Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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Trepó por una colina cubierta de maleza, se agachó y agarró una rama caída. Era tan larga como un brazo y sólida al tacto.

Una marmota, cuyas vísceras asomaban por un agujero en su costado, chilló rabiosa y lanzó varios mordiscos al aire cerca de sus talones. Jim blandió la improvisada porra contra la cabeza de la criatura, pero ésta esquivó el golpe dando un paso atrás. El segundo ataque fue aún más potente y la cabeza del animal reventó de tal forma por la fuerza del impacto que uno de sus ojos salió disparado de su órbita.

Gusano estaba pisándole los talones. Jim subió hasta la cima de la colina y se preparó para enfrentarse a él.

El bosque siguió vomitando zombis, que se dirigían hacia su posición. Primero seis, luego una docena. Después, dos docenas. Pudo oír a más seres atravesando la espesura y dirigiéndose en tropel hacia la carretera de la izquierda.

Gusano intentó darle un zarpazo, pero Jim le pegó un empujón que lo hizo caer colina abajo hasta chocar contra otras tres criaturas que se desplomaron sobre el verde suelo.

Volvió a blandir la porra, que impactó contra la mandíbula de otro zombi. Se oyó un chasquido y Jim gritó de alegría… hasta que se dio cuenta de que lo que se había roto no era la mandíbula, sino su arma.

El palo había pasado a ser una lanza, así que Jim lo utilizó como tal, estocando al ojo ictérico de la criatura. Empujó con todo el peso de su cuerpo y oyó cómo el palo penetraba la membrana con un chasquido y se hundía en el tejido blando del cerebro. Jim tiró del palo con fuerza, pero fue incapaz de sacarlo, ya que estaba completamente encajado en el cráneo del zombi. Así que lo soltó, dio media vuelta y siguió corriendo.

Volvió a dirigirse hacia la carretera, buscando desesperadamente un vehículo abandonado o, al menos, un arma que se hubiese quedado sin dueño durante la batalla. Recorrió casi medio kilómetro hasta tropezar con un soldado herido.

El hombre estaba recostado, con la espalda apoyada en un roble. Uno de sus brazos colgaba inútil en uno de sus lados y tenía las piernas rotas y cubiertas de mordiscos. Sorprendentemente, y pese al daño, estaba vivo.

Tras un instante, Jim le reconoció.

– Eh, tío -le rogó el soldado-, échame una mano. Tengo que volver a la unidad y encontrar un médico.

– Eres el soldado Miccelli, ¿verdad?

El hombre entrecerró los ojos con una mezcla de sospecha y sorpresa.

– Sí -jadeó-, ¿y tú quién eres?

– Jim Thurmond. Te recuerdo de esta mañana, deja que te ayude.

Se arrodilló e inspeccionó las piernas de Miccelli. Un pedazo de hueso astillado asomaba a través de su gemelo y Jim lo tocó con la punta del dedo.

Miccelli gritó, hundiendo sus dedos en la tierra y las hojas.

– ¡Shhhh! -le advirtió Jim-. Van a enterarse de dónde estás. ¡Están por todas partes!

– Me cago en la hostia, tío, ¡ayúdame! ¿Qué coño te pasa?

Jim apartó el fusil de Miccelli con el pie, fuera del alcance del soldado.

– Llegarán aquí en cosa de un minuto, así que tendré que protegernos a los dos. ¿Cómo se maneja este cacharro?

Gruñendo de dolor, Miccelli explicó cómo funcionaba el arma y cómo cambiar el cargador. Satisfecho, Jim se puso de pie y le apuntó con ella.

– ¿Pero qué haces, tío?

– Esta mañana, cuando te llevaste al profesor Baker antes de que subiésemos al camión, me preguntaste una cosa. ¿Recuerdas qué? ¿Eh? -Miccelli negó con la cabeza rápidamente-. Me preguntaste si quería que me pegases un tiro y me dejases tirado, ¿te acuerdas?

– Eh, tío, ¡no jodas! -había abierto los ojos de par en par al comprender quién era. Le enseñó las manos en un gesto de rendición-. ¿Por favor? ¡No me jodas, tío! ¡Si vas a dispararme, dispárame en la puta cabeza! ¡No me dispares en la tripa! ¿Qué ganarías con eso?

– Quería encontrarme con mi hijo y tú te interpusiste en mi camino.

Apretó el gatillo rápida y suavemente y los gritos de Miccelli se perdieron bajo el estruendo.

La sangre empezó a manar de su abdomen y se llevó las manos a los intestinos, tratando de contenerlos. Los tendones de su cuello y cara se tensaron al máximo por el dolor. Empezó a temblar y a castañetear los dientes.

– Hijo de puta -gimió-. Hijo de la gran puta.

– Cuéntame, Miccelli, ¿qué se siente cuando te pegan un tiro y te dejan tirado?

Jim huyó a la carrera mientras los zombis, atraídos por el disparo y los gritos de Miccelli, se dirigían hacia ellos.

Atravesó el follaje hasta llegar a la carretera y miró atrás. Les llevaba bastante ventaja a los zombis, pero aún podía verlos dirigiéndose sin demora hacia Havenbrook.

«Espero no tener que enfrentarme a todos esos.»

Desde el bosque, los gritos de Miccelli empezaron a aumentar de volumen, salpicados por las horribles carcajadas de los zombis. Pero también se oyeron los pasos de otras criaturas que se dirigían hacia su posición, pues sólo unas pocas se habían detenido a devorar al moribundo. El resto seguía avanzando. ¿Por qué? ¿Adónde iban? Después de pensarlo, concluyó que debían de estar siguiendo al convoy. Sólo un puñado de criaturas iban armadas, pero todo parecía indicar que querían seguir luchando.

Como si siguiesen órdenes de alguien…

La idea le aterró. Se colgó el fusil y echó a correr. En el pasado solía reírse de las escenas de las películas de terror en las que la víctima corría por la carretera en vez de esconderse en el bosque, pero se encontró haciendo exactamente lo mismo.

Los gritos de Miccelli le acompañaron. Más tarde se convirtieron en gemidos y, finalmente, se desvanecieron.

* * *

Encontró el tronco vacío de un roble que había sido alcanzado por un rayo hacía mucho tiempo y se escondió en su corteza seca y podrida. Esperó, al filo de la carretera, escondido en el interior del árbol, hasta que el tambaleante y podrido ejército pasó de largo.

Los zombis incluían entre sus filas a todo tipo de gente. La mayoría eran niños y adolescentes del orfanato, pero un grupo de residentes de Hellertown e incluso media docena de los soldados de Schow avanzaban también hacia su destino. Negros, blancos, hispanos y asiáticos… la muerte no hacía distingos. Unos llevaban armas, mientras que otros sólo contaban con su hambre voraz, que casi parecía flotar sobre ellos como una amenazadora nube. Algunos se movían rápidamente en tanto que otros avanzaban despacio, con sus miembros inutilizados o directamente amputados. Uno de ellos estaba en un estado particularmente lamentable, tanto, que un jirón de carne se desprendió de su pierna y quedó tirado en la carretera como una piel de plátano.

Estaban por todas partes, a su alrededor, así que Jim se acurrucó todo lo que pudo en el interior del árbol. Si le encontraban, todo habría sido en vano: su escondrijo no ofrecía ninguna salida.

Finalmente, tanto su hedor como sus gritos se desvanecieron. Se habían ido, acercándose cada vez más al que sin duda era su destino: Havenbrook.

Abandonó el árbol poco después y atravesó un pantano en el lado opuesto de la carretera. Si iba a tener lugar un enfrentamiento entre los zombis y las tropas de Schow de un momento a otro, podría pasar de largo sin llamar la atención y dirigirse hacia el norte. Si consiguiese encontrar un coche, estaría con Danny en una hora, quizá un poco más.

Avanzó a través de las aguas estancadas, que le cubrían hasta los tobillos, mientras apartaba los juncos con las manos. Se alegró de que Martin no estuviese con él: al anciano le habría resultado muy complicado avanzar en aquel pantano.

Le vino a la memoria un recuerdo: su conversación en el dormitorio de Clendenan, mientras Delmas descansaba.

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