– Es curioso -dijo el inspector-. Yo he empleado esa misma expresión hace tan sólo unas horas.
– Entonces estarás conmigo en que lo más probable es que a Winston lo haya asesinado un fan cabreado, como pasó con John Lennon.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Es una manera rápida de hacerse famoso. Y Winston está considerado el John Lennon del siglo XXI.
– Pero para ser famoso -objetó el inspector- hay que dar la cara. Y el asesino de Winston parece tener mucho interés en que no sepamos quién es.
– No ha dado la cara, pero la dará, puedes creerme -dijo Amanda muy segura de sí misma-. Tal vez no se haya entregado aún porque esté planeando matar a más gente. Chapman dijo en su día que su idea era cargarse a un buen puñado de celebrities: desde Elizabeth Taylor a Ronald Reagan. O tal vez esté esperando a ponerse a salvo, para luego colgar un vídeo en internet, reivindicando el asesinato. A Chapman, convertirse en una estrella le ha costado muy caro, y éste no querrá acabar como él.
– No sé nada del asesino de John Lennon, excepto que sigue en la cárcel, ¿no? -preguntó Perdomo.
– En efecto, my love. Mark David Chapman está recluido en la penitenciaría de Attica, en Nueva York, desde comienzos de los años ochenta. Podría haber salido hace mucho tiempo, por buen comportamiento, pero Yoko Ono se opone a que le concedan la libertad condicional. Eso que sale ganando.
– ¿Qué quieres decir?
– Si Chapman fuera puesto en libertad, no duraría con vida ni veinticuatro horas. ¿Tú sabes la cantidad de gente que ha jurado matarle?
– ¿Cómo de famoso es Chapman? -inquirió el inspector.
– Mucho. Casi tanto como Charles Manson -admitió Amanda-. Ambos son la prueba viviente de que se puede alcanzar notoriedad internacional y duradera atentando contra una celebridad. Sobre Chapman se han escrito varios libros y rodado ya dos películas.
– ¿En serio? -preguntó el policía, boquiabierto.
– En serísimo -enfatizó la periodista-. Yo he visto las dos; de guión no son nada del otro mundo, aunque en ambos casos los actores que interpretan a Chapman son muy competentes y se meten hasta el tuétano en su personalidad, por llamarla de alguna manera. Una se titula Capítulo 27…
– ¿Capítulo 27? ¿Es que Chapman guarda relación con el club? -preguntó intrigado el inspector.
– No, meine liebe -dijo la periodista-. Ese 27 no tiene que ver con el club. Chapman estaba obsesionado con la novela El guardián entre el centeno, ¿la has leído?
– Creo que no -dijo Perdomo.
– Entonces es que no, porque, si la hubieras leído, no dudarías. Se trata de un relato muy notable, escrito por J. D. Salinger, que narra las aventuras de un adolescente díscolo en Nueva York. Consta de 26 capítulos, y se dijo en su día que el atentado de Chapman contra Lennon era un intento de añadir un capítulo más, el número 27, a la novela de Salinger. Ese tarado quería modelar su vida al estilo de Holden Caufield, el protagonista de El guardián entre el centeno.
– ¿Winston mencionó alguna vez el Club 27 en sus entrevistas?
– El club no, pero sí el número 27, por el que tenía fijación, como le ocurría a John Lennon.
– ¿Y eso cuándo pensabas contármelo? -preguntó algo irritado Perdomo.
– Perdona, mon chéri, es que estoy muerta de hambre, y así no hay forma de centrarse. ¿Cuándo cono piensan traernos los molcajetes? -exclamó indignada-. Menos mal que siempre voy preparada.
Para sorpresa de Perdomo, Amanda volvió a abrir el bolso, esta vez para extraer de él un sandwich de foie, elaborado por un célebre establecimiento de comida rápida.
– Es el equivalente a la cápsula de cianuro de las películas, pero al revés -le explicó al inspector-. Se me ocurrió mientras veía una película de nazis en la tele. Me dije: «Si existe una pastilla de la muerte, ¿por qué no llevar siempre encima una pastilla de la vida, para esos momentos en que piensas que todo está perdido y vas a desfallecer?». Todas las mañanas me compro uno de éstos en la esquina de mi casa, lo echo al bolso, y de esa forma me aseguro, como Scarlett en Lo que el viento se llevó, de que nunca más volveré a pasar hambre. ¿Quieres un poco?
Al ver que Perdomo titubeaba, Amanda desenvolvió por completo el emparedado, y tras olisquearlo con movimientos rápidos, como si fuera un gigantesco hámster, le dio un bocado de considerables proporciones.
– ¿Mejor? -preguntó Perdomo divertido.
– Mucho mejor -respondió la periodista, después de haber engullido el sandwich en un abrir y cerrar de ojos.
– Me hablabas de la relación entre John Winston y el número 27.
– ¡ Ah, sí! -exclamó Amanda. El pequeño aporte de calorías que le había proporcionado «la cápsula de la vida» le había devuelto el buen humor-. Winston hablaba del número 27 porque sabía que era un número que había obsesionado a Lennon, y Winston siempre se consideró un continuador de la labor creativa del ex Beatle. En realidad el número mágico para Lennon era el 9, pero el 27 no deja de ser el triple de 9, así que también tenía fijación con él.
– ¿Y por qué era tan importante el número 9 para Lennon?
– Porque él creía que era su número de la buena suerte. Lo cierto es que, a lo largo de su vida, le ocurrieron muchas cosas buenas relacionadas con el 9, pero también muchos infortunios, así que no logro explicarme por qué llegó a tomarle tal apego. Lennon nació un 9 de octubre de 1940; algunos aseguran incluso que la hora fue las 6.30 p.m., cuyas cifras sumadas dan 9. Conoció a Yoko un día 9; su hijo Sean también vino al mundo un día 9; el apartamento del Dakota en el que vivía estaba en la calle Setenta y dos (7 + 2 = 9); Liverpool, su ciudad natal, consta de nueve letras; le mataron a los nueve años de mudarse a Nueva York, y aunque cuando dispararon contra él era aún 8 de diciembre en la ciudad de los rascacielos, en Liverpool, donde nació, ya era día 9. Y lo más asombroso de todo: el médico que le atendió escribió en el parte hospitalario que la hora de la muerte había sido las 11.07 de la noche (1 + 1 + 7 = 9). Te podría proporcionar muchísimos más datos si me dieras un poco de tiempo, pero creo que, para habértelo citado de memoria, no podrás quejarte de esta primera entrega.
– Es asombroso -admitió el policía.
– Pues espera a oír lo de Winston. Nació un 27 de septiembre, que es el mes número 9, y ha muerto un 27 de junio, porque lo mataron de madrugada, y ya era día 27. Al nacer, pesó 2,7 kilogramos, y su padre se marchó de casa un 27 de marzo, que es el mes número 3, y por tanto submúltiplo de 27. Este rasgo de niño abandonado por su padre también lo comparte con John Lennon. La primera vez que dio un concierto le pagaron 27 libras y cantó 27 canciones; 27 semanas más tarde grabó su primer single, que llegó hasta el puesto número 27 en las listas del Billboard.
– ¡Qué cantidad de coincidencias! -exclamó el inspector.
– Coincidencias de las que ni siquiera tú estás a salvo. Llevamos un buen rato hablando de Lennon y de Chapman y me acabo de acordar: ¿sabes cómo se apellidaba el portero del Dakota que fue testigo del asesinato de Lennon?
– No tengo ni idea -admitió el policía.
– Se apellidaba Perdomo.
– ¿Es una broma? -preguntó el inspector al enterarse de que un Perdomo, quién sabe si familiar lejano, había sido testigo del asesinato de Lennon.
– En absoluto -le aseguró la periodista-. José Perdomo era un exiliado cubano del que decían que tenía conexiones con la CIA. Nada más producirse el tiroteo se acercó a Chapman y le preguntó horrorizado: «¿Sabes qué has hecho?». A lo que el otro respondió: «Acabo de asesinar a John Lennon». Perdomo le agarró del brazo, se lo zarandeó para que soltara el arma y luego Chapman se quitó el gorro y el abrigo que llevaba, los dejó en el suelo para que todo el mundo viera que estaba desarmado y esperó a que llegara la policía, mientras leía El guardián entre el centeno. Treinta años más tarde, tenemos a otro Perdomo relacionado con la muerte del sucesor de John Lennon. ¡Y yo estoy almorzando con él!
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