– De modo que esto es lo que nos espera -dijo en un tono mezcla de preocupación y asombro-. El futuro de la piratería es… la suplantación integral del artista.
– Ni siquiera John lo hubiera expresado mejor -repuso Moon desde el más profundo abatimiento-. En efecto, ése es el futuro, poli, la muerte de la música en directo. A John lo han matado físicamente, pero si O'Rahilly se sale con la suya, el resto de los músicos no estaremos, desde el punto de vista artístico, mucho mejor que él.
Villanueva extrajo de la americana su propio teléfono móvil para informar inmediatamente a Perdomo de aquel hallazgo extraordinario, pero el inspector debía de tener el suyo en modo silencio porque no le hizo caso ni al tercer intento.
– ¿De dónde procede el sonido? -preguntó a Moon después de desistir de sus llamadas.
– De nuestro último disco -aclaró el batería-. De todo el vídeo, es lo único que es real. El sonido está ecualizado y mezclado con ambiente de directo, para que parezca Uve.
– Lo cierto es que parece Uve -concedió Villanueva-. Estuve en su último concierto en el Bernabéu y no encuentro ni un solo detalle que me chirríe.
– Cuando vi las imágenes -le explicó Moon- yo mismo puse en duda que fueran holográficas. Damos tantos conciertos al año que podrían pertenecer a cualquiera de ellos. Pero hay un pequeño detalle que me confirmó que ésos no somos nosotros, sino nuestros clones holográficos.
Villanueva contuvo la respiración durante el dramático silencio que hizo el batería antes de contestar.
– Fíjese en el bombo de la batería -dijo-, detrás de la cabeza de John. Está un poco desenfocado, pero no tanto como para que no pueda leerse la marca. ¿Qué lee usted?
Villanueva sacó una gafas de presbicia, se las colocó sobre la nariz, puso en marcha el vídeo y tras acercarse tanto como pudo a la pantalla del teléfono móvil dijo al fin:
– ¿ Primer ?
– Exacto -confirmó el músico-, en el bombo pone Primer. Pero esa marca no existe. Yo, igual que hacía Keith Moon en su día, toco con Premier. Podríamos llamar a eso una errata holográfica.
Aquel detalle terminó de convencer a Villanueva de que la información era veraz y no el delirio de un batería paranoide y cocainómano. Sin embargo, el subinspector aún no conseguía poner en relación las holografías de The Walrus con el móvil del crimen.
– Hay una cosa que no logro entender -objetó-. Supongamos que O'Rahilly estuviese ya en condiciones de ofrecer un concierto holográfico de The Walrus. ¿Por qué atentar contra Winston? En todo caso, sería Winston quien tendría un móvil para atentar contra el irlandés, por intentar suplantarle mediante un clon virtual.
– No lo pillas, ¿verdad, poli? Pero aquí está el bueno de Moon para echarte un cable. Si creas un clon del original y el original desaparece, el clon se convierte en el original y tú pasas a ser el propietario de la gallina de los huevos de oro. O'Rahilly es ahora el único, aunque ilegítimo, propietario de The Walrus.
47 Lucy in the Sky with Diamonds (reprise)
A Villanueva le costó convencer a Moon de que le entregara voluntariamente su teléfono móvil, pero no había otra salida posible: el subinspector necesitaba mostrar a Perdomo y a Guerrero la filmación de la holografía, para que pudieran evaluar directamente el grado de credibilidad de aquellas imágenes. El batería, tras comprender que, si no cedía de buen grado el terminal, tendría que acompañar al policía hasta la UDEV, extrajo la tarjeta SIM y le hizo entrega de su Nokia de última generación.
Mientras tanto, en el hotel ME, el interrogatorio de la viuda estaba llegando a su punto culminante. Perdomo le acababa de preguntar a Anita por el hecho sorprendente de que Winston, ya convertido en una estrella internacional, no hubiera contratado vigilancia personal.
– Siempre salía sin guardaespaldas -respondió la viuda-, porque lo cierto es que los problemas que le ocasionaban los fans eran solventables. La gente se lo encontraba de compras, o en el cine, y como estaba solo, muchas veces no podían creer que fuera él, así que le dejaban tranquilo. En otras ocasiones sí le abordaban, claro, y en esos casos jamás se comportaba como un famoso: no firmaba autógrafos; todo lo más, estrechaba la mano del que se le acercaba. La gente lo entendía, o mejor dicho, John les convencía de que tenía derecho a sus momentos de privacidad, y le dejaban en paz. Podía ser muy persuasivo cuando se lo proponía.
La viuda de Wintson terminó la frase con un gesto a medio camino entre la tristeza y el cansancio. Perdomo le pidió excusas por la cantidad de preguntas que aún quedaban por formularle y por la naturaleza de las mismas. Trató de hacerle ver a la mujer que, si bien el análisis de la escena del crimen era importante para descubrir al culpable, el entorno de la víctima era esencial.
– Hasta que el FBI no interrogue a Chapman, no debemos descartar otras líneas de investigación -manifestó Perdomo-. Por eso estoy abusando de su paciencia.
– No cree que haya sido él, ¿verdad? -dijo Anita.
Perdomo le expresó sus reservas. Chapman tenía las comunicaciones muy vigiladas, y era difícil, aunque no imposible, que entrara en contacto con el exterior.
– A no ser -matizó- que su mujer esté implicada. Con ella sí mantiene contacto en la prisión, desde hace muchos años.
– La sola idea de que haya podido asesinar también a John, sólo para volver a ser famoso, me resulta nauseabunda -le confesó la viuda.
– Hace un rato -continuó Perdomo- ha dudado usted, cuando le he preguntado si hubo alguna vez contacto entre su marido y Chapman…
– Es natural -se justificó Anita-, John era un hombre con muchos secretos. Hasta donde yo conozco, jamás hubo relación entre ellos, pero saber lo que pasaba por la mente de mi marido a veces era imposible. Supongo que es parte del mecanismo de la seducción, y que cuando un hombre pierde su halo de misterio, se convierte en un personaje mucho menos atractivo.
– Quiero serle franco -dijo el inspector-. Los amigos y familiares de la víctima tienden a ofrecer, aunque no lo hagan deliberadamente, una buena imagen del fallecido. Esto puede entorpecer bastante nuestra labor. Necesitamos saberlo todo acerca de su marido.
– Yo no tenía idealizado a John, ¿sabe? -dijo Anita-. Probablemente me puso los cuernos, o mejor dicho: sé positivamente que me los puso, más de una vez. También consumía más drogas de las que yo hubiera querido y…
– Eso es interesante -interrumpió Perdomo-. Se lo digo porque la forense no ha encontrado restos de estupefacientes en el cuerpo. ¿Qué tipo de sustancias consumía?
– Marihuana y LSD -afirmó sin titubear la viuda-. John era, también en eso, muy sesentero.
– No crea -la corrigió Perdomo-, el LSD está volviendo a ponerse de moda. Es por la crisis, se trata de una sustancia muy barata. ¿Quién le proporcionaba las drogas al señor Winston? ¿Tenía un camello habitual?
– No tengo ni idea -confesó la mujer-. Yo era bastante crítica con el reverso tenebroso de mi marido y él procuraba contarme lo menos posible. Ni siquiera la noche de su vigésimo séptimo cumpleaños, en la que era evidente que había consumido LSD, quiso reconocer que se había drogado.
– ¿Por qué dice que era evidente?
– Me lo encontré desnudo y empapado en sudor en el interior del armario de nuestra habitación, como si acabara de regresar de un mal viaje. Estoy convencida de que había tomado ácido.
– No debía de ser consumidor habitual -acotó Perdomo-, porque en el laboratorio ya podemos detectar restos de estupefacientes en el organismo hasta treinta días después del último consumo y no hemos encontrado nada.
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