– Me temo que viajo mucho menos que tú -admitió el inspector.
– Pero seguro que la has visto en cine -apuntó Amanda-. Yerba era el planeta Tattoine, en La guerra de las galaxias. Es la isla más grande del norte de África, y un lugar maravilloso para relajarte y darle gusto a los sentidos. Rami es igual que su isla, la única persona del mundo a la que he visto cocinar en silencio durante horas. De vez en cuando te sonríe (eso es cuando añade sus toquecitos de magia a los platos que está cocinando) y el resto del tiempo permanece callado, dejando que aprendas su arte por el camino más simple y más directo, que es viendo cómo se desenvuelve en la cocina.
Al cabo de treinta minutos y media docena de anécdotas sobre el cocinero tunecino, el teléfono de Perdomo comenzó a vibrar. Villanueva había hablado con el inspector Nielsen, de la policía danesa, y éste le había facilitado sin mayores dificultades el teléfono móvil de Rami Khayat.
– ¡Perfecto! -exclamó Perdomo, exultante-. Ahora hay que ver qué uso le damos a este teléfono. Por muy buena persona que sea tu cocinero, su jefe es el irlandés, y le debe de estar pagando un buen sueldo. Por tanto, su lealtad está con él y con el resto de los tripulantes, con los que habrá establecido vínculos fuertes: no hay nada que una más a los hombres que una estancia de largos meses en el mar. Queda descartada la posibilidad de meter a Rami en el ajo; no puede ni siquiera sospechar que andamos detrás de O'Rahilly.
Amanda se quedó mirando el papel, en el que Perdomo había anotado el número de teléfono del tunecino, y vio que era danés.
– Lo primero que se preguntará si le llamo -observó la periodista- es cómo demonios he conseguido su móvil.
– Y tú le dirás -indicó Perdomo- que te lo dio un amigo común y que ya no recuerdas quién fue. Hablas con él, le dices lo mucho que le echas de menos y procuras tirarle un poco de la lengua, sin que se note.
– ¿Tirarle de la lengua? -preguntó la mujer-. Define tirarle de la lengua, my dear. ¿Qué queremos saber exactamente?
– Qué vida se hace en el barco -respondió el inspector-, cada cuánto tiempo se acerca a la costa… esto último es esencial, ya que sería el único momento en que podríamos entrar al Revenge.
– ¿Sin orden judicial? -preguntó, atónita, la periodista.
Perdomo no supo qué decir. La posibilidad de ser sorprendido por la tripulación a bordo del barco, sin mandamiento de ningún tipo, le helaba la sangre, pero O'Rahilly se había convertido en un sospechoso demasiado claro y era necesario obtener, al precio que fuera, una muestra de su ADN. Hoy en día era posible extraer material genético a partir de casi cualquier cosa: desde una camiseta sudada a un fragmento de uña cortada, pasando por sellos (siempre que hubieran sido lamidos previamente), chicle, colillas de cigarrillo, maquinillas de afeitar usadas o pelos que conservaran la raíz. Para obtener este tipo de material era necesario entrar al Revenge, y Perdomo sopesó durante unos momentos la posibilidad de encargar el trabajo a un tercero. Desde hacía unos años, se habían puesto de moda los llamados «vampiros del ADN», profesionales que se dedicaban a conseguir material genético de personas que se negaban a cederlo de forma voluntaria. La mayoría de ellos eran contratados por gente con dinero, ansiosa por reconstruir su árbol genealógico o por demostrar que el linaje de su familia se originaba en algún personaje histórico, ya fuera éste san Juan Evangelista o Adriano, el emperador. Los vampiros seguían en silencio a sus víctimas durante días, a veces semanas, como auténticos depredadores genéticos, hasta que la víctima se descuidaba y dejaba un objeto impregnado de sudor o de saliva a merced de su voraz cazador. A partir de ese momento, sólo había que introducir la muestra en una bolsa de plástico y hacérsela llegar al cliente, para que éste la enviara al laboratorio y obrase en función de los resultados. El inspector no pudo evitar acordarse de cómo él mismo había ejercido momentáneamente de vampiro genético, cuando decidió incautarse del botellín de plástico del que había bebido el siniestro director del Ritz. Pero ahora había además que quebrantar la ley, entrando al Revenge sin orden judicial. La operación era demasiado delicada para encargársela a un desconocido, por lo que Perdomo decidió asumir el riesgo personalmente. La voz de Amanda le sacó de sus cavilaciones.
– ¿Quieres que llame a Rami ocultando mi número? -preguntó.
– De ningún modo -respondió Perdomo-. Las personas tienden a desconfiar de las llamadas no identificadas. ¿Crees que él conservará tu número en la agenda del teléfono?
– Si fuera así, creo que ya me habría llamado, pues llegamos a ser muy amigos. No, no me mires de esa manera, no hubo nada inconfesable entre nosotros. Yo era su jefa, es cierto, pero como enseguida me di cuenta de que Rami no se limitaba a compartir recetas conmigo, sino que me enseñó el arte de estar en la cocina, nuestra relación era más bien de maestro-Padawan. ¿Quieres que le llame ya?
– ¿Para qué demorarlo? -dijo Perdomo-. Recuerda, el tono tiene que ser el de dos viejos amigos que se reencuentran al cabo del tiempo.
La periodista marcó con gestos muy teatrales la serie de números que les había facilitado Villanueva y cuando escuchó el primer tono de llamada, le guiñó con gesto picaro un ojo a Perdomo.
– Nunca pensé -dijo ella en voz baja- que averiguarías tan pronto lo bien que se me da el francés.
– Ponió en manos libres -le susurró el inspector.
Pero la periodista le hizo saber por gestos que su móvil no tenía altavoz. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una persona que había sustituido el ordenador personal por una Moleskine?
Lo que siguió fue una conversación en francés, de veinticinco minutos de duración, de gran intensidad emocional, de la que Perdomo entendió sólo palabras sueltas. No sólo era verdad que Amanda hablaba un francés casi perfecto, sino que lo hacía, además, a una velocidad de vértigo. De cuando en cuando, al oír cómo la locuacidad insaciable de la periodista impedía que el tunecino pudiera articular palabra, Perdomo le hacía gestos a la periodista, para que permitiera intervenir al chef. Entonces, Amanda se frenaba durante uno o dos minutos, para volver a desencadenar enseguida su incesante verborrea, en la que se mezclaban a partes iguales evocaciones del pasado, preguntas sobre el presente y conjeturas sobre el futuro. Nada más colgar, Amanda adoptó el semblante más adusto de su repertorio y dijo:
– Ya sé la manera en que podemos entrar al Revenge.
58 The winner takes it all
– Soy todo oídos -respondió escéptico Perdomo.
– Rami me ha dicho que, desde hace meses, el Revenge nunca se acerca a la costa. El abastecimiento se hace mediante barcos nodriza, que les proveen de combustible, agua y comida. La vida a bordo se ha hecho extraordinariamente aburrida, y para compensarlo, O'Rahilly organiza, semanalmente, partidas de póquer Texas. Como a los tripulantes ya los ha pelado, el irlandés se ha visto obligado a traer jugadores de fuera. Todos los sábados por la noche sale una lancha de Helsingor (la ciudad danesa, situada en la boca misma del estrecho) con ocho o nueve jugadores y los acerca hasta el barco. Las partidas suelen durar hasta las cinco o seis de la mañana, y al terminar, los pobres incautos que habían creído que podían derrotar a mister Download, regresan a Malmó o a Copenhague con el rabo entre las piernas.
– Pero yo no sé jugar al póquer -confesó impotente Perdomo.
– Ojalá fuera ésa la única dificultad a la que nos enfrentamos -repuso Amanda-. Las partidas están montadas en forma de torneo. Cada jugador recibe el mismo número de fichas y juega hasta que le limpian todo el stack y se tiene que levantar de la mesa. Al final quedan sólo dos jugadores y el que sale vencedor se lleva todo el dinero.
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