Ian Rankin - Nombrar a los muertos

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Julio de 2005: todo el mundo tiene los ojos puestos en Escocia. Los selectos dirigentes de los países del G8 se reúnen en la capital y las marchas de protesta, manifestaciones callejeras y refriegas diarias tienen desbordada a la policía. Pero un agente continúa en excedente al margen de todo. Al inspector Rebus le dejan marginado por temor a que cree problemas a la superioridad en estas cruciales circunstancias. Pero todo cambia a raíz de la caída nocturna de un joven político desde las murallas del Castillo de Edimburgo, hecho que sitúa a Rebus en primer plano. Hay que demostrar el suicidio, y rápido, para que no robe páginas al acontecimiento principal. Pero el caso queda rápidamente ensombrecido por otro peligro más mortífero. Una serie de misteriosas claves dejadas en un bosque cercano en las afueras de Edimburgo comienzan a apuntar a un asesino en serie, un criminal dedicado a matar a violadores recién puestos en libertad.
Las autoridades se apresuran a que no trascienda ninguno de los dos casos por temor a que desplacen el interés informativo de una reunión de tan global importancia. Pero Rebus no es de los que se atengan al reglamento y cuando su colega, la agente Siobhan Clarke, se encuentra envuelta en desentrañar la identidad del antidisturbios que agredió a su madre, todo parece indicar que Rebus y Clarke van a verse enfrentados en un conflicto y, en consecuencia, antes de que concluya la agitada semana, tendrán que adoptar decisiones que les pueden afectar para siempre.

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Rebus distaba mucho de pensar lo mismo.

Lo que no había impedido que el libro fuese un éxito sonado, no sólo en Escocia sino fuera de ella, en Estados Unidos, Canadá, Australia, amén de las traducciones a dieciséis idiomas. Durante cierto tiempo no podía leer el periódico sin tropezarse con el tema. Había obtenido un par de premios y espacio en programas de debate de la televisión. No bastaba con que Cafferty hubiera dedicado toda su vida a hacer mal a la gente y a la sociedad, a sembrar el terror, era un famoso en toda regla.

Ella le envió un ejemplar del libro, pero Rebus lo devolvió al remitente. Después, dos semanas más tarde salió a comprar uno a mitad de precio en Princes Street. Lo hojeó pero no tuvo ánimo de leerlo. Nada le daba más náuseas que el arrepentimiento.

– Diga.

– Mairie, soy John Rebus.

– Perdone, el John Rebus que yo conozco está muerto.

– Vamos, no es para tanto.

– ¡Me devolviste el libro! ¡Después de que te lo había dedicado y todo!

– ¿Me lo habías dedicado?

– ¿Ni siquiera leíste la dedicatoria?

– ¿Qué decía?

– Decía: «No sé qué querrás, pero que te zurzan».

– Lo siento, Mairie. Te ofrezco un desagravio.

– ¿A cambio de un favor?

– ¿Cómo lo has adivinado? -dijo sonriendo-. ¿Vas a la marcha?

– Me lo estoy pensando.

– Te invitaría a una hamburguesa sin carne.

– Hace tiempo que dejé de ser una cita tan barata -replicó ella con un bufido.

– Y a una taza de descafeinado.

– ¿Qué demonios quieres, John? -preguntó con voz fría pero algo más condescendiente.

– Necesito datos sobre una firma llamada Pennen Industries. Era contratista del Ministerio de Defensa. Creo que esta semana están en Edimburgo.

– ¿Y a mí qué me aporta?

– A ti no, pero a mí sí. -Hizo una pausa para encender un cigarrillo y expulsó humo mientras hablaba-. ¿Te has enterado de lo del amigo de Cafferty?

– ¿Qué amigo? -replicó ella como haciéndose la desinteresada.

– Cyril Colliar. Ha aparecido el trozo que faltaba de su cazadora.

– ¿Con la confesión escrita? Ya me dijo Cafferty que tú nunca abandonas.

– Pensé que debía decírtelo. No es de dominio público.

Ella guardó silencio un instante.

– ¿Y Pennen Industries?

– Eso es algo totalmente distinto. ¿Has oído hablar de Ben Webster?

– He leído la noticia.

– Pennen pagaba su estancia en el Balmoral.

– ¿Y?

– Y me gustaría saber algo más sobre esa empresa.

– El nombre del director es Richard Pennen -dijo ella riendo, imaginándose su estupor-. ¿Has oído hablar de Google?

– ¿Lo has buscado mientras hablábamos?

– ¿Tú tienes ordenador en casa?

– Me he comprado un portátil.

– Pues tendrás Internet.

– En teoría -admitió él-. Pero sólo soy especialista en jugar a Minesweeper.

Ella se echó a reír otra vez y Rebus comprendió que iba a restablecerse la relación. Oyó un silbido y entrechocar de copas de ruido de fondo.

– ¿En qué café estás? -preguntó.

– En el Montpelier. La calle está llena de gente vestida de blanco.

El Montpelier estaba en Bruntsfield, a cinco minutos en coche.

– Puedo acercarme y te invito a ese café que he dicho. Y me enseñas cómo funciona el portátil.

– Yo ya me marcho. ¿Quieres que nos veamos después en los Meadows?

– No especialmente. ¿Y si tomamos una copa?

– Quizás. Veré lo que puedo averiguar sobre Pennen y te llamaré cuando lo tenga.

– Eres un sol, Mairie.

– Y una superventas por añadidura -Hizo una pausa-. Oye, Cafferty entregó sus haberes a obras de beneficencia.

– Bien se puede permitir ser generoso. Hasta luego.

Cortó la comunicación y optó por comprobar los mensajes. Sólo tenía uno. La voz de Steelforth masculló una docena de palabras y Rebus cerró el aparato. La amenaza truncada resonó en su cabeza mientras se acercaba al tocadiscos para llenar el cuarto con música de los Groundhogs.

«No se las dé de listo conmigo, Rebus, o acabará con…»

* * *

– «… Los huesos principales rotos» -dijo el profesor Gates, encogiéndose de hombros-. Con semejante caída ¿qué puede esperarse?

Estaba practicando la autopsia porque Ben Webster era noticia y un caso urgente que todos deseaban ver cerrado lo antes posible.

– Un claro dictamen de suicidio -había dicho momentos antes Gates.

Le secundaba en la autopsia el doctor Curt, pues, según la ley escocesa, era necesaria la presencia de dos patólogos para corroborar los resultados y que todo estuviera claro ante el juez. Gates era el más robusto de los dos, con un rostro marcado por venillas, nariz deforme por su pasión juvenil por el rugby -según su versión- o alguna pelea estudiantil adversa. Curt, cuatro o cinco años más joven que él, era algo más alto y mucho más delgado. Ambos eran catedráticos de la Universidad de Edimburgo. Ahora, terminado el curso, habrían podido estado tomando el sol en cualquier lugar, pero nunca se les había visto de vacaciones, como si tanto uno como otro lo hubiesen considerado signo de debilidad.

– ¿No va a la marcha, John? -preguntó Curt.

Estaban los tres en torno a una mesa de acero en el depósito de cadáveres de Cowgate. Detrás de ellos, un ayudante movía recipientes e instrumentos metálicos que emitían diversos ruidos y chirridos.

– Para mí tiene poco aliciente -contestó Rebus-. El lunes sí que me echaré a la calle.

– Con los demás anarquistas -añadió Gates, haciendo una incisión al cadáver.

El depósito tenía una zona de espectadores algo más retirada y separada por un panel de metacrilato, donde se situaba habitualmente Rebus, pero Gates había dicho que «como era fin de semana, podían prescindir de formalismos». No era la primera vez que Rebus veía las interioridades de un cadáver, pero, de todos modos, desvió la mirada.

– ¿Qué edad tenía, treinta y cuatro o treinta y cinco años? -preguntó Gates.

– Treinta y cuatro -confirmó el ayudante.

– Y bastante bien llevados, teniendo en cuenta…

– La hermana comentó que era aficionado a correr y a nadar y que iba al gimnasio.

– ¿Es ella quien le ha identificado? -preguntó Rebus.

– Sus padres han muerto. '

– Lo publicaron los periódicos, ¿verdad? -añadió Curt arrastrando las palabras sin quitar ojo de las manipulaciones de su colega-. ¿Está bien afilado el escalpelo, Sandy?

Gates no contestó.

– La madre murió cuando entraron a robar a la casa. Una verdadera desgracia. Y el padre fue incapaz de vivir sin ella.

– Se dejó morir, ¿verdad? -añadió Curt-. ¿Quieres que siga yo, Sandy? No me extraña que estés cansado con la semana que hemos tenido.

– Deja de dar la lata.

Curt lanzó un suspiro y se encogió de hombros mirando a Rebus.

– ¿La hermana vino desde Dundee? -le preguntó Rebus al ayudante.

– Trabaja en Londres. Es policía y muy guapa, no como otros.

– Te quedas sin regalo del día de San Valentín -espetó Rebus.

– Mejorando lo presente, por supuesto.

– Pobre muchacha -comentó Curt-. Perder a toda la familia…

– ¿Estaban muy unidos? -añadió Rebus sin poder evitar la pregunta, que causó extrañeza en Gates, quien alzó la vista; pero Rebus permaneció imperturbable.

– Creo que últimamente no se veían mucho -dijo el ayudante.

«Como Michael y yo.»

– En cualquier caso, se encuentra muy afectada.

– Pero no habrá venido sola, ¿verdad? -inquirió Rebus.

– No había nadie con ella en la identificación -respondió el ayudante como si no tuviera importancia-. Después, la acompañé yo a la sala de espera y le ofrecí una taza de té.

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