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Ian Rankin: El jardínde las sombras

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Ian Rankin El jardínde las sombras

El jardínde las sombras: краткое содержание, описание и аннотация

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– ¿Es ésa su conclusión?

– Es la verdad. No se trata de ninguna conjura ni de un encubrimiento.

Oyó un suspiro.

– No tiene mayor consecuencia, inspector. Lo enojoso es que hemos perdido otro.

– A usted Villefranche le tiene sin cuidado, ¿no es eso? Sólo le importa la Ruta de Ratas.

– Por Villefranche ya nada puede hacerse.

Rebus respiró hondo.

– Vino a verme un tal Harris del Servicio de Inteligencia británico que encubre a determinados personajes supervivientes de la Ruta de Ratas, e incluso a sus hijos. Dígale a Mayerlink que siga investigando.

Se hizo un silencio.

– Gracias, inspector.

Rebus iba con El Comadreja en el asiento trasero del Jaguar. Conducía un tipo al que le faltaba un buen trozo de la oreja izquierda, lo que de perfil le confería aspecto de duendecillo, aunque no era cuestión de arriesgarse a decírselo a la cara.

– Ha cumplido -dijo El Comadreja-. El señor Cafferty está contento.

– ¿Desde cuándo le tenéis?

– No se le escapa nada, Rebus -dijo El Comadreja sonriendo.

– Los Rangers me propusieron el fichaje. ¿Cuánto hace que le tenéis?

– Unos días. Teníamos que asegurarnos de que era él, ¿no le parece?

– ¿Y ya estáis seguros?

– Totalmente.

Rebus contempló por la ventanilla las tiendas, los peatones y los autobuses. Iban en dirección de Newhaven y Granton.

– ¿No habréis cogido a un desgraciado como chivo expiatorio?

– No, es él.

– Estos días os podríais haber dedicado a sacarle las respuestas pertinentes.

– ¿Por ejemplo? -dijo El Comadreja sonriendo.

– Si estaba a sueldo de Telford.

– ¿Y no de Cafferty, quiere decir? -Rebus miró furioso a El Comadreja, quien se echó a reír-. Yo creo que usted mismo se dará cuenta de que es él.

La manera de decirlo le produjo a Rebus un escalofrío.

– Está vivo, ¿no?

– Ah, sí. Por cuánto tiempo… es asunto suyo.

– ¿Crees que quiero verle muerto?

– Estoy convencido. Usted no fue a ver al señor Cafferty para pedir justicia, sino venganza.

Rebus le miró.

– No pareces tú.

– ¿Quiere decir que no parezco mi imagen? Son dos cosas totalmente distintas.

– ¿Y cuántos personajes hay detrás de la imagen?

Can You See tbe Real Me [4], de los Who.

El Comadreja volvió a sonreír.

– Yo simplemente opino que es algo que tiene bien merecido después de todas las molestias que se ha tomado.

– No creas que he hundido a Telford sólo por complacer a tu jefe.

– De todos modos… -El Comadreja se aproximó a Rebus en el asiento-. Por cierto, ¿cómo sigue Sammy?

– Ya está bien.

– ¿ Convaleciente?

– Sí.

– Lo celebro. El señor Cafferty se alegrará. Está un poco decepcionado porque no ha ido usted a verle.

Rebus sacó un periódico del bolsillo doblado por un titular: PUÑALADA MORTAL EN LA CÁRCEL.

– ¿Es cosa de tu jefe? -preguntó tendiéndole el diario.

El Comadreja fingió leerlo: «Un recluso de veintiséis años natural de Govan… muerto en su celda de una puñalada en el corazón… no hay testigos ni se ha decubierto el arma a pesar del minucioso registro». Qué poco cuidado -comentó chasqueando la lengua.

– ¿Estaba a sueldo para matar a Cafferty?

– ¿Sí? -replicó El Comadreja con cara de sorpresa.

– A la mierda -exclamó Rebus volviendo a mirar por la ventanilla.

– Por cierto, Rebus, si decide no llevar a juicio al del Rover…

El Comadreja le tendió un objeto: un destornillador afilado con el mango forrado de cinta adhesiva. Rebus lo miró asqueado.

– Lo he limpiado de sangre -dijo El Comadreja y volvió a reírse.

Rebus se sentía como si lo llevaran al infierno. Se veían ya las aguas grises del Firth of Forth con Fife al fondo. Entraron en una zona de muelles, gasómetros y naves destinada a la ampliación del polígono industrial de Leith. La ciudad estaba destripada; de un día para otro cambiaban las direcciones de circulación y las obras de infraestructura, y en los tajos de construcción la maquinaria no paraba. El Ayuntamiento, siempre lloriqueando por los números rojos, tenía toda clase de proyectos para alterar todavía más la ciudad que regía.

– Ya estamos llegando -dijo El Comadreja.

Rebus se preguntó si cabía dar vuelta atrás.

Pararon ante el portón de unos almacenes. El que conducía abrió el candado y quitó la cadena para dar paso al coche y El Comadreja le ordenó que aparcase detrás de unas naves. Rebus vio una furgoneta blanca muy oxidada con los cristales traseros pintados, viable para coche fúnebre en caso necesario.

Al bajar del coche les azotó un viento cargado de salitre. El Comadreja se dirigió hacia una puerta, que golpeó con fuerza. Abrieron y entraron.

Era un espacio vacío inmenso que albergaba algunas cajas y unas piezas mecánicas sueltas tapadas con hule. Había dos hombres; el que les había abierto y al fondo otro de pie que no permitía ver bien una silla con un cuerpo atado. El Comadreja tomó la delantera seguido por Rebus, que trataba de controlar su respiración cada vez más agitada. El corazón le saltaba en el pecho y sus nervios se desataban por la ardua pugna de ahuyentar el odio.

Cuando estaban a tres metros de la silla, El Comadreja hizo un gesto con la cabeza, el hombre se apartó y ante los ojos de Rebus apareció un niño con cara de espanto.

Un niño de nueve o diez años.

Tenía un ojo amoratado, sangre reseca en la nariz y contusiones y rozaduras en sus carrillos y barbilla. El labio partido ya le cicatrizaba. Tenía los pantalones rotos por las rodillas y le faltaba un zapato.

Y apestaba, como si se hubiese orinado o algo peor.

– ¿Qué coño es esto? -preguntó Rebus.

– El cabroncete que robó el coche y perdió los nervios en el semáforo y se lo pasó a toda hostia, pero se le fue el pie de los pedales porque apenas llegaba a ellos. Éste es el culpable -añadió El Comadreja acercándose al crío y poniéndole una mano en el hombro.

Rebus miró las tres caras que le rodeaban.

– ¿Os parece gracioso como broma?

– No es ninguna broma, Rebus.

Miró al niño. Tenía churretones en la cara y los ojos enrojecidos de llorar. Le temblaban los hombros porque le habían atado las manos al respaldo de la silla y los tobillos a las patas.

– Por… favor, señor… -exclamó con voz seca y quebrada-. Yo…, Por favor…, ayúdeme…

– Birló el coche -dijo El Comadreja-, la atropello y salió corriendo asustado hasta que lo dejó cerca de donde vive y se llevó el casete y las cintas. Sólo quería el coche para una carrera. Echan carreras por las carreteras en construcción. Este enano sabe hacer un puente en diez segundos -añadió frotándose las manos-. Bien…, ahí lo tiene.

– Ayúdeme…

Rebus recordó la pintada: «No ayudáis». El Comadreja hizo un gesto con la cabeza a uno de los hombres y éste sacó un zapapico.

– O el destornillador -dijo-. O lo que quiera. Usted manda -añadió con una leve reverencia.

A Rebus no le salían las palabras.

– Cortad esas cuerdas.

Se hizo un silencio.

– ¡¡¡Cortad las putas cuerdas!!!

El Comadreja lanzó un resoplido.

– Ya has oído, Tony -dijo.

Se oyó el clic de una navaja automática y el hombre cortó las cuerdas como si fuesen de papel. Rebus se acercó al niño.

– ¿Cómo te llamas?

– Jo… Jordán.

– ¿De nombre o de apellido?

– De nombre -respondió el niño mirándole.

– De acuerdo: Jordán -dijo Rebus inclinándose para levantarle.

El niño se dejó hacer temblando. Pesaba poco. Rebus echó a andar a su lado.

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