Perdomo sabía que la catástrofe podía ocurrir en cualquier momento, pero tenía que mostrar cierta firmeza ante el búlgaro.
– ¡Ni de coña! -le respondió con chulería.
Aquella respuesta sacó de quicio a Ivo.
– Mayka ti duha na mechki v gorata! -blasfemó en su lengua materna.
A continuación, con gesto decidido, bajó la mano con la que blandía el bolígrafo a la altura de la barriga de su rehén y, con un rapidísimo movimiento de la muñeca, le asestó un puntazo muy rápido y poco profundo, como un metisaca taurino. El hombre de la barba profirió un aullido de dolor y el pequeño orificio causado por la punta del bolígrafo empezó a sangrar de manera lenta pero inexorable.
– ¡Quiero ver si llevas más armas! ¡Quítate la ropa o le abro la tripa en canal a este cabrón! -gritó el búlgaro, ya fuera de sí.
Perdomo comprendió que lo más sensato era obedecer y, tras dejar la pistola en el suelo y alejarla varios metros con el pie, se quitó la americana. Luego se subió con las manos las perneras de los pantalones, para que el otro viera que sólo llevaba la semiautomática. Ivo sonrió complacido, mostrando dos nauseabundas hileras de dientes dorados, y sin soltar al rehén, que presionaba la herida con la mano para evitar desangrarse, se encaminó hacia la puerta de salida. En un visto y no visto, el búlgaro se desembarazó de su rehén con un violento empujón y desapareció en dirección a la calle, cerrando la puerta tras de sí.
Perdomo intentó ir tras él, pero no acertó a abrir el portalón.
– ¿Dónde cojones está el interruptor? -le preguntó al hombre, mientras le ayudaba a incorporarse.
El vecino, que ya había dejado de sangrar, señaló con la mano en dirección a un botón que estaba medio oculto tras un arbusto. Perdomo recogió a toda prisa la pistola del suelo y salió a la carrera en persecución del búlgaro.
Aun antes de haber puesto de nuevo el pie en la plaza del Ángel, Perdomo sabía en qué dirección había huido Ivo.
Era evidente que no se iba a arriesgar a regresar sobre sus pasos en dirección a Santa Ana, porque el búlgaro había visto a Villanueva en el paso de cebra. Sabía que rondaría por la zona y que, probablemente, habría pedido refuerzos. La única decisión posible era encaminarse hacia la derecha, en dirección al barrio de La Latina.
Perdomo galopó tras su presa con el frenesí de un mozo bajando por la calle Estafeta, en pleno San Fermín. Al desembocar en la plaza de Jacinto Benavente, había alcanzado ya tal velocidad que le fue imposible esquivar al taxi que salía en ese momento de un paso subterráneo. Aunque logró amortiguar el golpe con las manos, fue a estamparse como un insecto contra el parabrisas del vehículo. El policía quedó tendido panza abajo sobre el capó del coche, pero salvo por la postura, que era grotesca y le hizo desear que no hubiera ningún fotógrafo por la zona, se felicitó, ya que tenía la certeza de no haberse roto ningún hueso.
Su sorpresa fue mayúscula al ver emerger del taxi, además de al conductor del mismo, a Anita, la viuda de John Winston. Llevaba consigo la urna con las cenizas de su marido, al que acababa de incinerar a primera hora de la mañana. Su expresión era de pánico, pues estaba convencida de que el taxi que la estaba llevando hasta el hotel acababa de matarle. El taxista en cambio parecía más preocupado por los daños que Perdomo pudiera haber ocasionado en su vehículo que por el estado de salud del atropellado y farfulló varias frases de protesta, entre las que el inspector llegó a distinguir con claridad un «¡hay que joderse!» y varios «¡esto son por lo menos mil quinientos euros de chapa!».
Una vez recuperado el resuello, Perdomo se identificó ante Anita y, abriéndose paso entre la multitud de curiosos que se habían arremolinado a su alrededor, se encaminó a pie hacia el hotel, en compañía de la viuda.
El nombre completo de la viuda de Winston era Ana María Luisa Paoletti Piazzolla y había venido al mundo hacía treinta y seis años en la ciudad de Mar del Plata, un célebre centro balneario y puerto argentino del sudeste de la provincia de Buenos Aires. Aunque nunca había podido demostrarlo, Anita presumía de estar emparentada con el gran Astor Piazzolla, el compositor y bandoneonista argentino que había revolucionado el tango en la segunda mitad del siglo xx.
Durante el corto paseo hasta el hotel, donde les estaba esperando Villanueva, junto a varios coches Zeta de la Policía Nacional, Perdomo le explicó a Anita en pocas palabras quién era Ivo y por qué estaba en busca y captura.
– La noche en que su marido fue asesinado -dijo-, el búlgaro entró al estadio donde se desarrollaba el concierto y casi acaba con la vida de uno de mis hombres. ¿Había oído hablar de él?
– Jamás -respondió muy convencida la mujer. Su rostro, circunspecto y altivo, fascinó inmediatamente a Perdomo. Anita parecía una máscara fúnebre de enigmática belleza, una especie de Nefertiti del Cono Sur.
El policía comenzó a cojear ostensiblemente -se le estaba empezando a enfriar la contusión de la pierna-, por lo que la mujer le preguntó si no quería acudir a un servicio de urgencías. Perdomo le respondió que sólo necesitaba un analgésico y luego se interesó por la ceremonia de cremación.
– Ha sido muy breve y entrañable -le explicó la mujer, con voz grave y sensual-; un acto estrictamente privado en el que no ha habido ni discursos ni rezos, sólo la voz grabada de John en una versión maravillosa a cappella de Ocean Child. Como hizo Yoko con John Lennon, no se celebrará funeral, ni ningún otro tipo de ceremonia que pueda dar pie a que la muerte de mi marido degenere en un circo mediático.
Perdomo, recordando cómo se había eternizado la ceremonia de cremación de su propia esposa, hizo un breve comentario al respecto, que fue apostillado por Anita:
– En el caso de John, el proceso ha sido más breve aún, porque mi marido no ha pasado por el cremulador.
Perdomo le confesó que era la primera vez que escuchaba ese término.
– Yo tampoco lo conocía, hasta el año pasado -le aclaró la mujer-. Lo que sale del horno, después de horas de combustión, no son las cenizas propiamente dichas, sino un montón de huesecillos chamuscados, que hay que reducir a polvo en una máquina trituradora llamada cremulador. John había tenido sueños terribles con su propia muerte el año pasado, pero como tampoco quería ser inhumado, se le ocurrió esta solución, que es habitual en algunas culturas orientales.
– ¿Sueños terribles? -preguntó el inspector-. ¿Qué clase de sueños?
44 Lucy in the Sky with Diamonds
París, nueve meses antes del asesinato
A la mañana siguiente de su pesadilla de cumpleaños, John Winston puso al corriente a su mujer del contenido de su terrorífico sueño y ésta guardó silencio durante unos segundos.
– ¿No estás abusando de Lucy? -dijo al cabo.
Era una conversación que ya habían mantenido en otras ocasiones y que siempre provocaba tensiones entre ambos. Lucy era uno de los nombres con los que se conocía en la calle al ácido lisérgico o LSD. El apodo provenía de una famosa canción de los Beatles, Lucy in the Sky with Diamonds, que supuestamente estaba dedicada a la droga más revolucionaria de los años sesenta. Anita había probado en un par de ocasiones el LSD, una de ellas en compañía de su marido, y después de la última experiencia había jurado no volver a ingerirlo. No es que el viaje hubiera sido particularmente malo, sino que John le había administrado la droga sin su consentimiento, hecho que provocó que ella estuviera más de un mes sin dirigirle la palabra. «No quería viajar solo», fue todo lo que acertó a argüir John, para tratar de justificar su inexcusable comportamiento.
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