– Dios, las navidades -comentó ella reclinándose en el reposacabezas.
– ¿Te parecen una tontería?
– Mis padres siempre quieren que las pase con ellos.
– Diles que estás de servicio.
– Sería mentirles. ¿Tú qué planes tienes?
– ¿Estas navidades? -replicó él pensándolo-. Si me proponen un cambio de turno en Saint Leonard seguramente lo aceptaré. El día de Navidad se pasa muy bien en comisaría.
Ella le miró sin decir nada hasta avisarle que doblara en la siguiente calle a la izquierda. Delante de su casa no había sitio para aparcar; Rebus detuvo el Saab junto a un todoterreno negro reluciente.
– No me digas que es tuyo.
– Para nada.
– Bonita calle -comentó él mirando las casas.
– ¿Quieres tomar un café?
Rebus reflexionó un instante recordando cómo se había puesto tensa. ¿Sería por algo relacionado con el concepto que tenía de él, o era un simple problema de Siobhan?
– De acuerdo -contestó al fin.
– Más allá tienes un hueco -dijo ella.
Rebus hizo marcha atrás cincuenta metros y aparcó junto al bordillo. Siobhan vivía en el segundo. El piso estaba perfectamente ordenado, tal como él se lo había imaginado y le agradó ver que había acertado. Adornaban las paredes grabados y carteles de exposiciones de arte, todo bien enmarcado. Tenía una estantería de discos compactos y un buen aparato de música. Además de varios estantes con vídeos, casi todos comedias de Steve Martin y Billy Cristal; y libros: Kerouac, Kesey, Camus y muchos textos jurídicos. Había un sofá verde de dos plazas de diseño funcional y un par de sillones a juego. Por la ventana vio otro piso igual con las cortinas ya echadas y las luces apagadas. Se preguntó si ella no tenía costumbre de correr las cortinas.
Siobhan fue a la cocina a poner el hervidor, y Rebus, una vez terminada la inspección del cuarto, fue a hacerle compañía. Cruzó por delante de la puerta abierta de dos dormitorios y oyó ruido de vasos y cucharillas. Al entrar en la cocina vio que ella abría la nevera.
– Tenemos que hablar de Sithing y del mejor modo de abordarle -dijo Rebus. Siobhan soltó una palabrota-. ¿Qué pasa?
– Que no hay leche -respondió ella-. Creí que tenía en el armarito un cartón de UHT.
– Lo tomaré solo.
– Estupendo -comentó ella acercándose al fogón y abriendo un tarro-. Pues… tampoco hay café.
– No recibes muchas visitas, ¿eh? -dijo Rebus riendo.
– Es que esta semana no he podido ir al supermercado.
– No pasa nada. En Broughton Street hay una tienda de pescado frito y con suerte tendrán café y leche.
– Espera que te dé dinero -dijo ella buscando el bolso.
– Invito yo -añadió él sin aguardar a que lo encontrara.
En cuanto salió Rebus, Siobhan apoyó la cabeza en el armarito. Había escondido el café allí, en el fondo. Necesitaba estar sola un par de minutos. Ella raramente llevaba a su casa a nadie, y era la primera vez que iba John Rebus. Le bastarían un par de minutos a solas para reflexionar. En el coche, cuando estiró el brazo… ¿qué habría pensado él de su reacción? A ella le había parecido que iba a meterle mano, cosa que él nunca había intentado. ¿Por qué se había echado a temblar? Casi todos los compañeros de trabajo se le insinuaban y contaban a veces chistes verdes para ver cómo reaccionaba, pero John Rebus no lo hacía, nunca. Sabía que era raro y tenía problemas pero, pese a todo, Rebus confería cierta solidez a su vida y era alguien en quien podía confiar contra viento y marea.
Algo que no quería perder.
Apagó la luz de la cocina, fue al cuarto de estar y se acercó a la ventana para mirar la calle, pero casi enseguida se puso a ordenar cosas.
Rebus se abrochó la chaqueta, contento de verse al aire libre. Era evidente que a Siobhan no le apetecía que hubiera subido a su casa. También él se había sentido a disgusto. Hay que mantener separado el trabajo de la vida privada. Pero en el Cuerpo era difícil porque bebes con los compañeros y hablas de asuntos que no entienden quienes no son policías. Era un vínculo más fuerte que el simple hecho de estar juntos en la comisaría y salir de servicio en el coche patrulla.
Pero aquella noche sintió que era distinto. Aunque, al fin y al cabo, a él tampoco le gustaban las visitas y nunca había pedido a Siobhan ni a nadie que le invitara a su casa. Tal vez ella era mucho más parecida a él de lo que creía. Quizá era eso lo que la ponía nerviosa.
No, no iba a volver. Se marcharía a casa y llamaría disculpándose. Abrió el coche pero dejó las llaves en el contacto sin ponerlo en marcha. Encendió un cigarrillo. Tal vez sería mejor comprar la leche y el café y dejárselo en la puerta. Sería lo más apropiado. Pero el portal estaba cerrado y tendría que llamar para que le abriera. ¿Y si se lo dejaba en la calle delante de casa…?
No, mejor marcharse.
De pronto oyó ruido y vio que alguien salía de una casa frente a la de Siobhan. Iba por la acera, casi a la carrera pero entonces giró a la izquierda y se metió en un callejón, donde se detuvo. Rebus vio un chorro de orina que mojaba la pared y el vaho que desprendía. Se quedó quieto, sentado en la oscuridad, observando. ¿Sería alguien que salía y no había podido aguantarse? ¿Alguien que tenía estropeado el váter…? El hombre se subió la cremallera y regresó corriendo sobre sus pasos. Rebus pudo verle la cara un instante bajo la luz de una farola antes de que entrara de nuevo en el portal de aquella casa.
Siguió fumando y comenzó a fruncir el entrecejo.
Apagó el cigarrillo en el cenicero y sacó las llaves de contacto. Abrió la puerta sin hacer ruido y no la cerró. Cruzaba la calle prácticamente de puntillas, con las luces apagadas, para evitar la luz de las farolas, cuando pasó un taxi a toda velocidad y tuvo que arrimarse a la barrera protectora de delante de la casa. Llegó al portal y vio que no estaba cerrado con llave como el de Siobhan. Era un edificio menos cuidado y la escalera necesitaba una buena mano de pintura. Había un leve aroma a orina de gato. Cerró despacio la puerta. Otro taxi disimuló el ruido. Se acercó a la escalera y escuchó. Se oía un televisor en algún piso, o quizá fuese una radio. Miró los peldaños de piedra y comprendió que inevitablemente haría ruido al subir. La suela de sus zapatos sonaría como una lija. ¿Se los quitaba? Ni hablar. Además, no creía que el elemento sorpresa fuese estrictamente necesario. Comenzó a subir.
Cuando llegó al rellano del primer piso y empezó a subir al segundo, oyó pasos que bajaban. Era un hombre con el cuello de la gabardina subido y con las manos en los bolsillos a quien casi no se le veía la cara. Al pasar a su lado lanzó una especie de gruñido sin mirarle.
– Hola, Derek.
Derek Linford bajó dos peldaños más como si no lo hubiera oído, pero enseguida se paró en seco y se volvió hacia él.
– Creí que vivías en Dean Village -añadió Rebus.
– Vengo de casa de un amigo.
– ¿Ah, sí? ¿Qué amigo?
– Christie, en el piso de arriba -respondió Linford sin dudarlo.
– ¿Christie, qué? -replicó Rebus con una sonrisa burlona.
– ¿Qué pretendes? -dijo Linford subiendo un peldaño sin compensar la desventaja al tener a Rebus en un plano más alto- ¿Qué haces aquí?
– ¿Acaso ese Christie tiene el váter estropeado o qué?
Linford comprendió la situación pero no atinó a responder.
– No te esfuerces -dijo Rebus-. Los dos sabemos lo que sucede: eres un mirón.
– Mentira.
Rebus chasqueó la lengua.
– La próxima vez dilo con más convicción no sea que te encuentres con una denuncia -dijo.
– ¿Y tú, qué? -replicó Linford con desdén-. Has echado un polvete rápido, ¿no? Ya he visto que no has estado mucho rato.
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