que haya nadie en el mundo que pueda pensar que eres un idiota. A excepción de un idiota.

– En ese caso soy un idiota por pensar que soy un idiota.

Una gitana que se había colado en la cafetería se acercó a venderles lotería y como Daniel y la juez se negaban a comprarle, estuvo insistiendo machaconamente hasta que el camarero advirtió su presencia y la invitó a salir, agarrándola firmemente del brazo.

La gitana se zafó bruscamente de la zarpa del camarero, y encarándose con él, pero también con Daniel y con la magistrada, soltó una de las maldiciones más escalofriantes que ninguno de ellos hubiera escuchado jamás:

– Mal fin tengan vuestros cuerpos, premita Dios que os veáis en las manos del verdugo y arrastraos como culebras, que os muráis de hambre, que los perros se os coman, que los malos cuervos os saquen losoho y Nuestro Señor Jesucristo os mande una sarna perruna por musho tiempo y que los diablos se os lleven en cuerpo y alma al infierno.

Daniel optó por tomárselo con filosofía y respondió:

– Si se va a poner usted así, señora, deme un décimo.

Pero la gitana había dado ya media vuelta a toda prisa y no llegó a escuchar las palabras de Daniel.

– Con mujeres como esta, ¿a quién le hace falta la maldición de la Novena? -dijo la juez, intentando quitarle hierro al incidente.

Pero Daniel se percató de que a doña Susana no le había hecho ni pizca de gracia el juramento. La juez miró el reloj y se dio cuenta de que se había entretenido más de lo previsto.

– Tengo una vista dentro de una hora escasa. Dime, ¿cuál crees tú que sería el valor artístico de la Décima?

– Si me tengo que guiar por lo que escuché la otra noche, y solo fue un movimiento, creo que la Décima sería aún más vanguardista y revolucionaria que su predecesora. Se podría convertir en la más radical de las obras del más formidable compositor de la historia. Como una especie de premonición titánica de la atonalidad, una llamada salvaje y desesperada a romper todas la convenciones artísticas conocidas hasta la fecha.

– Yo me voy ahora pero te llamará luego Pilar, la secretaria del juzgado, para decirte la hora exacta en la que tienes que estar en el laboratorio para examinar la cabeza.

Cuando la juez se marchó y le dejó solo en la mesa, terminándose la manzanilla, Daniel se dio cuenta de que le había desaparecido el teléfono móvil.

16

A esa misma hora, en la ciudad de Viena, el doctor Otto Werner, veterinario jefe de la Escuela Española de Equitación y subdirector de la venerable institución se cruzó por uno de los pasillos con el guía ciego Jake Malinak y le dijo:

– Jake, ¿qué tal el concierto de Brendel en Baden de la semana pasada?

El interpelado reconoció inmediatamente la voz del doctor Werner, entre otras cosas porque era una de las personas que había apoyado desde el principio su contratación en la Escuela.

– Sublime. Ya sabes, muy contenido, muy cerebral todo, pero a mí me llega más así Beethoven.

– Te dije el otro día que quería hablarte y te me escabulles como una anguila. ¿Tienes un minuto?

– Me hago cargo de un grupo de treinta a las doce y cuarto, pero ahora no tengo gran cosa que hacer. Iba a la cafetería a tomarme un capuchino.

– ¿Un capuchino en la cafetería? ¿Quieres suicidarte? Pasa a mi oficina y sabrás lo que es café del bueno, hecho a la italiana.

Malinak dobló en tres su bastón blanco de invidente, se lo pasó a la mano izquierda, se colocó detrás de Werner y se agarró a él con la mano derecha para que le sirviera de lazarillo.

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