Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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Media hora después de pasar por Harrisburg, una bandada de murciélagos no muertos se precipitó sobre otro Humvee y el joven recluta que se encontraba en la torreta sufrió un ataque de pánico y terror y cayó a la carretera en un intento desesperado por evitarlos.

Desapareció bajo las ruedas de su propio Humvee antes de que el conductor pudiera detenerse. Se quedó tirado en la carretera con las piernas destrozadas y los murciélagos devorando su carne expuesta, hasta que un soldado de un vehículo cercano decidió poner fin a su sufrimiento atropellando su mitad superior.

Habían dejado la interestatal y estaban a sólo quince kilómetros de Hellertown cuando perdieron a uno de los equipos que iba en cabeza.

El orfanato Clegg era considerado el ejemplo perfecto de cuidado infantil. Con vistas a una zona pintoresca y arbolada de la carretera que llevaba a Havenbrook, proporcionaba servicios sociales y atención física y mental a niños entregados en adopción, con un historial de abuso, vagabundos o con problemas emocionales. El orfanato tenía un historial sin tacha y tramitaba más adopciones que cualquier otro centro del país.

Cuando los muertos empezaron a volver a la vida, daba cobijo a doscientos niños.

Esos doscientos niños salieron en masa del edificio en cuanto el Humvee y el jeep que iban en cabeza pasaron ante él.

Los soldados contemplaron aterrados aquella ola de niños no muertos emergiendo de los umbrales y dirigiéndose hacia ellos.

Los disparos empezaron poco después.

Y luego, los gritos…

* * *

– Teniente, por favor, repita todo lo que ha dicho después de «problemas».

Schow se quedó mirando la radio esperando impacientemente una respuesta. Pero no se oyó nada.

– ¡Silva, restablece la conexión!

El conductor se puso a examinar la radio con una mano mientras sujetaba el volante con la otra. El vehículo de mando viró bruscamente por la carretera.

– ¡Maldita sea, Silva, mire por dónde va!

– ¡Perdón, señor!

La radió volvió a emitir la horrorizada voz de Torres. De fondo podía oírse el girar de las aspas del helicóptero.

– ¡Repito, la sección que va en cabeza está siendo atacada! ¡Repito, está siendo atacada! Están muy cerca de su posición.

– ¿Alcanza a ver Havenbrook?

– Afirmativo, señor. Pero… Dios mío…

Schow estaba cada vez más rabioso y Baker y Gusano se encogieron en sus asientos.

– ¿Cuál es su situación? -gritó a la radio.

Si Torres llegó a oírle, desde luego no respondió. En vez de eso, parecía estar dirigiéndose al piloto:

– ¿Qué coño es eso?

Primero se escuchó mucha electricidad estática, luego algo ininteligible y finalmente:

– ¡No, no es una puta nube! ¡Aléjalos del resto del convoy! ¡Es una orden!

– ¿Qué coño está pasando ahí arriba? -preguntó McFarland a voz en grito.

Nadie respondió.

* * *

En el helicóptero, el teniente segundo Torres se encogió mientras la muerte se les acercaba.

Pájaros. Una bandada de pájaros no muertos tan grande como una negra nube de tormenta cubría el cielo. Se dirigieron hacia el helicóptero como un solo ser, eclipsando el sol.

– ¡Están por todas partes! -gritó el piloto-. ¡No puedo despistarlos!

– ¡No se rinda! El resto pueden llegar a Havenbrook desde aquí, ¡pero nosotros tenemos que alejar a esas cosas del convoy!

– ¡Que les den a usted y a la orden, señor!

Torres no respondió. Cerró los ojos, metió el brazo por debajo de su camiseta y sacó sus chapas de identificación. Era un gesto que había visto hacer a los católicos con sus medallas, pero nunca había sido creyente.

Se preguntó si sería demasiado tarde para cambiarlo.

Se colocó las chapas de metal entre los dientes y las mordió con fuerza, intentando no gritar cuando la primera oleada de pájaros se estrelló contra el cristal de la cabina. Después llegó otra oleada, y otra, así hasta cinco más. Luego, una docena. Sus cabezas y picos chocaban contra el cristal, sonando como disparos.

El piloto no paraba de gritar y Torres deseó por un instante que se callase. El helicóptero empezó a girar fuera de control, dando tumbos. Torres mordió las chapas con más fuerza todavía y cerró los ojos, sabiendo que si los abría se encontraría cabeza abajo.

A su alrededor resonaba una cacofonía compuesta por los chillidos de los pájaros, el rugido del helicóptero y los gritos del piloto. Y por encima de todos, el estruendo de la caída a medida que se precipitaban hacia el suelo.

«Suena como un tren de carga a través de un túnel», pensó para sí.

Por primera vez en su vida, Torres se preguntó si habría luz al final del túnel.

El cristal de la ventana se hizo añicos y docenas de cuerpos putrefactos y emplumados se abalanzaron sobre ellos.

Dio gracias cuando el helicóptero colisionó contra el suelo y agradeció la explosión que acabó con su dolor y su vida. Se parecía mucho a una luz.

* * *

– Hemos perdido contacto con ellos, señor.

– ¿Eso cree, soldado? ¡Mire a la izquierda!

Schow apuntó a una bola de fuego que brotaba en el horizonte, tras unos árboles.

– Joder -exhaló González mientras contemplaba el humo y las llamas-. Cancelemos la operación, coronel. ¡Volvamos a Gettysburg!

Schow se revolvió en su asiento. En su enrojecida frente palpitaba una vena.

– Capitán, permanezca sentado y vigile a nuestros prisioneros o por Dios que yo mismo le dispararé. ¿Entendido?

– Sí, señor.

González hundió el cañón de su pistola en el costado de Baker.

Schow cambió de frecuencia y se dirigió al convoy.

– ¡Atención todos! Vamos a ser atacados de forma inminente, repito, de forma inminente. Quiero a todos los artilleros de las ametralladoras de calibre cincuenta en posición y francotiradores encima de los camiones ahora mismo. Vigilen a los civiles y que no escape ni uno. En cuanto al resto, quiero que todo el mundo esté preparado. ¡Vamos, caballeros!

La línea de vehículos se detuvo bruscamente y los soldados llevaron a cabo las órdenes. Los artilleros otearon el perímetro desde sus posiciones, atentos a cualquier señal de actividad. Recientes veteranos cuya única tarea antes del alzamiento era hacer ejercicios y simulacros olfatearon el aire, captando el inconfundible hedor del enemigo que se aproximaba.

No tuvieron que esperar mucho tiempo.

Los niños aparecieron al unísono desde la cima de una colina. Profirieron un horrible grito y se lanzaron a la carga, corriendo hacia la carretera que se encontraba ante ellos. Los soldados abrieron fuego y descargaron una cortina de fuego contra la horda, haciendo trizas su carne podrida. Sus miembros fueron arrancados de sus cuerpos y la carretera acabó cubierta de entrañas, pero siguieron avanzando. Los soldados apuntaron mejor y sus balas destrozaron varias cabezas; pero por cada zombi que caía, otro tomaba su lugar.

La risa de los niños muertos resonó sobre los disparos.

Blumenthal giró la torreta y gritó mientras la ametralladora tronaba:

– ¡Lleva a las chicas al picadero!

Lawson sacó la pistola y condujo a Frankie y a Julie.

– ¡Ya le habéis oído! ¡Vamos!

Julie se mantuvo firme.

– ¡Queremos quedarnos con vosotros!

– Estaréis más seguras dentro del camión -insistió Lawson-, y además, si el coronel os ve aquí, hará que nos fusilen a todos.

Las condujo a través del caos. A su alrededor resonaban los disparos y los chillidos de los no muertos, y Frankie arrugó la nariz al oler la cordita y a los zombis.

Entonces vio a uno de ellos. Una niña, no mayor de seis años. Llevaba un osito de peluche destrozado. Su vestido estampado con flores estaba sucio y rasgado, y sus brazos y piernas, hinchados y ulcerados. Sonrió, mostrando sus encías ennegrecidas, y se abalanzó sobre ellos.

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