– No pienso dejar que lo descubran, y, para serle sincero, reverendo, no creo que lleguemos. No si Havenbrook está ocupado por quien creo.
Martin frunció el ceño.
– ¿Por quién?
– El mal, caballeros. El mal encarnado. Se hace llamar Ob y parece un zombi normal y corriente, pero habla con autoridad y arrogancia, como si fuese más listo que el resto. Entre susurros, me habló de cosas que… -hizo una pausa, movió la cabeza y continuó-. Creo que es una especie de líder.
Hasta entonces, Jim había permanecido en silencio mientras Baker hablaba. Pero cuando terminó, se dirigió a él.
– Así que es de Hellertown. Eso está cerca de donde se encuentra mi hijo. ¡Está a menos de una hora! ¿Cómo está tan seguro de que planean marcharse mañana por la mañana?
– Estoy prácticamente convencido de que es lo que pretenden. Schow dio órdenes a ese respecto antes de devolverme aquí. Empezarán a prepararlo todo antes del alba.
Jim se dirigió a Haringa.
– Hellertown está a unas dos horas en coche. ¿Cuánta gente hay en este campamento?
– ¿Contando los soldados y los civiles? -Hizo una pausa y se limpió las gafas con su camisa-. Diría que unos ochocientos.
Jim silbó.
– Esto es un montón de gente. ¿Cómo van a transportarlos a todos?
– No lo sé -admitió el profesor-. En otras ocasiones nos han hecho caminar delante de los convoyes, como si fuésemos cebo. Así, si hay zombis acechando, nos atacan a nosotros primero.
– No creo que hagan eso hasta llegar a Hellertown -dijo Jim-. Tardarían días.
Baker se quitó las botas y empezó a masajearse los pies.
– Schow parece impaciente, no creo que se conforme con avanzar a ese ritmo. Querrá llegar cuanto antes.
– Tienen camiones -dijo Haringa-. Al menos dos docenas de remolques, reforzados y preparados desde que empezó el alzamiento, además de un montón de esos camiones de la Guardia Nacional que se suelen ver por la carretera, ¿me explico? No sé cómo se llaman.
– ¿Los que tienen el techo de lona y transportan soldados en la parte trasera? -preguntó Martin.
– Sí, de ésos. Y Humvees, que también han mejorado.
– Humvees, Bradleys y unos cuantos tanques. Los Humvees son tan rápidos como un coche, pero supongo que los tanques serán algo más lentos. También tienen un helicóptero y unos cuantos coches y camiones civiles. Incluso un par de motos, pero no creo que se las lleven. Son peligrosas, dejan expuesto al piloto.
Jim reflexionó.
– Ochocientos. Es un montón de gente, vamos a ser un blanco enorme.
– Pero cuantos más seamos, mejor -replicó Haringa-. Y creo que el convoy estará mejor armado que los muertos vivientes.
– No esté tan seguro -replicó Jim-. Esas cosas pueden pensar, usar armas y conducir.
– Los hemos visto tender emboscadas -añadió Martin-. Son calculadores… y mucho más astutos de lo que parece.
Baker se acordó de Allentown.
– Estoy de acuerdo. Vi cómo atacaron a una pareja como si estuviesen cazando. Y si Ob está haciendo lo que sospecho, den por sentado que habrá preparado a sus fuerzas y que se mantendrá a la espera.
– ¿Qué cree que está haciendo?
– Reuniéndolos. Creando un ejército. Durante el poco tiempo que tuve para estudiarlo, me pidió que lo liberase. Dijo que tenía que «reunir a sus hermanos». Entonces no entendí cuáles eran sus verdaderas intenciones. Pensé que sólo quería asustarme o buscar la forma de escapar, pero ahora temo que todo lo que dijo era cierto.
Callaron. A su alrededor, y exceptuando algunos ronquidos y murmullos, todo estaba en silencio.
Baker se inclinó hacia delante y habló en voz baja:
– Estoy seguro de que a estas alturas ya se han dado cuenta de que esas cosas no son nuestros seres queridos. Esas criaturas vienen de otro lugar, un lugar que está fuera de nuestro plano existencial. Ob lo llamaba «el Vacío». Quizá su verdadero nombre sea «infierno». No lo sé. Le ruego disculpas, reverendo Martin, pero nunca he sido creyente. Confío en la ciencia, no en la religión. Pero ahora todo ha cambiado. Creo que los demonios existen y que están entre nosotros. Ob me lo confirmó: me dijo que permanecen a la espera en esa dimensión y, en cuanto la vida abandona nuestros cuerpos, toman posesión de ellos. Son como parásitos: toman el control del cuerpo y lo reclaman para sí mismos. Nuestras carcasas vacías son como vehículos para ellos.
– Coincido con usted en que son demonios, profesor -dijo Martin-, pues los demonios existen. Pero si estos espíritus incorpóreos habitan los cuerpos muertos, ¿por qué comen carne humana? ¿Por qué la única forma de acabar con ellos es destruir el cerebro?
– No sé por qué comen -admitió Baker-. Quizá para convertir la carne en energía, como nosotros. O quizá sólo lo hacen para violarnos aún más. Nos odian con todo su ser, de eso estoy seguro. En cuanto al método para acabar con ellos, le he dado muchas vueltas y creo que habitan el cerebro. Piénsenlo, todas nuestras funciones corporales y motoras provienen del cerebro: el movimiento, el habla, los pensamientos, los instintos… todo, desde lo voluntario hasta lo involuntario, proviene de aquí -dijo mientras se daba golpecitos en la cabeza.
Martin se frotó la barbilla.
– ¿Así que destruyendo el cerebro vuelven a ser espíritus y tienen que buscar otro cuerpo?
– No sé si los libera o si los destruye por completo, pero espero que sea lo segundo. Si sólo les supone un problema temporal, toda la vida en este planeta está condenada y no debemos albergar ninguna esperanza.
– ¿Por qué? -preguntó Haringa-. ¿Tantos son?
– Ob se jactó de que eran más que las estrellas y más que infinitos.
Jim dio un respingo, como si le hubiesen electrocutado.
Martin le puso la mano en el hombro.
– ¿Qué pasa?
– Llevo oyendo eso toda la semana, una y otra vez. «Más que infinito.» No es nada, es un juego al que solíamos jugar Danny y yo. Yo le decía que le quería más que a la pizza de pepperoni y él que me quería más que a Spiderman, y así hasta que terminábamos diciendo que nos queríamos más que infinito.
El resto permaneció en silencio y a Jim se le atragantaron las palabras.
– Era nuestra forma de despedirnos.
* * *
Cuando volvió el segundo turno de chicas, el tercero no abandonó el gimnasio. En vez de eso, recibieron agua, un cuenco de sopa marrón y pan duro. Frankie separó los finos trozos de carne (de dudoso origen) de su caldo y los engulló en varios tragos.
Cuando terminó la comida, no se reclamó otra remesa de mujeres para el picadero. El gimnasio estaba casi lleno y Frankie se preguntó si aquello era algo habitual.
Gina, Aimee y otra mujer con pinta de rubia juerguista se dirigieron hacia ella.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Frankie.
– Se han cancelado todos los turnos de esta noche -anunció Gina-. Al parecer, quieren que los hombres descansen toda la noche. Han mandado a los barracones a todos los que no estuviesen de guardia.
– ¿Y eso por qué?
– Ésta es Julie -dijo Gina, dirigiéndose a la mujer-, y ésta es Frankie, la que derrotó a Paula.
– Guau -exclamó Julie-. ¡Qué pasada poder conocerte! Hiciste muy bien, todas la odiábamos.
– Cuéntale a Frankie lo que me has dicho -animó Gina.
– Verás, hay un soldado que siempre se lo monta conmigo. Dice que soy su favorita y creo que está enamorado o algo así, pero no me importa: es majo y sólo le tengo que aguantar unos minutos. Pero vamos, dice que se rumorea que mañana van a trasladar a la ciudad entera.
– ¿Trasladarla?
– Sí, del todo. Nos van a llevar más al norte, a una base subterránea del ejército o algo así.
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