Ian Rankin - Nombrar a los muertos

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Julio de 2005: todo el mundo tiene los ojos puestos en Escocia. Los selectos dirigentes de los países del G8 se reúnen en la capital y las marchas de protesta, manifestaciones callejeras y refriegas diarias tienen desbordada a la policía. Pero un agente continúa en excedente al margen de todo. Al inspector Rebus le dejan marginado por temor a que cree problemas a la superioridad en estas cruciales circunstancias. Pero todo cambia a raíz de la caída nocturna de un joven político desde las murallas del Castillo de Edimburgo, hecho que sitúa a Rebus en primer plano. Hay que demostrar el suicidio, y rápido, para que no robe páginas al acontecimiento principal. Pero el caso queda rápidamente ensombrecido por otro peligro más mortífero. Una serie de misteriosas claves dejadas en un bosque cercano en las afueras de Edimburgo comienzan a apuntar a un asesino en serie, un criminal dedicado a matar a violadores recién puestos en libertad.
Las autoridades se apresuran a que no trascienda ninguno de los dos casos por temor a que desplacen el interés informativo de una reunión de tan global importancia. Pero Rebus no es de los que se atengan al reglamento y cuando su colega, la agente Siobhan Clarke, se encuentra envuelta en desentrañar la identidad del antidisturbios que agredió a su madre, todo parece indicar que Rebus y Clarke van a verse enfrentados en un conflicto y, en consecuencia, antes de que concluya la agitada semana, tendrán que adoptar decisiones que les pueden afectar para siempre.

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– Soy una buena agente -repitió en voz baja y a continuación, limpiando el vaho del espejo, añadió-: Contra toda evidencia.

* * *

Segundo y último desvío: la comisaría de Craigmillar. McManus ya estaba trabajando.

– Muy concienzudo -dijo Rebus entrando en el DIC.

Allí no había nadie más. McManus iba vestido de modo informal con camisa deportiva y vaqueros.

– ¿Qué le trae por aquí? -preguntó McManus humedeciéndose un dedo y pasando una página del informe que estaba leyendo.

– ¿Son los resultados de la autopsia? -dijo Rebus.

– Sí; acabo de llegar -contestó McManus asintiendo con la cabeza.

– Siempre lo mismo -comentó Rebus-. El sábado, con la muerte de Ben Webster, me encontraba en la misma situación que usted.

– No es de extrañar que el profesor Gates estuviera disgustado; dos sábados seguidos…

Rebus se había acercado a la mesa de McManus.

– ¿Hay conclusiones?

– Cuchillo de sierra con una anchura de hoja de siete octavos de pulgada. Gates dice que se usa mucho para cocinar.

– Exacto. ¿Sigue Keith Carberry detenido?

– Ya conoce el reglamento, John. Transcurridas seis horas, o hay cargos imputables, o a la calle.

– ¿Quiere decir que no le imputan nada?

McManus alzó la vista del informe.

– Él ha negado su intervención y tiene la coartada de que se encontraba jugando al billar; hay siete u ocho testigos.

– Seguro que todos ellos son buenos amigos suyos.

McManus se encogió de hombros.

– En la cocina de su madre hay muchos cuchillos, pero no falta ninguno. Nos los llevamos todos para hacer un análisis.

– ¿Y la ropa de Carberry?

– Se ha examinado también y no hay restos de sangre.

– Lo que quiere decir que queda descartada; como el cuchillo.

McManus se recostó en la silla.

– ¿Quién lleva la investigación, Rebus?

Rebus alzó las manos en gesto conciliador.

– Sólo pensaba en voz alta. ¿Quién interrogó a Carberry?

– Yo personalmente.

– ¿Cree que es culpable?

– El chico se mostró sinceramente sorprendido cuando le dijimos que Tench había muerto. Pero en el fondo de sus repugnantes ojos azules me pareció detectar algo.

– ¿El qué?

– Miedo.

– ¿Por estar detenido?

McManus negó con la cabeza.

– Miedo a decir algo.

Rebus se dio la vuelta para que McManus no detectara nada en sus ojos. Decía que Carberry no había sido… ¿Volvía eso a convertir a Cafferty en sospechoso? ¿Estaba el joven asustado por lo mismo y, creyendo que Cafferty se había cargado a Tench, pensaba que iba a ser el próximo?

– ¿Le preguntó por qué espiaba al concejal?

– Declaró que le esperaba para darle las gracias.

– ¿De qué? -inquirió Rebus volviéndose otra vez hacia McManus.

– Por su apoyo moral al pagarle la fianza por alteración del orden.

– ¿Usted se lo cree? -replicó Rebus con un bufido.

– No necesariamente, pero no existía motivo para mantenerle detenido. -McManus hizo una pausa-. El caso es que, cuando le dijimos que podía irse, le vimos titubeante, aunque procuró disimularlo. Salió de aquí mirando a derecha e izquierda como temiéndose algo y echó a correr como una liebre. -McManus hizo otra pausa-. ¿Entiende lo que quiero decir, Rebus?

Rebus asintió con la cabeza.

– Más liebre que zorro.

– Sí, algo así… Lo cual me hace pensar si no me oculta algo.

– Para mí sigue siendo sospechoso.

– En eso, de acuerdo -comentó McManus levantándose de la silla y mirando a Rebus fijamente-. Pero ¿es solamente él a quien hay que interrogar?

– Los concejales tienen enemigos -sentenció Rebus.

– Según la viuda, Tench le incluía a usted entre ellos.

– Esa mujer se equivoca.

McManus ignoró su respuesta y se limitó a cruzarse de brazos.

– Y cree también que vigilaban su casa y que no era Keith Carberry. La descripción que dio fue de un hombre canoso con un cochazo. ¿No le parece que podría ser Big Ger Cafferty?

Rebus alzó los hombros.

– Otra historia que me ha llegado -añadió McManus acercándose a Rebus- se refiere a usted y a un hombre que corresponde a esa misma descripción, haciendo acto de presencia en una reunión del centro parroquial hace unos días. El concejal tuvo unas palabras con ese tercer hombre. ¿Algo que explicarme, Rebus?

Lo tenía tan cerca que Rebus notó su respiración en la mejilla.

– En casos como éste corren muchos rumores -replicó.

McManus se limitó a sonreír.

– Yo nunca he tenido un caso como éste, Rebus. Gareth Tench era querido y apreciado y hay muchos amigos suyos indignados por su muerte que piden explicaciones. Y algunos muy influyentes se han ofrecido a ayudarme en lo que sea.

– Enhorabuena.

– Y es una oferta difícil de rehusar -prosiguió McManus-. Es decir, que quizá sea una oportunidad única -añadió retrocediendo un paso-. Por tanto, inspector Rebus, a la vista de la situación, ¿hay algo que quiera decirme?

No había manera de implicar a Cafferty sin enredar a Siobhan y, por tanto, previamente tenía que estar seguro de que no resultara afectada.

– Creo que no -respondió Rebus cruzando los brazos, al tiempo que McManus asentía con la cabeza.

– Prueba de que me oculta algo.

– ¿Ah, sí? -replicó Rebus metiendo las manos en los bolsillos-. ¿Y usted a mí? -añadió volviéndole la espalda camino de la puerta, dejándole con la duda de en qué momento exactamente había decidido cruzarse de brazos.

* * *

Era un día agradable para ir en coche, a pesar de que la mayor parte del viaje lo había hecho a la zaga de un camión. Fue al sur hasta Dalkeith y de allí a Coldstream. En Dun Law, la carretera cruzaba un parque eólico y era la primera vez que Rebus veía aquellas aspas. Había ovejas y vacas pastando y faisanes y liebres atropellados en el asfalto. Las aves de presa surcaban el cielo, posándose en las vallas. Ochenta kilómetros después llegaba a Coldstream y, tras cruzar el pueblo y un puente, se vio de pronto en Inglaterra. Un indicador le informó que estaba sólo a noventa kilómetros de Newcastle. Dio la vuelta en el aparcamiento de un hotel, volvió a cruzar la frontera y aparcó junto al bordillo. Había una comisaría enmascarada como una de tantas casas con tejado a dos aguas y una puerta azul, con un letrero indicando que sólo abría en días laborables de nueve a doce. En la calle principal de Coldstream proliferaban los bares y las tiendas y coches de excursionistas llenaban en su mayor parte el poco espacio de la calzada. Un autobús de Lesmahagow descargaba su locuaz contingente de turistas frente al Ram's Head, pero él les tomó la delantera y pidió medio whisky del mejor. Miró a su alrededor y vio que habían juntado las mesas para el almuerzo. En la barra había bocadillos y pidió uno de queso y escabeche.

– Tenemos también sopa de pollo con puerros -dijo la camarera.

– ¿De lata?

La mujer chasqueó la lengua.

– ¿Cree que pretendo envenenarle?

– Pues sírvamela -añadió él sonriendo.

Mientras la mujer hacía el pedido a la cocina, Rebus estiró la espalda, flexionando hombros y cuello.

– ¿Adónde va usted? -preguntó la mujer de vuelta a la barra.

– Aquí -contestó él, pero antes de que pudiera entablar conversación comenzaron a entrar los pasajeros del autobús.

La mujer volvió a dar una voz a la cocina y salió una camarera libreta en mano.

El propio cocinero, rubicundo y orondo, sirvió la sopa a Rebus, poniendo los ojos en blanco al ver tanta gente.

– Adivine cuántos querrán empanada -comentó.

– Todos -dijo Rebus.

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