El camión aceleró, dejando atrás a aquellos que habían caído al suelo. Dos criaturas todavía seguían a bordo, forcejeando con los prisioneros, con los chillidos de las ruedas de fondo.
Una de las zombis -una adolescente- hundió sus dientes en la nuca de uno de los hombres y se quedó colgada de él mientras éste corría en círculos intentando quitársela de encima a puñetazos. Jim consiguió abrirse paso a través de la multitud y empujó al hombre y a la criatura a través de la puerta abierta. El otro zombi se encaró con él, pero perdió el equilibrio y cayó por el mismo hueco. Jim gritó de alegría al ver cómo se abría la cabeza contra la carretera.
Martin se acercó a él sin dejar de sujetarse el pecho.
– ¿Y ahora? -alcanzó a musitar.
– Nos largamos de este camión.
El camión cogió velocidad y los zombis y sus víctimas fueron alejándose a medida que la línea amarilla trazada sobre la carretera iba convirtiéndose en un borrón.
– ¿Vas a saltar?
– Eso mismo estaba pensando -dijo Jim, asintiendo-. Esperaré a que el camión frene en una curva o algo así y saltaré.
– Jim, esto no es una película. No podrás ayudar a Danny si te rompes una pierna en el intento.
– Tiene razón, señor. -Un hombre apareció ante él. Las uñas de uno de los niños zombi le habría dejado dos profundos surcos en las mejillas y se afanaba en limpiarlas de sangre-. Se haría papilla contra la carretera si saltase a la velocidad a la que vamos.
– Voy a intentarlo. ¡No puedo quedarme aquí quieto sin hacer nada!
– ¿Y ellos? -Martin señaló hacia la puerta abierta.
Un jeep circulaba a toda velocidad tras ellos. El conductor le gritaba a la radio informando, quizá, de que las puertas del camión estaban abiertas.
– Aunque aterrizases bien, sospecho que te atropellarían o te dispararían. ¿Y cómo podrías ayudar a Danny entonces?
Jim le pegó un puñetazo a la pared del remolque.
El soldado del jeep disparó a un zombi que merodeaba por la carretera.
– Tampoco durarías mucho yendo a pie -continuó Martin-. ¿Cuántas de esas cosas hay ahí fuera? Tú mismo lo dijiste, Jim. Cuanto más nos acerquemos a las zonas pobladas, más habrá.
Jim no respondió. Se quedó mirando al jeep y después se dirigió a Martin:
– Quiero agradecerte todo lo que has hecho, amigo. -Estrechó la mano del predicador con fuerza-. No tengo palabras para expresar lo mucho que ha significado para mí.
Entonces, antes de que Martin pudiese pestañear, le soltó, dobló las rodillas y se dejó caer por la puerta del camión.
* * *
– ¿Pero qué coño?
Ford se inclinó mientras el jeep que conducía giraba al carril izquierdo.
– ¿Qué pasa, sargento?
– ¡Alguien acaba de saltar desde el camión que tengo delante! -Cogió el micrófono de la radio-. Charlie-dos-nueve, aquí seis.
– Adelante, seis. Cambio.
– Sharpes, ¿qué coño está pasando ahí?
– Intentamos comunicarles que llevaban la puerta abierta, pero tienen la radio jodida. ¿Ha visto saltar a ese tío?
– Joder, si lo he visto. Ocúpate de él.
Hubo una pausa y después se oyó:
– Sargento, ¿está seguro? ¿No cree que ya se ocuparán los zombis por nosotros?
– Ocúpate de él antes de que los demás hombres del camión tengan la misma idea. Seis, corto.
* * *
Jim cayó hecho una bola, con los talones contra las nalgas y envolviendo las rodillas con los brazos. Su padre le había hecho una demostración de esa maniobra cuando era joven, mientras le contaba historias de paracaidistas aterrizando en las junglas de Vietnam.
Aterrizó en la hierba que crecía al lado de la carretera, golpeándose el lado izquierdo del cuerpo contra el suelo. Mil pequeñas agujas de puro dolor se le clavaron por todo el cuerpo mientras daba vueltas por la cuneta, sacándole el aire de los pulmones. Siguió rodando. Cuando intentó volver a respirar, sintió como si algo se le clavase en el pecho.
Al fin se detuvo y acabó tumbado en un sumidero, vivo. Dolorido, pero vivo.
Cogió aire y, aunque seguía doliéndole hacerlo, esta vez era soportable. Consiguió incorporarse hasta ponerse a cuatro patas. No tenía nada roto, pero sangraba por la espalda y un costado y había vuelto a abrirse la herida de bala del hombro.
El camión se marchaba a toda velocidad, pero alcanzó a ver a los hombres vitoreándole, con los brazos en alto en señal de ánimo.
Entonces, una ráfaga de fuego de ametralladora salpicó el suelo, cerca de donde se encontraba, lanzando gravilla, tierra y esquirlas de roca en todas las direcciones.
Jim corrió hacia el bosque y el artillero ajustó la mira. Las balas impactaron contra el suelo que había pisado segundos antes, contra los árboles y los arbustos, mientras silbaban al hundirse en los espesos matojos y lanzaban espinas contra su cara y manos.
– Mierda -maldijo Sharpes-. He fallado.
El conductor negó con la cabeza, decepcionado.
– El sargento Ford no ha podido verlo, ese camión cisterna está en medio. ¿Quieres ir tras él de todas formas?
– Que le den, diremos que le hemos alcanzado. Además, con la de zombis que hay, ese cabrón estará muerto en cuestión de minutos.
La voz de Schow resonó por la radio.
– Tengan cuidado, hemos llegado al destino. Permanezcan a la espera.
* * *
Los vehículos que iban en cabeza frenaron a medida que el convoy entraba en el carril privado que conducía a Havenbrook. El cartel de la entrada rezaba, en el pasado:
LABORATORIOS NACIONALES HAVENBROOK EL MAÑANA, HOY HELLERTOWN, PENSILVANIA SÓLO VEHÍCULOS AUTORIZADOS
Baker recordó que había pasado por delante de él mientras huía de Ob en dirección al sur. Desde entonces, alguien había ejercido el vandalismo con el cartel: algunas palabras habían sido cubiertas de pintura negra y se habían escrito otras nuevas con un spray de pintura. Decía:
RÍOS DE SANGRE EL MAÑANA ESTÁ MUERTO EL INFIERNO, PENSILVANIA SÓLO VEHÍCULOS AUTORIZADOS POR AQUÍ, CARNE
Se detuvieron en la entrada. La verja de seguridad se extendía de izquierda a derecha y no había nadie en la garita. Schow sonrió sin apenas separar los labios.
– Bienvenidos a nuestro nuevo hogar, caballeros.
– Parece que está desierto -observó González.
– Según nuestro amigo no.
Schow dio una palmadita a Baker en la espalda y el científico respondió apartándose de él.
El resto del convoy fue deteniéndose tras ellos. El ataque les había costado dos Humvees y tres camiones de civiles. Schow aún no sabía exactamente cuántos hombres habían sobrevivido, pero consideraba que las cifras barajadas eran pérdidas aceptables. Lo único que le enfurecía era la pérdida irreemplazable del helicóptero.
A una orden suya, los tanques avanzaron, apuntando sus torretas hacia la entrada.
Ni un movimiento.
* * *
– Nos hemos parado -dijo Frankie-. Preparaos. En cuanto abran las puertas, nos largamos.
– Tendrán armas… -replicó Julie.
– Y nosotras tenemos una -la interrumpió Frankie-, y además, prefiero tragarme una bala que la polla de otro de esos cerdos.
Vio que otras dos mujeres la estaban mirando.
– Yo también -le dijo una mujer portorriqueña llamada María-. Estoy contigo.
– Y yo -anunció la otra-. Estoy lista.
– ¿Cómo te llamas?
– Meghan.
– Muy bien. -Frankie volvió a dirigirse a Julie-, María y Meghan están conmigo. ¿Y tú? Porque, si no, Julie, no eres más que la zorra que quieren que seas.
– No soy una zorra.
– Pues entonces sé una guerrera, joder. Pelea. ¡Vive!
Frankie apuntó a la puerta con la pistola y esperó.
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