Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– El lugar y la hora de una cita -se apresuró a decir María.

– Eso puede valer. Vamos a poner como lugar…

– Hontanares. Me refiero a la cafetería -aclaró la alumna.

– Muy bien. Y la hora…

– A las catorce -volvió a decir la chica, haciendo enrojecer a Paniagua, que escribió en la pizarra los doce caracteres que le había suministrado esta, pero cifrándolos con la rueda de Alberti.

– Pero el código Alberti es un código de letras -objetó el barítono que había entonado momentos antes el motivo de Bach-. ¿Qué tiene que ver con los mensajes disfrazados de música?

– Para poder encriptar mensajes complejos disfrazados como si fueran una partitura solo nos haría falta crear una rueda de Alberti -y fabricar una es tan sencillo que la puede hacer cualquiera con solo dos discos de cartón- en la que las casillas de la rueda más pequeña sean notas musicales. Yo mismo quizá diseñe una esta misma tarde para tratar de resolver un pequeño acertijo que me han planteado hace menos de veinticuatro horas.

24

Mientras tanto, en Viena, el guía ciego Jake Malinak, que todavía tenía el costado derecho muy dolorido por el reciente batacazo contra el entarimado de madera, conversaba con un detective de la policía federal austríaca, la Bundespolizei, en el despacho de Otto Werner, que también se hallaba presente.

Sobre la mesa del subdirector de la Escuela Española de Equitación había una carta que, a juzgar por el color y la calidad del papel, debía de tener por lo menos doscientos años. El texto decía:

es aconsejable que sigamos sin vernos por un tiempo.

te echo de menos

tuyo: ludwig

– La carta es auténtica, la han examinado a conciencia en el laboratorio de la policía. Y la firma coincide con la de Ludwig van Beethoven -expuso el detective.

– Entonces, Jake -dijo Werner-, puedes decir que has tenido la caída más afortunada de tu vida. Nada menos que una carta de Beethoven a una de sus amantes:

– ¿Cómo y dónde encontró la carta exactamente, señor Malinak?

– Me dirigía hacia la puerta, tras haber tenido una conversación de índole profesional con el señor Werner, cuando tropecé con uno de los listones del entarimado de madera, que debía de estar desclavado, porque lo pude desprender del suelo con facilidad.

El doctor Werner señaló al policía el lugar exacto al que estaba haciendo referencia el guía, y el detective se acercó a inspeccionar el suelo, poniéndose en cuclillas.

– Al meter la mano bajo los tablones, para ver la profundidad del agujero que yo había dejado al descubierto al tropezar, palpé entre los rastreles sobre los que descansa el entarimado, y encontré la carta.

Werner se acercó al policía y le dijo:

– Este suelo debe de ser de principios de siglo XIX. Y la escuela es más antigua todavía, data de 1735.

– Veo que el tablón aún sigue suelto -respondió el detective mientras lo desprendía totalmente del suelo y lo dejaba apoyado contra la pared.

– Hemos dejado las cosas tal cual, por si la policía quería echar un vistazo.

El detective permaneció casi un minuto en silencio, inspeccionando los huecos entre los rastreles con ayuda de una linterna de bolsillo que había sacado de la americana, y por fin habló:

– Hay dos cosas que me llaman la atención, señor Werner. La primera es que este tablón ha sido desclavado a propósito y recientemente. ¿Puede ver la huella que dejaron las tenazas en la madera al hacer palanca para sacar el clavo?

– Sí, se aprecia perfectamente.

– ¿Tiene idea de quién puede haberlo hecho?

– No, señor. Pero me extrañaría mucho que hubiese sido alguien de la Escuela.

– ¿Es fácil entrar en estas dependencias?

– Muy fácil. Como aquí también tengo la oficina, dejo la puerta abierta durante el día, ya que estoy continuamente entrando y saliendo.

– ¿Y por la noche?

– La cierro siempre por dentro.

– Luego no es difícil deducir que quien entró aquí y desclavó el tablón lo hizo en horario, digamos, público. ¿A qué hora son las exhibiciones?

– Por la tarde. Pero por la mañana los turistas pueden asistir a los ensayos y contratar una breve visita guiada por la Escuela.

– ¿Están incluidas las dependencias del veterinario en esas visitas?

– No, señor -dijo Malinak-. Pero ahora que recuerdo, hace unos días, un tipo que iba en un grupo me preguntó que adónde conducía la puerta de entrada a estas oficinas.

– ¿Recuerda su aspecto?

El policía cayó en la cuenta un segundo después de haber hecho la pregunta de que estaba hablando con una persona ciega y pidió disculpas:

– Lo siento mucho, es deformación profesional. Observarán también que el tablón con el que tropezó el señor Malinak es un tablón marcado. Hay una muesca en la esquina, mucho más antigua que la de las tenazas, que puede ser una letra B.

– Antes ha dicho que había dos cosas que le habían llamado la atención, detective -dijo Werner-. ¿Cuál es la otra? ¿Se trata de esa otra muesca en forma de B?

– No, aún hay más. Si se acerca y mira la solera sobre la que descansan los rastreles, verá que hay una zona perfectamente rectangular, del tamaño de un cuaderno grande, que está más clara que el resto. -¿Y a qué lo atribuye usted?

– Evidentemente, había otro objeto bajo el entarimado, además de la carta que encontró el señor Malinak, que ha sido sustraído.

25

Cuando Daniel llegó a su ansiada cita con Marañón, le abrió la puerta una doncella brasileña, que en vez de conducirle hasta un salón, como habría sido lo normal, le llevó hasta el gimnasio que el excéntrico millonario utilizaba para ponerse en forma. Este saludó a Daniel hablándole al galope desde una cinta de correr de última generación, que estaba funcionando a gran velocidad. Su estado aeróbico debía de ser excelente, porque a pesar del notable esfuerzo físico que estaba realizando, apenas jadeaba al hablar.

– Hola, Daniel, perdona que te reciba en el gimnasio, pero he tenido una discusión con la bruja de mi mujer esta mañana y me ha sido imposible terminar mi tabla de ejercicios, así que en estos momentos intento recuperar el tiempo perdido. ¿Cómo andas tú de forma?

– Procuro hacer jogging siempre que puedo.

– Debo darte la enhorabuena. Ya me he enterado de que has reconocido a qué pieza pertenecen las notas que se hizo tatuar Thomas en la cabeza: el concierto Emperador de Beethoven.

– Pues cómo vuelan las noticias.

– Yo me entero de las cosas a veces incluso antes de que ocurran. Quería una charla contigo porque en mi doble condición de aficionado a la música y a los secretos estoy enormemente interesado en la solución de este enigma.

La cinta de correr, que estaba programada para detenerse de manera automática después del ejercicio, dejó de rodar bajo los pies de Marañón y este, tras un instante de vacilación, en el que su cuerpo se acostumbró al estado de reposo, se secó el sudor de la cara con una toalla y a continuación le dio la mano a Daniel de una manera muy particular, tocando con su pulgar el nudillo superior de su dedo índice. Daniel no dijo nada, pero advirtió que el millonario llevaba en esa mano un anillo con sello muy particular, y como este se dio cuenta de que le había llamado la atención, se lo quitó del dedo para que pudiera observarlo de cerca.

– Esto es el escudo del antiguo reino de Escocia. A diferencia de Beethoven, del que espero que hablemos largo y tendido esta mañana, yo sí procedo de noble estirpe. Mi madre se apellida Stuart. ¿Puedes leer el lema de nuestro clan? « Nemo me impune lacessit » , «Nadie me hiere impunemente». O lo que es lo mismo, el que me la hace, me la paga.

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