– Al otro lado de la calle.
– ¿Para qué? ¿Vamos a tomar un autobús hasta la comisaría?
– No, vamos a esperar al mecánico del garaje. Vamos a cruzar la calle porque quiero comer.
– No puede llevarme allí dentro de esta manera -dijo el muchacho mientras le acompañaba cruzando la calle. Sus mejillas naturalmente rosadas estaban ahora intensamente rojas-. Quíteme las esposas.
– Ni hablar. Nunca podría dar alcance a un joven antílope como tú.
– Le juro que no echaré a correr.
– Ya sé que no si tienes esposadas las manos a la espalda y yo sostengo la cadena.
– Me moriré si me hace entrar allí como un perro atado a una correa delante de todo el mundo.
– Aquí no te conoce nadie, muchacho. Y todos los que están dentro es probable que también hayan sido esposados alguna vez. No tienes por qué avergonzarte.
– Podría demandarle por esto.
– Conque podrías, ¿eh? -le dije sosteniendo la puerta abierta y empujándole al interior.
Sólo había tres clientes junto a la barra, dos tipos con aire de estafadores y un borracho bebiendo café. Levantaron los ojos un momento y nadie se percató de que el chico iba esposado. Señalé una mesa del fondo.
– No hay camarera tan temprano, Bumper -me dijo T-Bone, el propietario, un corpulento francés que lucía un alto gorro de chef y una camiseta y pantalones blancos. Nunca le había visto vestido de otra manera.
– Necesitamos una mesa, T-Bone -dije señalándole las esposas del chico.
– Muy bien -dijo T-Bone-, ¿qué tomarás?
– No tengo demasiado apetito. Quizás un par de huevos, un poco de tocino y unas cuantas tostadas. Ah, quizás un poco de carne picada. Un vaso de jugo de tomate. Un café. Y lo que pida el chico.
– ¿Qué vas a tomar, muchacho? -le preguntó T-Bone apoyando sus enormes y velludas manos sobre el mostrador y sonriéndole al muchacho con un diente frontal de oro y otro de plata. Me pregunté por primera vez dónde demonios debieron ponerle aquella funda de plata. Curioso que no lo hubiera pensado antes. T-Bone no era un hombre muy dado a hablar.
Sólo usaba la voz en caso necesario. Alimentaba a la gente con el menor número de palabras posible.
– ¿Y cómo puedo comer? -dijo el muchacho-. Todo encadenado como un culpable.
Estaba a punto de llorar y se le veía tremendamente joven en este momento.
– Voy a abrírtelas -dije-. Y ahora, ¿qué demonios quieres? T-Bone no tiene tiempo que perder.
– No sé lo que quiero.
– Dale un par de huevos fritos en seguida, un poco de tocino y un vaso de leche. ¿Quieres carne picada, chico?
– Creo que sí.
– Tráele también un zumo de naranja y una ración de tostadas. Que sea doble. Y un poco de jamón.
T-Bone asintió y sacó un puñado de huevos de un cuenco que tenía junto al fogón. Sostuvo cuatro huevos en su manaza y los rompió los cuatro a la vez sin utilizar la otra mano. El muchacho le estaba observando.
– Es listo, ¿verdad, chico?
– Sí. Me ha dicho que me las quitaría.
– Levántate y date la vuelta -le dije, y cuando lo hizo le abrí la esposa de la derecha y la sujeté a la pata cromada de la mesa para que el chico pudiera sentarse con una mano libre.
– ¿A eso llama usted quitármelas? -me dijo-. ¡Ahora soy como el mono encadenado de un organillero!
– ¿Y dónde has visto tú a un organillero? Ya hace años que no los hay por aquí.
– Los he visto en películas antiguas de la televisión. Y eso parezco.
– Muy bien, muy bien, deja de rechinar los dientes. Eres el chico más quejica que he visto. Tendrías que estar contento de desayunar. Apuesto a que esta mañana no has comido nada en casa.
– Ni siquiera estaba en casa esta mañana.
– ¿Dónde has pasado la noche?
Se apartó de los ojos varios mechones de cabello con la sucia mano derecha.
– He pasado parte de ella en uno de estos cines que proyectan películas toda la noche hasta que me ha despertado un marica que me tenía la mano sobre la rodilla. Entonces me he marchado. He dormido un rato en una silla de un hotel que estaba abierto, un poco más abajo.
– ¿Te has escapado de casa?
– No, es que anoche no me apetecía dormir en casa. Mi hermana no estaba y no me apetecía estar solo.
– ¿Vives con tu hermana?
– Sí.
– ¿Dónde están tus padres?
– No tengo.
– ¿Cuántos años tiene tu hermana?
– Veintidós.
– Estáis solos tú y ella, ¿eh?
– No, siempre hay alguien más. Ahora mismo hay un tipo que se llama Slim. Gran Azul siempre tiene a alguien.
– ¿Así llamas a tu hermana? ¿Gran Azul?
– Antes era una especie de bailarina en un bar. Iba desnuda de media cintura para arriba. Y usaba este nombre. Ahora está engordando mucho y se dedica a servir bebidas en el Jardín Chino de Western. ¿Conoce el sitio?
– Sí, lo conozco.
– Ella dice de todos modos que cuando pierda quince kilos volverá a bailar, pero es de risa porque el trasero cada día se le hace más gordo. Le gusta que la llamen Gran Azul, por lo que hasta yo empecé a llamarla así. Lleva el cabello teñido de negro, ¿sabe? Y es casi azul.
– Tendría que lavarte la ropa de vez en cuando. Esta camisa parece un trapo pringoso.
– Es que ayer estuve trabajando en un coche con el vecino de la casa de al lado. No me la he podido cambiar. -Pareció que se había ofendido por la observación-. Llevo la ropa tan limpia como el que más. Y hasta me la lavo y plancho yo mismo.
– Es lo mejor -le dije, inclinándome hacia adelante y abriéndole la esposa de la mano izquierda.
– ¿Me las quita?
– Sí. Ve al lavabo y lávate la cara, las manos y los brazos. Y el cuello también.
– ¿Está seguro de que no me escaparé por la ventana?
– No hay ventana en este lavabo -dije-. Y péinate el cabello hacia atrás para que podamos ver la pinta que tienes.
– No tengo peine.
– Toma el mío -le dije dándole mi peine de bolsillo.
T-Bone trajo los vasos de jugo, el café y la leche mientras el chico estaba en el lavabo y ahora el aroma de tocino se había esparcido por todo el local. Estaba pensando que ojalá hubiera pedido ración doble de tocino, aunque sabía que T-Bone iba a traerme otra ración bien colmada.
Estaba sorbiendo el café cuando regresó el muchacho. Estaba mucho mejor, aunque seguía llevando el cuello sucio. Por lo menos se había peinado hacia atrás, y la cara y también los brazos hasta la altura del codo aparecían limpios. No era un muchacho guapo, tenía el rostro demasiado duro y desigual, pero tenía unos ojos bonitos, llenos de vida, y le miraba a uno a los ojos cuando se le hablaba. Eso es lo que más me gustaba de él.
– Aquí tienes el zumo de naranja -le dije.
– Aquí tiene el peine.
– Quédate con él. Ni siquiera sé por qué lo llevo. No puedo hacer nada con este montón de alambres que tengo. Me alegraré cuando me quede calvo.
– Sí, no estaría usted peor si fuera calvo -dijo, examinándome el cabello.
– Bébete el zumo de naranja, muchacho.
Ambos nos bebimos nuestros respectivos zumos y T-Bone dijo:
– Toma, Bumper -y me entregó una bandeja a través del mostrador, pero antes de que yo pudiera levantarme el chico se puso de pie, tomó la bandeja y lo colocó todo sobre la mesa como si supiera muy bien lo que hacía.
– ¡Oye! ¡Pero si hasta sabes a qué lado se colocan el cuchillo y el tenedor! -exclamó T-Bone.
– Claro. He sido ayudante de restaurante. He hecho toda clase de trabajos.
– ¿Cuántos años dices que tienes?
– Catorce. Bueno, casi catorce. Los cumplo en octubre.
Cuando terminó, se sentó y empezó a comer con tanto apetito como yo había supuesto que tenía. Le eché uno de mis huevos al plato cuando vi que dos no le iban a bastar y le di también una de mis tostadas. Era un tragón de primera. Eso también me gustaba.
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