Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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Eso o esperar a que bajaran todos. La ventaja del segundo plan era que sabrían a cuántos se enfrentaban, y la del primero, que la mayor parte de la banda quedaría empaquetada dentro del camión y resultaría más fácil reducirlos.

Claverhouse había optado por el primer plan.

En cuanto el camión parase el motor dentro de la fábrica entrarían en acción los coches patrulla y los camuflados para bloquear la salida y permanecer a la expectativa mientras actuaban Claverhouse, desde una ventana del primer piso con el megáfono, y los tiradores distribuidos por el tejado y las ventanas de la planta baja. «Negociación impuesta», según palabras de Claverhouse.

– Ya les abre Jack el portón -dijo Rebus atisbando por la ventanilla.

Rugió el motor y el camión arrancó con un respingo.

– Ese chofer está un poco nervioso -comentó Clarke.

– O no tiene práctica en conducir camiones pesados.

– Ya están dentro.

Rebus miró la radio con deseo de que rompiera a hablar. Clarke había movido la llave de contacto hasta cerca de la posición de encendido y Jack Morton, que atendía a la maniobra de entrada del camión, dirigió una mirada hacia una fila de coches aparcados enfrente.

– Ya falta poco…

Las luces de los frenos del camión se iluminaron para volver a apagarse y se oyeron los frenos neumáticos.

De la radio brotó un: «¡Ahora!».

Clarke encendió el motor y aceleró al tiempo que otros cinco coches hacían lo propio. El aire de la noche se saturó de pronto del humo de los tubos de escape y con un estruendo semejante al de la salida de una carrera de deportivos. Rebus bajó el cristal de la ventanilla para oír mejor la propuesta de Claverhouse por el megáfono al tiempo que el coche de Clarke llegaba el primero ante el portón de la fábrica y ellos dos se bajaban de un salto y se parapetaban detrás.

– El camión no ha parado el motor -susurró Rebus.

– ¿Qué?

– ¡Que el camión sigue con el motor en marcha!

Se oyó la voz de Claverhouse parecida a un gorjeo, en parte por los nervios y en parte por deficiencias del megáfono: «Fuerzas de policía armadas. Abran la puerta del vehículo y vayan saliendo de uno en uno con los brazos en alto. Repito: fuerzas de policía armadas. Tiren las armas antes de salir. Repito: tiren las armas».

– ¡Anda, hombre -profirió Rebus-, di que apaguen el puto motor!

Claverhouse: «La salida está bloqueada, no tienen escapatoria y no queremos disparar».

– Diles que tiren la llave de contacto -farfulló Rebus lanzándose dentro del coche a coger el micrófono-. ¡Claverhouse, diles que tiren la puta llave!

Con el parabrisas escarchado no veía nada, pero oyó que Clarke gritaba:

– ¡Sal de ahí!

Vio las luces blancas del camión que daba marcha atrás hacia la salida con el motor rugiente a toda potencia patinando entre bandazos.

Sonó una explosión que hizo saltar por los aires ladrillos de la fachada de la fábrica. Rebus soltó el micrófono pero se le enganchó el brazo en el cinturón de seguridad y cuando por fin logró saltar al suelo oyó gritar a Clarke.

Un segundo después, el camión chocaba con el coche produciendo un estruendo de hierros retorcidos y vidrios rotos y, por el efecto dominó, el coche de Clarke embestía al de detrás y la calle se convertía en una pista de patinaje en donde los coches policiales chocaban en cadena.

Claverhouse volvió a hablar por el megáfono medio sofocado por la polvareda:

– ¡No disparen! ¡No disparen! ¡Hay agentes cerca!

Vaya, ahora sólo faltaría que los tirotearan los suyos. De los coches salían a gatas hombres y mujeres resbalando y tambaleándose, algunos arma en mano pero sin saber qué hacer. Las puertas traseras del camión, abolladas por el choque, se abrieron y siete u ocho hombres saltaron y emprendieron la huida. Otros dos, pistola en mano, hicieron tres o cuatro disparos.

Tiros, carreras, gritos por el megáfono. Un balazo destrozó el cristal de la garita de control de la entrada. Rebus no veía a Jack Morton… ni a Siobhan desde el trozo de césped en que estaba tirado cubriéndose la cabeza con las manos en la clásica e inútil postura de protección-defensa. Unos reflectores iluminaron la zona y uno de los pistoleros apuntó hacia ellos: era Declan, el de la tienda. Otros miembros de la banda corrían calle abajo escopeta en mano. Rebus reconoció a un par de ellos: Ally Cornwell y Deek McGrain. Las luces seguían apagadas, naturalmente, y eso les facilitaba la huida. ¿Por qué no llegaban los coches del almacén de materiales de construcción?

En ese preciso momento doblaron la esquina con toda la luminaria y haciendo sonar las sirenas. En los pisos se encendieron luces y vieron vecinos desempañando el vaho de las ventanas. Rebus tenía delante de la nariz unas briznas de hierba cubiertas de artística escarcha, vio que su respiración la derretía rápidamente, pero a él se le helaba la frente. Ahora salían corriendo los tiradores de la fábrica iluminada como un blanco perfecto.

Vio a Siobhan Clarke a cubierto tumbada detrás de un coche. Bien.

A su lado había otra policía agachada herida en una rodilla; Siobahn se la tocó y retiró la mano llena de sangre.

Pero seguía sin localizar a Jack Morton.

Los pistoleros respondían al fuego con descargas que destrozaban los parabrisas. Dieron orden de evacuar el primer coche y cuatro de la banda subieron a él.

Desalojaron el segundo coche y lo ocuparon otros tres gángsteres. No tenían parabrisas pero funcionaban y se alejaron en ellos dando gritos de contento y enarbolando sus armas. Los dos pistoleros restantes seguían allí mirando a un lado y otro atentos a la situación. ¿Pensarían hacer frente a los tiradores? Tal vez. Tal vez quisieran medir sus fuerzas. Hasta aquel momento la suerte no les había sido muy adversa. Claverhouse: «Cuanto menos intervenga la suerte, mejor».

Rebus se puso de rodillas y luego se incorporó sin ponerse en pie del todo. Se sentía moderadamente seguro. Al fin y al cabo, también él había tenido suerte. Habían escapado siete hombres en dos coches de policía y quedaban dos. ¿Dónde estaba el décimo?

– ¿Te encuentras bien, Siobhan? -preguntó en voz baja sin quitar ojo de los pistoleros.

– Estoy bien -respondió Clarke-. ¿Y tú?

– Bien.

Rebus se alejó hacia la cabina del camión. Vio al conductor inconsciente doblado sobre el volante y sangrando por la herida resultante de la colisión. En el otro asiento había un tubo parecido a un lanzagranadas que al dispararse había abierto aquel enorme boquete en la fachada. Registró al conductor: no llevaba armas, le tomó el pulso y comprobó que era normal. Le miró la cara y reconoció a uno de los asiduos al salón de recreativos, un muchacho de unos diecinueve o veinte años. Sacó las esposas, le dejó sujeto al volante y tiró el lanzagranadas al asfalto.

Luego, se dirigió al portón, donde encontró tumbado boca abajo a Jack Morton sin gorra y cubierto de trozos de vidrio. Una bala le había atravesado el bolsillo derecho de la pechera del uniforme y su pulso era débil.

– ¡Dios, Jack…!

En la cabina había un teléfono, marcó el 999 y pidió una ambulancia.

– ¡Fuerzas de policía en la factoría Maclean's de Slateford Road! -dijo sin apartar la vista de su amigo.

– ¿En qué número de Slateford Road?

– En cuanto enfilen la calle no tiene pérdida.

Rodeaban la cabina cinco tiradores con uniforme negro apuntándole, pero viendo que no soltaba el teléfono y que les decía que no con la cabeza continuaron al ver que afuera los dos pistoleros se disponían a escapar en un coche patrulla. Les dieron el alto, pero ellos respondieron con una descarga y Rebus volvió a agazaparse. Los tiradores respondieron al fuego y durante un momento hubo un ruido ensordecedor.

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