Perdomo se acercó a una de las dos ventanas de su despacho y tras echar un vistazo a través de los cristales, para ver si se avecinaba tormenta, como la noche anterior, bajó completamente la persiana. Después se aproximó a la otra ventana e hizo exactamente lo mismo.
– Te echo, Guerrero, estoy reventado -le anunció de repente-. Necesito dormir un rato aquí mismo, en el sofá de las visitas. Llevo veinticuatro horas en vela y esta tarde ni siquiera voy a poder pasar por casa para echarme la siesta. He quedado a almorzar con una periodista.
– ¿No me vas a contar nada entonces? -dijo Guerrero en un último intento, desde la puerta, de saber algo de la forense.
La respuesta de Perdomo le dejó totalmente descolocado.
– Por supuesto, y te agradezco el interés -dijo el inspector-. El agente Charley, que supongo que es por quien preguntas, se recupera lentamente de su conmoción cerebral y los médicos aseguran que dentro de veinticuatro horas Villanueva y yo podremos hacerle la pregunta del millón: Charley, ¿resbalaste o te empujaron?
Perdomo y Amanda Torres pasaron a tutearse ya durante la conversación telefónica en la que acordaron su almuerzo de trabajo. El inspector propuso un céntrico restaurante mexicano y la mujer dio inmediatamente su aprobación.
– No te preocupes, Perdomo, si a mí lo que me gusta es zampar -le aseguró por teléfono-. El tipo de manduca me da lo mismo, aunque siempre exijo unos mínimos. La comida de Iberair, por ejemplo, ¿la has probado? No se la daría ni a mi perro, en caso de que lo tuviera.
Perdomo fue el primero en llegar a la taquería, y durante la espera se entretuvo imaginando cómo sería su reencuentro con Tania, al cabo de ¿cuántos años? ¡Demasiados como para que fuera agradable recordarlo! Durante un viaje a España con la selección de baloncesto de su país, la forense -recién obtenido el título de Medicina Legal en La Habana- había desertado del equipo y de la Cuba castrista y había obtenido asilo político en la madre patria. Perdomo la había conocido durante un partido amistoso entre jueces y policías, que se organizaba cada año para limar asperezas profesionales entre estos dos estamentos. Como Tania estaba adscrita a los juzgados de instrucción de plaza de Castilla, y era condenadamente buena sobre la cancha, se le permitía jugar como si fuera un magistrado más, y siempre lograba, con un juego duro aunque de gran clase, que los partidos se decantasen a favor de la judicatura. Muchos policías la habían odiado sólo por eso, y la habían apodado la Gusana, pero Perdomo no estaba entre ellos: él se había enamorado perdidamente de Tania cuando ésta tenía tan sólo veinticuatro años de edad, a pesar de que la segunda vez que jugó contra ella le hizo dos personales en ataque y lo mandó a casa con un esguince de tobillo. La relación duró sólo un año y medio y a Perdomo le sirvió para salir del abismo emocional en el que le había sumido la muerte de su padre. Tania se había casado algún tiempo después con un argentino que vivía en Barcelona y había residido en Cataluña durante todos esos años. Perdomo se había enterado de que su ex había regresado a Madrid hacía pocas semanas, así que la había llamado por teléfono al juzgado para saludarla y cotillear un poco sobre el motivo de su regreso.
– Me separé del huevón con el que estaba, y tras una separación, es mejor cambiar de aires. Pedí el traslado, eso es todo -le explicó en un tono de voz risueño, por el que Perdomo supo que Tania no había quedado demasiado tocada emocionalmente tras su separación.
– Me imagino que el huevón es el argentino con el que te fuiste a Barcelona. ¿O ha habido más hombres desde entonces?
El modo descarado en que Perdomo intentaba sonsacarle información hizo reír a Tania.
– Sí, Raúl, el huevón es Jorge, el padre de mi hija -le había aclarado la forense. Y luego, había añadido un «a ver si tomamos un café y nos ponemos al día como Dios manda» que estaba a punto de concretarse.
La llegada de Amanda al restaurante le sacó de sus cavilaciones sentimentales. Nada más sentarse la periodista a la mesa, se les acercó un muchacho azteca con las cartas, al que le pidieron sendas margaritas. Al poco se presentó una joven y amable camarera, también nativa, a preguntarles si habían elegido ya los platos. Todos los meseros de aquella taquería eran mexicanos y estaban muy pendientes de los clientes, sin llegar a resultar agobiantes. Algo que no se podía decir de los cocineros, que, aunque competentes, se demoraban tanto en dar salida a los platos que parecían estar guisando para alcanzar la inmortalidad.
– Si es la primera vez que vienen -dijo la muchacha al darse cuenta de que no habían elegido aún- les recomiendo el molcajete de pollo. Se sirve en una piedra volcánica y es nuestro plato estrella.
– ¿Cómo es de grande la ración? -preguntó algo tensa Amanda. Pero se relajó al instante cuando la mesera le indicó con las manos que la cantidad de comida era abundante-. ¿Qué ocurre con las margaritas que hemos pedido? ¿Vienen o no? -volvió a inquirir ansiosa la periodista.
– Ahorita mismo se las traen -les tranquilizó la chica, que desapareció en dirección a la barra para acelerar el pedido.
– ¡Buena señal! -comentó Amanda-. Si los mexicanos dicen «ahorita», es que van a tardar poco tiempo. Cuanto más exagerado es el diminutivo, más grande la espera, lo tengo comprobado. «Ahora» es menos tiempo que ahorita, que a su vez es menos tiempo que «ahoritita»; y ya cuando te dicen «ahorititita», significa que te pueden tener esperando hasta el mes que viene. Los mexicanos son muy especiales con el lenguaje, tuve un novio del D.F. que hablaba todo el rato con ultracorrectismos: «estimada señorita Torres» llegó a decirme el tío cursi, ¡y estábamos ya los dos en la cama, metidos en faena!
– La otra noche -dijo Perdomo, centrando el tema- te pregunté qué importancia tenía la edad a la que ha muerto Winston y te hiciste la misteriosa. En ese momento me hizo gracia tu reacción, pero te recuerdo que soy inspector de homicidios y que han asesinado a un músico de renombre internacional. La presión a la que me van a someter para que encontremos pronto al asesino será insoportable, así que te ruego que, si tienes información que aportarme, del tipo que sea, lo hagas cuanto antes y de manera fluida, sin obligarme a jugar al Cluedo. ¿Está claro?
– Clarinetissimo, amore mió -afirmó la mujer-, así que vamos al grano. John Winston ha fallecido con veintisiete años. ¿Nunca has oído hablar del Club 27?
– Jamás. ¿Dónde está ese club y quiénes son sus socios?
La periodista sonrió ante la supina ignorancia del policía. Luego dijo:
– El Club 27 no es ningún local de copas, my dear, sino una especie de maldición. Se trata de un tétrico directorio de nombres (a mí me da un mal rollo que no veas) que reúne a la larga lista de músicos de pop y rock que han fallecido con veintisiete años. Es un hecho objetivo, al que nadie ha logrado dar hasta el momento una respuesta racional, que han muerto un mayor número de músicos a los veintisiete años que a cualquier otra edad.
– Supongo que sería mucho pedir que me facilitaras esa lista.
Amanda sonrió con suficiencia.
– Te la traigo redactada de casa, cariño -afirmó-. ¿Con quién te crees que estás tratando?
La periodista abrió su bolso y extrajo un cuaderno de notas Moleskine que parecía tener más años que su propietaria. Perdomo vio que, adherida a la tapa, había una costra pegajosa y recordó con aprensión que Amanda había arramplado con todo el cuenco de caramelos del hotel Ritz.
– Éste es mi ordenador portátil -le explicó la mujer-. Nunca se queda sin batería y jamás se me ha colgado. ¿Inconvenientes? Que no acepta recambios; cada vez que me pulo una, tengo que ir a por otra. ¿Ventajas? Glamour, glamour y glamour: en una de éstas escribía Hemingway, querido. Y Picasso dibujaba sus bocetos en la suya. Esto no es una agenda, es un fetiche. Toma, ¿quieres un botecito de champú?
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