Entonces pensé en lo que diría Cruz si alguna vez me emborrachara lo suficiente como para contarle estas cosas. Me diría: «Mano , deja que te quieran y entrégate. Obtendrás la respuesta. No te hace falta una esfinge ni una rosada roca de granito».
– Hola, Bumper -gritó una voz. Aparté los ojos del resplandor del sol matutino y vi a Percy abriendo su casa de empeños.
– Hola, Percy -le grité yo a mi vez, y aminoré la marcha para saludarle con la mano. Era una «rara avis», un prestamista honrado. Arrojaba fuera de su tienda o los toxicómanos y otros ladrones cuando sospechaba que le traían objetos robados. Y siempre exigía la identificación del cliente que pignoraba algo. Era un prestamista honrado .
Recordé la vez que Percy me entregó una multa de tráfico que le habían impuesto para que yo se la arreglara porque era la primera vez que le imponían una. Era por cruzar la calle en un punto peligroso. No disponía de coche. Los odiaba y cada día tomaba el autobús para dirigirse a su tienda. No podía desilusionar al viejo Percy diciéndole que no podía arreglarlo, por lo que preferí pagarla yo. En esta ciudad resulta prácticamente imposible «arreglar» una multa. Es necesario conocer al juez o al fiscal del distrito. Los abogados pueden encargarse de las multas de otros colegas, pero un policía no puede cancelar una multa. Sea como fuere, se la pagué y el viejo Percy pensó que se lo había arreglado y no se decepcionó. Pensó que yo era un hombre muy importante.
Se cruzó conmigo otro blanco-y-negro que iba en dirección Sur. El policía que lo conducía, un muchacho de cabello rizado llamado Nelson, me saludó con la mano y yo le saludé con una inclinación de cabeza. Estuvo a punto de golpear la parte posterior de un vehículo detenido ante un semáforo rojo por mirar a una muchacha vestida con shorts que estaba entrando en un edificio comercial. Era el típico policía joven. Pensando en las mujeres en lugar de en el trabajo. Y aí igual que a todos ellos, a Nelson le gustaba hacer comentarios al respecto. Me parece que actualmente les gusta más hablar de ello que hacerlo. Esto me indignaba. Creo que he tenido ocasión de hacer bastante más de lo conveniente y que para ser un tipo feo he gozado de cosas bastante buenas, pero nunca he hablado con nadie de si he hecho o he dejado de hacerle el amor a una mujer. En mi época demostraba ser muy poco hombre quien lo hiciera. Pero tu época ya habrá pasado cuando finalice este día, me recordé a mí mismo, y me dirigí hacia el Sur por Grand.
Entonces oí que un coche de Central recibía una llamada para efectuar un informe en uno de los grandes hoteles del centro y comprendí que el ladrón de hoteles debía haber dado un buen golpe. Daría cualquier cosa, pensé, por pillar hoy a ese sujeto. Esto sería marcharse tras haber efectuado la última carrera alrededor del cuadro de béisbol, igual que Ted Williams. Efectuar una carrera alrededor del cuadro por última vez. Sería bonito. Me dediqué a recorrer las calles durante veinte minutos y después me dirigí al hotel y aparqué detrás del blanco-y-negro que había recibido la llamada. Me quedé sentado en el interior del coche fumando un puro y esperé unos quince minutos hasta que salió Clarence Evans. Era un policía que llevaba quince años de servicio, un sujeto muy alto con quien yo había jugado al balonmano antes de que se me estropearan tanto los tobillos.
Nos lo habíamos pasado muy bien. Resulta muy divertido jugar cuando tienes turno de noche y llegas a la academia hacia la una de la madrugada tras finalizar el trabajo y juegas tres partidos rápidos y después te tomas un baño de vapor. Sólo que a Evans no le gustaba el baño de vapor porque estaba muy delgado. Siempre nos llevábamos media caja de botellas de cerveza y nos las bebíamos después de habernos duchado. Fue uno de los primeros negros que tuve de compañero cuando en eí Departamento de Policía de Los Ángeles se llevó a cabo una integración completa hace bastantes años. Era un buen policía y le gustaba trabajar conmigo, aunque yo siempre he preferido trabajar solo. Durante el turno de noche resulta reconfortante tener a alguien conduciendo o caminando al lado de uno. Por consiguiente había trabajado con él y con otros muchos individuos, aunque yo hubiera preferido efectuar una ronda de un solo hombre o conducir un coche «S», «S» de solo. Pero trabajaba con él porque no me gustaba decepcionar a quien deseaba tanto trabajar conmigo. Además, me resultaba cómodo para jugar al balonmano.
Entonces vi a Clarence que salía del hotel con el cuaderno de informes en la mano. Me sonrió, se acercó muy ligero a mi coche, abrió la portezuela y se sentó a mi lado.
– ¿Qué sucede, Bumper?
– Sentía curiosidad por saber si el ladrón de hoteles había vuelto a dar un golpe, Clarence.
– Ha robado tres habitaciones del quinto piso y dos del cuarto -repuso él, asintiendo.
– ¿La gente estaba durmiendo?
– En cuatro de las habitaciones, sí. En la otra habían bajado al bar.
– Eso significa que lo habrá hecho antes de las dos de la madrugada.
– Exacto.
– No acabo de comprender a este tipo -dije, tragándome una pastilla contra la acidez-. Por lo general trabaja de día, pero a veces a primeras horas de la noche. Y ahora roba por la noche cuando la gente está dentro y cuando no está. Nunca había sabido de un ladrón de hoteles tan escurridizo como éste.
– Quizás sea un chillado -dijo Evans-. ¿No quiso herir a un niño en uno de sus trabajos?
– Un oso de peluche. Acuchilló a un oso de peluche. Estaba cubierto con una manta y parecía un niño que estuviera durmiendo.
– Este tipo es un chiflado -dijo Evans.
– Y por eso los demás ladrones de hoteles no saben nada -dije, dando chupadas al puro y reflexionando-. Nunca he pensado que fuera un profesional, sino un aficionado con suerte.
– Un solitario con suerte -dijo Evans-. ¿Has hablado con todos tus soplones?
Sabía todas mis costumbres por haber trabajado conmigo. Sabía que tenía informadores, pero no sabía cuántos y tampoco sabía que además pagaba a los buenos.
– He hablado con todas las personas que conozco. He hablado con un ladrón de hotel que me dijo que ya había sido interrogado por tres detectives y que si supiera algo nos lo diría, porque este tipo estaba armando tanto revuelo en los hoteles que él desearía que le echáramos el guante.
– Bueno, Bumper, si es que alguien tiene la suerte de apresarle, apuesto a que serás tú -dijo Evans poniéndose la gorra y descendiendo del coche.
– La policía está desconcertada, pero el arresto es inminente -dije, guiñándole el ojo y poniendo en marcha el coche. Iba a ser un día muy caluroso.
Recibí una llamada correspondiente a la Pershing Square, un informe de lesiones. Probablemente algún pensionado que había resbalado y estaba procurando inventarse algo así como que había una grieta en la acera para poder demandar a la ciudad. Hice caso omiso de la llamada durante unos cuantos minutos y dejé que la asignaran a otra unidad. No me gustaba hacer esto. Siempre he creído que hay que encargarse de las llamadas que le asignen a uno, pero, maldita sea, sólo me quedaba el resto del día, y entonces pensé en Oliver Horn y me pregunté cómo era posible que no hubiera pensado antes en él. No podía perder el tiempo con la llamada del informe, dejé que se encargara de ella otra unidad y me dirigí a la barbería de la calle Cuarta.
Oliver se hallaba sentado en una silla en la acera delante de la tienda. Tenía la omnipresente escoba sobre las rodillas y dormitaba al sol.
Era la última persona a la que uno desearía parecerse si tuviera que volver a la vida después de muerto. Oliver parecía una morsa con un brazo cortado más arriba del codo. Debió hacerlo unos cuarenta años antes el peor cirujano del mundo. La piel estaba suelta y le colgaba. Tenía el cabello de un color anaranjado y un gran vientre blanco cubierto de vello también color anaranjado. Hacía tiempo que había desistido de mantenerse subidos los pantalones y por lo general los llevaba ajustados por debajo de la tripa, de tal manera que siempre le quedaba al descubierto el ombligo. Los cordones de los zapatos los llevaba desatados y gastados de tanto pisarlos, porque le costaba demasiado atárselos con una sola mano y, por si fuera poco, tenía una protuberancia en la barbilla. Daba la impresión de que si se exprimía podía romper una ventana. Pero Oliver era sorprendentemente listo. Barría la barbería y dos o tres tiendas de este lado de la calle cuarta, incluido un bar llamado Raymond's frecuentado por muchos ex estafadores. Estaba cerca de los grandes hoteles y era un buen lugar para robar a los turistas ricos. A Oliver no se le escapaba nada y durante muchos años me había facilitado informaciones muy buenas.
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