Ian Rankin - Nombrar a los muertos

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Julio de 2005: todo el mundo tiene los ojos puestos en Escocia. Los selectos dirigentes de los países del G8 se reúnen en la capital y las marchas de protesta, manifestaciones callejeras y refriegas diarias tienen desbordada a la policía. Pero un agente continúa en excedente al margen de todo. Al inspector Rebus le dejan marginado por temor a que cree problemas a la superioridad en estas cruciales circunstancias. Pero todo cambia a raíz de la caída nocturna de un joven político desde las murallas del Castillo de Edimburgo, hecho que sitúa a Rebus en primer plano. Hay que demostrar el suicidio, y rápido, para que no robe páginas al acontecimiento principal. Pero el caso queda rápidamente ensombrecido por otro peligro más mortífero. Una serie de misteriosas claves dejadas en un bosque cercano en las afueras de Edimburgo comienzan a apuntar a un asesino en serie, un criminal dedicado a matar a violadores recién puestos en libertad.
Las autoridades se apresuran a que no trascienda ninguno de los dos casos por temor a que desplacen el interés informativo de una reunión de tan global importancia. Pero Rebus no es de los que se atengan al reglamento y cuando su colega, la agente Siobhan Clarke, se encuentra envuelta en desentrañar la identidad del antidisturbios que agredió a su madre, todo parece indicar que Rebus y Clarke van a verse enfrentados en un conflicto y, en consecuencia, antes de que concluya la agitada semana, tendrán que adoptar decisiones que les pueden afectar para siempre.

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«No tan inteligente como la gente cree.»

Capítulo 26

Rebus se encaminó sin pérdida de tiempo a Kelso, que estaba sólo a doce kilómetros, sin ver rastro de Debbie al salir del pueblo. Claro que podía haberse puesto ya en contacto por teléfono con Barclay. De haber prestado atención, el campo le habría parecido esplendoroso. Aceleró al dejar atrás el indicador de bienvenida al pueblo y dio un frenazo al ver al primer peatón. Era una mujer vestida con traje sastre de tweed que paseaba un perro de ojos saltones.

– ¿Sabe dónde está Carlingnose Lane? -preguntó.

– Pues no, lo siento -contestó la mujer, que aún se disculpaba cuando él ya había vuelto a arrancar.

Las tres primeras personas a quienes preguntó al llegar al centro de Kelso le ofrecieron media docena de posibilidades: cerca de Floors Castle, del campo de rugby, el campo de golf y la carretera de Edimburgo.

Finalmente, Floors Castle estaba en la carretera a Edimburgo. Su gran muralla perimetral se extendía cientos de metros. Vio los indicadores del campo de golf y a continuación un parque con postes de rugby, pero las casas que lo bordeaban eran muy nuevas; finalmente, unas colegialas que paseaban el perro le indicaron el sitio.

Era detrás de las casas nuevas.

El Saab se quejó al reducir a primera y Rebus notó que el motor hacía un ruido raro. Carlingnose Lane era una hilera de chalés ruinosos. Los dos primeros estaban remozados y tenían una mano de pintura. El camino no iba más allá del último de los muros enjalbegados, ya amarillentos. Un cartel manual rezaba: SE VENDE ARTESANÍA LOCAL. En el pequeño jardín delantero vio restos de troncos. Rebus detuvo el coche ante la verja de cinco barrotes, pasada la cual, una senda cruzaba un prado hacia un bosque. Llamó a la puerta de Barclay y miró por la ventana; vio un cuarto de estar con una cocinita anexa sucia, donde habían suprimido parte del muro de atrás e instalado puertas acristaladas de salida a un jardín trasero que estaba tan vacío y descuidado como el delantero. Alzó la mirada y vio un poste de suministro de electricidad. No había antena de televisión ni aparato a la vista en el interior.

Ni teléfono. El chalé de al lado sí que tenía un cable que iba hasta el poste telefónico.

«No obsta para que tenga móvil», se dijo Rebus. De hecho, sería lo más probable porque de algún modo tendría que estar en contacto con las galerías de Edimburgo. Junto al chalé había un viejo Land Rover que no parecía utilizarse mucho y cuyo capó estaba frío; pero del contacto colgaba la llave, lo que significaba que allí no había riesgo de robo o era indicio de un primer paso para la huida. Rebus abrió la portezuela del conductor, cogió la llave y se la guardó en el bolsillo; se acercó al prado y encendió un pitillo. Si Debbie había avisado a Barclay, lo habría hecho a pie o con otro vehículo; y habría vuelto al pueblo.

Cogió el móvil. La señal de cobertura era una barra. Lo inclinó y desapareció. Se subió a la verja y probó de nuevo. Cobertura cero.

Pensó que aún había luz de sobra para un paseo por el bosque. No hacía frío y se oía gorjeo de pájaros y el rumor del tráfico. Vio en lo alto un avión con su reluciente tren de aterrizaje. «Voy al encuentro de un desconocido en el quinto pino y sin cobertura -pensó-. Un hombre que se peleó con otro y que está avisado de que llega la policía, a la que tanto detesta…»

– Estupendo, John -dijo en voz alta, algo jadeante, en la cuesta que acababa en el lindero del bosque.

No sabía qué árboles eran aquellos: marrones y con hojas; luego no eran coníferas. Esperaba oír ruidos de hacha o motosierra… No. No, eso no. No le seducía la idea de encontrarse con Barclay esgrimiendo una herramienta de aquellas. No sabía si acaso llamarle a voces; se aclaró la garganta, pero eso fue todo. Ahora que estaba a más altura, a lo mejor el móvil… Cobertura cero.

Desde luego, la panorámica era magnífica. Hizo un alto para recobrar aliento, pensando en que ojalá viviera para recordar aquel paisaje. ¿Por qué le molestaría a Duncan Barclay la presencia de la policía? Bueno, ya se lo preguntaría si le encontraba. Se internaba en el bosque; pisaba humus blando y tenía la impresión de que caminaba por una especie de senda, invisible para quien no la conociera, entre árboles jóvenes y tocones, apenas sin matorrales. El lugar le recordaba el paraje de la Fuente Clootie. No hacía más que mirar a derecha e izquierda y detenerse de vez en cuando prestando oído. Allí estaba, él solo.

De pronto surgió otra senda de anchura suficiente para un vehículo. Se agachó: las huellas de las ruedas eran de al menos varios días. Lanzó un leve bufido.

– De caballo no son -musitó incorporándose y sacudiéndose el barro de los dedos.

– No precisamente -repitió una voz de hombre.

Rebus se volvió y finalmente lo vio. Estaba sentado en un árbol caído con las piernas cruzadas, a unos metros de la senda; con cazadora y pantalón verde oliva.

– Buen camuflaje -dijo Rebus-. ¿Es usted Duncan?

Duncan Barclay le dirigió una leve inclinación de cabeza. Rebus se acercó. Era rubio y de rostro pecoso. Mediría un metro ochenta y era musculoso. Sus ojos eran del mismo color claro que la cazadora.

– Usted es policía -dijo Barclay.

A Rebus ni se le ocurrió negarlo.

– ¿Le avisó Debbie?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -replicó Barclay estirando los brazos-. Yo soy un inútil en ese aspecto y muchos otros.

Rebus asintió con la cabeza.

– Ya he visto que no hay teléfono ni televisión en el chalé.

– Y pronto no habrá ni chalé, porque el promotor le tiene echado el ojo. Así que me veré en el campo y luego en el bosque… Sabía que vendría -dijo tras una pausa mirando a Rebus-. No usted, concretamente; alguien de la policía.

– ¿Por qué?

– Por Trevor Guest -contestó el joven-. No sabía que había muerto hasta que lo leí en el periódico. Pero al ver que el caso lo llevaba la policía de Edimburgo, me imaginé que algo saldría a relucir en los archivos.

Rebus asintió con la cabeza y sacó el tabaco.

– ¿Le importa que…?

– Mejor que no; y los árboles piensan igual.

– ¿Son amigos suyos? -preguntó Rebus, guardándose la cajetilla-. ¿Así que se enteró de lo de Trevor Guest?

– Por los periódicos. -Se quedó pensativo-. ¿Fue el miércoles? Yo no compro periódicos. Entiéndame, no tengo tiempo para eso; pero vi los titulares del Scotsman y leí que había acabado con él una especie de asesino en serie.

– Un asesino, sí -dijo Rebus.

Retrocedió un paso al ponerse Barclay de pie; pero el joven se limitó a hacerle seña de que le siguiera y echó a andar.

– Venga conmigo y se lo enseñaré -dijo.

– ¿El qué?

– Lo que le ha traído aquí.

Rebus hizo un alto, pero, finalmente, continuó andando hasta dar alcance a Barclay.

– ¿Eso está muy lejos, Duncan? -preguntó.

Barclay negó con la cabeza y siguió caminando a buen paso.

– ¿Pasa mucho tiempo en el bosque?

– Todo el que puedo.

– Me refiero a otros bosques, no sólo en éste.

– En él encuentro trozos y piezas.

– ¿Trozos y…?

– Ramas, troncos caídos.

– ¿Y la Fuente Clootie?

– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Barclay volviéndose.

– ¿Ha estado allí?

– Creo que no -contestó Barclay deteniéndose tan súbitamente que Rebus estuvo a punto de adelantarle.

El joven abrió los ojos exageradamente y se dio con la palma de la mano en la frente. Rebus advirtió sus uñas melladas y las cicatrices de los dedos propias de un artesano.

– ¡Dios bendito, ya entiendo lo que piensa! -dijo Barclay con un grito ahogado.

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