Brian Keene - El Alzamiento

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Nada permanece muerto mucho tiempo. Los muertos están volviendo a la vida, inteligentes, decididos… y hambrientos. Huir parece imposible para Jim Thurmond, uno de los pocos supervivientes de este mundo de pesadilla. Pero el joven hijo de Jim también está vivo y en peligro a cientos de miles de kilómetros. Pese a las terribles adversidades, Jim jura que lo encontrará… o morirá en el intento.
Junto a un anciano sacerdote, un científico devorado por la culpa y una ex prostituta, Jim se embarca en un viaje a través del país. Juntos se enfrentarán a los vivos y a los muertos vivientes… y al aún más terrible mal que los aguarda al final de su viaje.
Novela ganadora del Premio Bram Stoker.

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* * *

– Bueno -preguntó McFarland-, ¿entramos con los vehículos por la entrada principal?

Schow dejó escapar una breve risa.

– ¿Qué opina, profesor? -Agarró del pelo a Baker y tiró de él hacia arriba-. ¡Mírame cuando te hable! Y bien, ¿qué sugiere? ¿Hay algo que debamos saber antes de entrar?

– ¡No os diré nada!

Baker inhaló profundamente y le escupió.

Schow arqueó las cejas y retiró con calma el escupitajo del águila plateada de su hombro.

– Entonces ya no nos sirve para nada.

Hizo un ademán de sacar la pistola de la funda.

– Coronel Schow, aquí Charlie-dos-siete.

Silva cogió el auricular y miró, confundido, a los oficiales.

McFarland respondió por él.

– Adelante, sargento Michaels.

– Señor, tenemos a los zombis del orfanato acercándose por nuestra retaguardia. Redujimos su número en la última escaramuza, pero sospecho que se les han unido varios de nuestros hombres.

– ¿A cuánto están?

– A un par de kilómetros. Se acercan a pie. Señor, hay tantos que quizá sería mejor no tener que combatirlos en campo abierto.

Sin soltar ni su pistola ni a Baker, Schow asintió mirando a McFarland.

– Primero que entre uno de los tanques, pero dígales que no tiren la verja, parece que la necesitaremos. Cuando el tanque haya entrado, envíe una unidad tras él. Si la entrada y las inmediaciones son seguras, iremos entrando los demás.

– Sí, señor -contestó McFarland antes de transmitir las órdenes por la radio.

Schow tiró a Baker del pelo con brusquedad. Aunque el científico intentó no gritar, no pudo evitarlo.

– El gobierno de Estados Unidos agradece su colaboración, profesor.

Baker esbozó una mueca de desprecio.

– Vete al infierno, basura infecta.

Schow levantó la pistola hasta la altura de su cabeza y se detuvo, pensando.

– Capitán, retrase la orden. Mantenga el tanque a la espera.

– ¿Señor?

– Vamos a dejar que el profesor Baker entre antes que el tanque.

– ¿Qué?

– Ya me ha oído. Comuníquelo.

McFarland transmitió las órdenes entre carcajadas.

Schow abrió la puerta e hizo un gesto a Baker, a quien todavía sujetaba del pelo, para que entrase.

– Es fácil, profesor. Sólo tiene que llamar.

* * *

Los soldados volvieron a cerrar la puerta en cuanto el convoy se detuvo. Martin y el resto se acurrucaron en la oscuridad, oteando a través de los agujeros de bala y escuchando lo que ocurría en el exterior.

Martin ignoró los murmullos de miedo de sus compañeros y pensó en Jim. Sabía que Dios había protegido a su amigo de todo mal, al menos hasta que saltó desde el camión. Cuando le perdió de vista, estaba de pie y caminando.

¿Pero adónde iría su amigo? ¿Cuántos zombis habían participado en el ataque y cuántos de ellos rondarían aún por la zona? ¿Cuántos soldados habían muerto a sus manos y cuántos de ellos habían pasado a engrosar sus filas?

Jim tenía que desplazarse a pie, no llevaba armas y estaba solo, rodeado por los muertos vivientes. Lo único que tenía a su favor era su resolución y el amor que sentía por su hijo.

Martin agachó la cabeza y empezó a rezar con más ahínco que nunca antes en su vida.

* * *

Baker consideró sus opciones. Si se negaba a obedecer a Schow, le dispararía ahí mismo. Por otra parte, si volvía a entrar en Havenbrook, podría cruzar la entrada corriendo y esconderse en uno de los edificios. Sin embargo, si su teoría con respecto a Ob era correcta, el complejo le depararía un destino aún peor… un fin a manos de los muertos vivientes.

Se dirigió hacia la entrada mientras Schow y González le apuntaban con sus armas. Se sentía ligero, como si estuviese encima de una cinta transportadora en vez de caminando. Sus sentidos estaban a flor de piel: notaba el sol en la nuca y el pelo le dolía allí donde Schow había tirado de él. Reinaba el silencio, como si el entorno estuviese conteniendo la respiración. No se oían pájaros o insectos, vivos o muertos. De pronto, oyó una radio encenderse tras él. Alguien dio una señal y escuchó un cargador introduciéndose en un arma.

Se encontró enfrente de la garita. Durante años pasó por delante de aquella entrada dos veces al día, pero cuando huyó de Havenbrook, días atrás, jamás esperó volver a verla. Conocía a los guardias por su nombre, les preguntaba por sus mujeres e hijos y les daba primas por Navidad. ¿Dónde estarían ahora? ¿Dentro, quizá, escondidos entre las sombras? ¿Esperándole?

No, aquella idea era simplemente ridícula. Si hubiesen vuelto a su puesto tras ser reanimados, los habría visto al escapar. Pero claro, entonces, ¿quién había escrito sobre el cartel? La pintura era reciente… muy reciente.

Escuchó el sonido de la electricidad estática y otro crujido de una radio cercana, así como el motor del camión, que le seguía de cerca.

– ¡Vamos, profesor! -gritó Schow-. No tenemos todo el día. ¡Se acercan por la retaguardia, así que en cinco segundos empezaré a disparar! Venga, ¡imagínese que está vendiendo galletas de las Girl Scouts!

Sus palabras fueron recibidas con carcajadas por parte de los soldados.

Baker tomó aliento, lo contuvo y pensó en Gusano.

– Lo siento -repitió una y otra vez, como un mantra. Y así, caminó a través de la entrada.

Capítulo 21

Como tenía el viento en contra, Jim los escuchó antes de olerlos. Sus gruñidos y maldiciones resonaban por todo el bosque. Las hojas crujían bajo sus pesados pies a medida que avanzaban hacia su ubicación tras haber perseguido al convoy. Un pájaro vivo levantó el vuelo desde su refugio en las ramas altas, asustado. Segundos después, chilló cuando otra ave no muerta lo cazó en el aire.

Jim echó un vistazo alrededor con el corazón latiendo a toda prisa y los sentidos totalmente alerta. Avanzaría más deprisa por la carretera, pero no tendría donde ocultarse y se convertiría en un objetivo a plena vista. El bosque ofrecía protección, pero la espesa vegetación que le ayudaba a ocultarse también lo retrasaba.

Oyó algo dirigiéndose hacia él y se paró en seco, conteniendo la respiración. Pudo oler el hedor rancio del zombi cuando pasó a su lado, tan cerca que podía oír las moscas zumbando bajo su piel.

La criatura pasó de largo, dirigiéndose hacia la carretera. Jim exhaló rápidamente y esperó a dejar de oírla. Cuando creyó que era el momento, salió de su escondrijo y echó a correr.

Inmediatamente después, oyó un grito ronco tras él. Le había visto.

– ¡Ven, cerdito, cerdito, cerdito!

Jim se abrió paso a través del follaje, corriendo en paralelo a la carretera. Las ramas le asestaban latigazos en la cara y las raíces nudosas amenazaban con hacerle tropezar a cada paso. Las hojas muertas crujían bajo sus pies, llamando aún más la atención.

Un cadáver surgió de entre los arbustos delante de él y tuvo que girar hacia la derecha, alejándose de la carretera, para esquivarlo. El zombi le persiguió torpemente, arrastrando una pierna inútil; colocó una flecha en un arco compuesto de fibra de vidrio y la lanzó en su dirección. El proyectil silbó sobre su cabeza hasta terminar clavado en un viejo roble.

Otro zombi empezó a perseguirle, y, aunque Jim no lo sabía, aquel cadáver era el de Gusano.

– ¡Oy a o' ti!

Se abalanzó hacia él con la lengua revolviéndose en su boca como un pez muerto.

Jim atravesó un amasijo de arbustos de moras y siguió corriendo. La camisa se le quedó enganchada en las espinas y tuvo que quitársela para poder liberarse, por lo que quedó colgada como una bandera.

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