Joseph Gelinek - Morir a los 27

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Morir a los 27: краткое содержание, описание и аннотация

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“John Winston, cantante y líder de The Walrus, aparece muerto con cuatro disparos en la suite de su hotel después de un concierto. La policía pronto descubre que Winston ha fallecido a una edad considerada maldita en el mundo de la música pop. Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison son algunos de los ilustres miembros del macabro club de los 27. A pesar de su imagen de apóstol de la paz, Winston tenía numerosos enemigos. Entre ellos, el irlandés Ronan O’Rahilly, “Mr. Download”, el más famoso pirata informático que mediante holografías, ha conseguido piratear el último bastión que les quedaba a los músicos: los conciertos en directo. Además, la investigación da un vuelco inesperado: Markk David Champman, el asesino de John Lennon que lleva recluido en prisión más de treinta años, asegura estar detrás de la muerte de Winston. Empresas discográficas sin escrúpulos seductoras groupies caza estrellas, fans enloquecidos… la novela muestra la cara más oscura del negocio del rock”.

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– Papá, sé que te la sabes. ¿Por qué no quieres responderme?

El inspector comprobó con horror cómo se acercaba hasta su vehículo la presidenta de la Asociación de Madres y Padres de Alumnos, con la que mantenía cierta amistad, y se abochornó ante la posibilidad de que pudiera ver la revista del corazón dentro de su coche.

– ¡Esconde el Hola, rápido, que viene una madre! -le ordenó a su hijo.

El chico se limitó a quitarse la revista de encima, como una patata caliente, y se la lanzó a su padre, de tal modo que cuando la presidenta se colocó a la altura de la ventanilla, para saludar al inspector, Perdomo tenía la publicación en las manos, claramente a la vista.

– Buenos días, Raúl -le saludó la mujer, que estaba en la cuarentena y era bastante atractiva-. Hace tiempo que no te vemos el pelo, eres como los gases nobles, no te mezclas con nadie ¿eh?

– Ya lo sé -respondió Perdomo, tratando de aparentar que su absentismo le producía mala conciencia-. Es que estoy hasta arriba de trabajo. -Ya era demasiado tarde para ocultar la revista.

– Nos enteramos de tus hazañas de vez en cuando por la prensa -comentó sonriente la mujer-. ¡Te has convertido en un superpolicía!

– Tampoco es para tanto, a los medios de comunicación les gusta exagerar.

– Qué terrible lo de ese músico, ¿no? -continuó diciendo la madre-. Te lo comento porque esta mañana, en la tele, te han sacado durante unos segundos y hemos supuesto que te habían encargado a ti el caso.

– Un regalo envenenado -dijo Perdomo-. Voy a tener toda la presión del mundo.

– Seguro que lo sacas adelante, menudo eres. -Le hizo un gesto de despedida con la mano-. ¡Me voy corriendo a por el Hola! ¡Ahora que te lo veo en la mano me acabo de acordar de que el miércoles se me pasó comprarlo!

Cuando la mujer se alejó, el policía y su hijo permanecieron unos segundos en silencio. Perdomo intuía, porque conocía el carácter irónico de su hijo, heredado de la madre, que Gregorio no iba a resistirse a hacerle algún comentario.

– ¿Son impresiones mías o te has puesto colorado? -dijo por fin el chico, tratando de reprimir una sonrisa burlona.

– No digas majaderías -replicó-. ¿Colorado por qué?

– ¿A ti qué más te da lo que piense esa madre? -se indignó el chico.

Perdomo se encaró con Gregorio.

– Hijo, tu padre se dedica a resolver homicidios y no me gustaría que se extendiese por el colegio el rumor de que soy una especie de… marujona.

– Entiendo -respondió el muchacho-. Es por un problema de imagen.

– Eso es. La mujer del César no sólo debe ser honrada, sino parecerlo. ¿A ti no te importaría que en el colegio llegara a saberse que tu padre lee el Hola?

– Me importaría si lo que leyeras fuera la revista Cosmopolitan, donde no hay más que tests cochinos y artículos sobre la mejor manera de vengarse de los ex. Pero el Hola lo compraba mamá, así que yo la considero una publicación muy respetable.

Después de haber dejado a su padre sin palabras, el muchacho se bajó del coche y le dijo adiós con un guiño de ojo. Perdomo sacó el cuerpo por la ventanilla del vehículo, para gritarle a su hijo mientras se alejaba:

– ¡La mayor de Rania se llama Imán! ¡Y tiene tres hermanos: Hussein, de quince años, Salma, de siete, y Hachem, de casi cuatro!

Aunque estaba ya a bastantes metros, Perdomo pudo ver perfectamente cómo Gregorio, sin dejar de caminar ni darse la vuelta para mirarle, levantaba el dedo pulgar de la mano derecha, para hacerle saber que daba la respuesta por correcta.

12 All you need is ears

La Comisaría General de la Policía Científica y la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, a la que estaba adscrito el inspector Perdomo, se encontraban ubicadas en el complejo policial de Canillas, un recinto gigantesco, situado en la Gran Vía de Hortaleza, vallado con muros de hormigón, que debía de ocupar en superficie el equivalente a tres estadios Santiago Bernabéu. El inspector Guerrero, de la Policía Científica, que había empezado ya a facilitarle información a Perdomo en la escena del crimen, sólo tuvo que atravesar un gran patio arbolado para desplazarse hasta la UDEV y localizar el despacho de su colega. Cuando Guerrero llamó a la puerta, Perdomo escondió el Hola bajo una montaña de expedientes policiales y se levantó para descorrer el pestillo.

– Acabo de echar un vistazo a los dos otogramas que me has enviado -dijo Perdomo-. Evidentemente, son huellas de dos orejas distintas. Pero ¿a quién pertenecen?

– La que está en el interior de la puerta es de la víctima -le aseguró Guerrero-, me lo acaba de confirmar la forense. Es la huella más clara de las dos, una oreja nítida, en la que son perfectamente identificables desde el hélix hasta el lóbulo, pasando por la fosa escafoides o el trago -al policía le gustaba hacer ostentación de sus profundos conocimientos sobre la morfología auricular-. Es una oreja estupenda, se nota que la víctima debía de tener un oído cojonudo.

– No estoy para chistes malos -dijo Perdomo-. ¿Y por qué había una oreja de Winston en la puerta?

– ¿Quién puede saberlo? -respondió el otro-. Tal vez oyó ruido en el pasillo, se asomó a la mirilla y al no vislumbrar a nadie, acercó el oído a la puerta, para ver si así sacaba algo en limpio.

– Es una actitud extraña, ¿no crees? -apuntó Perdomo-. Implica, cuando menos, desconfianza. Cuando uno escucha de esa manera es que quiere espiar sin ser detectado.

– A mí me parece lógico. Ten en cuenta que ya hemos podido confirmar que la víctima carecía de escolta. No podía arriesgarse a abrir la puerta y que le sorprendiera un periodista o un hatajo de groupies.

– ¿Y qué pasa con la otra oreja?

– La huella es parcial y menos nítida. ¿La tienes aún a mano en el ordenador?

Perdomo se acercó a su escritorio y pulsó un par de comandos del teclado de su PC. El otograma se mostró a plena pantalla.

Morir a los 27 - изображение 2

– No sabemos a quién pertenece -dijo Guerrero-, pero hay algo que me lleva a pensar que pudiera ser la del asesino. -¿Y qué es?

– La altura a la que hemos encontrado la huella. Normalmente, los rastros de oreja están en la zona de la mirilla, entre el metro cuarenta y el metro setenta. Podría haber sido la de un camarero del servicio de habitaciones, que después de llamar varias veces y constatar que no le abría nadie, hubiera acercado el oído a la puerta, para averiguar si había alguien en la habitación. Pero esta huella estaba a treinta centímetros del suelo.

– Y aun así la habéis encontrado, ¡qué fieras!

– Es muy difícil que a mí se me escape una oreja, ya me conoces -se jactó Guerrero-. Y una huella dactilar, prácticamente imposible.

Muchos de los hombres de la UDEV -empezando por el comisario Galdón, que dirigía toda la unidad- le tenían ojeriza a Guerrero a causa de su enorme arrogancia, con la que, seguramente, compensaba su pequeña talla física. Pero Perdomo opinaba que el alto concepto que el inspector de la Científica tema de sí mismo estaba completamente justificado, por lo que él siempre dejaba pasar las frecuentes loas que dedicaba a su propia persona.

– Lo más probable es que el tipo se tumbara en el suelo para escuchar -aseguró Guerrero.

– ¿El tipo? ¿Habéis descartado ya que pueda tratarse de una mujer?

– La oreja tiene un tamaño normal, no podemos descartar el otro sexo. He dicho el tipo porque me revienta la costumbre que hay ahora de tener que decir todo a la vez en masculino y en femenino, con el fin de ser políticamente correcto.

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