Antes de telefonear a Amanda, a quien quería comunicar las últimas noticias, Perdomo constató que, en todas las entrevistas, Chapman había declarado que, de joven, su nivel de autoestima era nulo. En el año 77 había intentado suicidarse con monóxido de carbono, conectando una manguera al tubo de escape de su vehículo e introduciendo el otro extremo por la ventanilla del coche. La manguera se derritió por el calor del tubo de escape y lo único que logró fue que lo ingresaran en una clínica mental. Fue precisamente para subir su nivel de autoestima por lo que decidió matar a Lennon. «Así su fama pasará a ser mía», pensó el pobre infeliz, a la manera de los caníbales que se comen a sus enemigos para heredar su valor. Perdomo se preguntó cuál sería su nivel de autoestima antes del homicidio de Winston, al constatar que toda la humanidad le despreciaba y que jamás saldría de la cárcel para disfrutar de la siniestra popularidad que le había otorgado el asesinato de John Lennon. «Tal vez por eso ha matado a Winston -se dijo-. Podría haber caído en el mismo pozo mental que le llevó a acabar con Lennon en el 1980 y ahora haya tratado de reforzar su ego moribundo.»
A Perdomo no le dio tiempo a telefonear a Amanda, porque fue la propia periodista la que se adelantó a su llamada.
– ¡La mujer de Winston está ya en Madrid! -le informó Amanda muy excitada-. ¡Acabo de verla por televisión, la han sacado los paparazzi que hay siempre en el aeropuerto! ¡Qué bien le sienta el luto!
– Lo sé -dijo Perdomo-, la vamos a interrogar dentro de una hora. Pero te recuerdo que ya no es la mujer, sino la viuda.
– Quiero acompañarte, meine liebe -le espetó ella.
– Eso está fuera de lugar, Amanda. Eres mi asesora, no mi subinspectora ayudante.
La periodista no se molestó en disimular su irritación ante aquel veto.
– ¡Haces mal! ¡Haces muy mal! -exclamó-. ¡Podría serte de enorme utilidad en el interrogatorio de esa mujer! Se me ocurrirían preguntas que tú no podrías ni imaginar, simplemente porque no conoces el terreno que pisas.
– Denegado -zanjó Perdomo-. Aunque te haré un resumen lo más exhaustivo posible de todo cuanto me diga esa señora. Y ahora agárrate fuerte, ¿me oyes?
– Estoy agarradísima a un donut de chocolate -le aseguró Amanda-. ¿Qué es lo que me tienes que decir?
– Me acaban de confirmar desde Nueva York que el arma con la que mataron a Winston es la misma con la que se cargaron a John Lennon hace treinta años. ¡Lo que hay en Nueva York es un revólver exactamente igual, pero con distinto número de serie!
– ¡Lo hizo Chapman! ¡A través de un copycat! -gritó entusiasmada Amanda.
Ella había sido la primera en aventurar la hipótesis de que a Winston lo había asesinado un lunático, como a Lennon, para apoderarse de la fama de su víctima y los hechos parecían darle la razón. A Perdomo le faltó tiempo para reconocer lo acertado de su corazonada.
– ¡Es tal como tú me avanzaste, Amanda! -la felicitó-. ¡Al final te voy a tener que llamar de verdad inspectora Torres!
– No sabes el alivio que me produce pensar que el asesino de Winston no es español -manifestó la periodista-. Bastante en crisis está ya el país como para que encima nos echen en cara haber dado muerte al mayor genio musical del siglo XXI
Perdomo trataba de imaginar en su cabeza cómo habría sido la cadena de acontecimientos que había conducido hasta la muerte de Winston.
– Chapman -dijo, casi pensando en voz alta- no ha salido nunca de prisión y el arma estaba en Queens. ¿Cómo se hizo con ella?
– Su marine la robó -aseguró Amanda, totalmente metida en su papel de inspectora Torres-. Debió de sobornar a algún policía de la Forensic División para que lo hiciera.
Perdomo reflexionó durante unos segundos y decidió que no le convencía la respuesta.
– ¿Con qué dinero? -se preguntó-. Chapman es un muerto de hambre.
– Ha concedido muchas entrevistas, my darling -le recordó Amanda-. Seguramente pactó un buen dinero por ellas.
– ¿Y por qué necesitaba hacerlo con el mismo revólver? -continuó el inspector-. Si lo que quería era volver a ser el centro de atención…
– También tengo respuesta para eso, Perdomo -le aseguró la periodista-. Chapman compró ese 38 con su dinero hace treinta años y no le debe caber en la cabeza que todo este tiempo haya estado en poder de la policía. Para él, ese revólver es su propiedad privada: es su fetiche, el objeto que le cambió la vida y le convirtió en un personaje para la historia. Es lógico que quisiera recuperarlo, como intentó con el disco.
– ¿A qué disco te refieres, Amanda? -preguntó el policía.
– ¿A cuál va a ser, meine liebe! -respondió ella con desparpajo-. A Double Fantasy. Lennon se lo autografió horas antes del atentado. John llevaba cinco años retirado de la música porque quería dedicarse plenamente a criar a su hijo Sean y en el verano de 1980 él y Yoko decidieron que ya era hora de volver al trabajo y comenzar a componer. Lo que sacó al mercado fue una joya musical, con canciones que hoy están consideradas auténticos clásicos: Woman, Beautiful Boy yStarting Over. El día que mató a Lennon, Chapman compró ese disco, Double Fantasy, para tener un pretexto con el que acercarse a su ídolo. Cuando salió del Dakota para acudir al estudio de grabación, Chapman se acercó a Lennon y le pidió que le firmara el disco. Hay una foto de ese momento histórico que puedes encontrar fácilmente en Google.
Perdomo puso el móvil en manos libres y mientras seguía escuchando todo lo que la periodista le estaba relatando, buscó la foto en el ordenador. Lo que se veía en ella eran los rostros de Lennon -en primer plano, cabizbajo, en el momento de estampar su firma sobre el disco- y de Chapman -en segundo plano, ligeramente desenfocado, observando con sonrisa bobalicona cómo su víctima atendía su petición-. La contemplación de ese medio rostro (el encuadre de la fotografía había cortado en dos la cara del asesino) hizo que Perdomo se estremeciera. Hacía pocos minutos, mientras investigaba sobre Chapman en la red, había leído sobre su esquizofrenia y de cómo éste había declarado que una parte de él no quería asesinar a Lennon, mientras la otra mitad le ordenaba: «¡Hazlo, hazlo, hazlo!». Sin saber siquiera de quién se trataba, el fotógrafo había retratado a Chapman partido en dos, como estaba su mente en aquel preciso momento. Pero lo más inquietante de todo era que la parte de su rostro que aparecía en la fotografía era -al menos a Perdomo le pareció evidente- aquella que no quería cometer el crimen. Lo visible era sólo el rostro de un pobre desdichado, babeando de felicidad por el hecho de que el dios de la música pop le estuviera dedicando unos minutos de su vida. La cara del verdadero asesino había logrado escapar del implacable ojo de la cámara. Y evidentemente, también había permanecido oculta para Lennon, pues éste, lejos de mostrar una actitud recelosa hacia el muchacho, le había preguntado: «¿Hay algo más que pueda hacer por ti?».
Perdomo había intentado seguir escuchando lo que le contaba Amanda por teléfono mientras estudiaba la foto, pero la imagen le había causado tal impacto que había terminado por desconectar. Al volver a la conversación, oyó cómo la periodista concluía su perorata diciendo:
– … y ésa fue la manera como el tal Philip Michael entró en posesión del disco.
– Perdona, Amanda -se disculpó el policía-, me he distraído contemplando la última foto de John Lennon vivo y no he prestado atención a lo último que me decías. ¿Podrías hacerme un resumen?
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