– Muy bien, muy bien -murmuré, y cuando me levanté descubrí que no estaba tan borracho. Me dirigí a su dormitorio, me desnudé y me metí en la ducha, duchándome al final con agua fría. Cuando terminé, me sequé con su toalla de baño, que olía a mujer, me quité de la pierna el vendaje de gasa húmedo y me sentí mejor de lo que me había sentido en todo el día. Me enjuagué la boca con pasta dentífrica, examiné mi rostro rojo carne y mis ojos inyectados en sangre y me metí en la cama desnudo, que es la única manera de dormir, tanto en invierno como en verano.
La cama también olía a ella o, mejor dicho, olía a mujer, dado que para mí todas las mujeres son más o menos iguales. Todas huelen y saben lo mismo. Es la esencia de la feminidad, eso es lo que necesito.
Estaba dormitando cuando Laila entró y se dirigió de puntillas hacia la ducha. Me pareció que sólo habían transcurrido segundos cuando la vi sentada en la cama con un fino camisón blanco, hablándome en susurros. Primero aspiré perfume de lilas y después de mujer. Después sentí su boca de terciopelo por toda mi cara.
– Pero, ¿qué demonios? -murmuré, incorporándome.
– Esta noche te he tocado -dijo Laila-. Me has dicho cosas. ¡Quizá por primera vez en muchos años he tocado a otra persona, Bumper!
Me apoyó la mano sobre el hombro desnudo.
– Sí, ya has tocado suficiente por esta noche -le dije, molesto conmigo mismo por haberle dicho todas aquellas cosas personales. Y aparté su mano de mi hombro.
Ahora tendría que regresar a Los Ángeles dentro de un par de semanas para solucionar el asunto de Laila y de su familia. Últimamente todo el mundo me complicaba la vida.
– Bumper -me dijo ella, sentándose con los pies debajo de su cuerpo y riéndose alegremente para aquella hora de la noche-. Bumper, eres maravilloso. Eres un viejo oso panda maravilloso. Un gran oso panda de nariz azul. ¿Sabías que tenías la nariz azul?
– Sí, se me pone así cuando bebo demasiado -dije, suponiendo que ella debía haber estado fumando hachich, y contemplé su piel a través del camisón que ahora era exactamente del color de los albaricoques-. Aquí en la nariz se me han reventado muchos vasos sanguíneos.
– Quiero meterme debajo de las sábanas contigo, Bumper.
– Mira, nena -le dije-. No me debes nada. Me alegraré de ayudarte a engañar a tu familia.
– Me has dejado tocarte, Bumper -dijo ella, y su cálida boca de terciopelo volvió a posarse encima mío, sobre el cuello y las mejillas y todo su cabello castaño me cubrió hasta que casi no pude pensar lo ridículo que resultaba todo aquello.
– Maldita sea -dije, apartándola-. Estás haciendo una cosa muy fea. Te conozco desde que eras pequeña. Maldita sea, nena, soy un vejestorio y tú para mí no eres más que una niña. ¡Es antinatural!
– No me llames nena. Y no intentes impedirme que te tenga .
– ¿Que me tengas ? Te impresionan los policías. Yo soy como un símbolo del padre. Hay muchas chicas jóvenes que sienten lo mismo con respecto a los policías.
– Yo odio a los policías -contestó ella, mientras sus pechos se bamboleaban contra mis brazos que ya estaban empezando a cansarse-. Te quiero a ti porque eres más hombre que cualquiera sobre quien haya puesto las manos.
– Sí, tengo un volumen de unos seis metros cúbicos -dije, tembloroso.
– No me refería a eso -dijo ella, mientras sus manos se acercaban a mí y me besaba de nuevo. Yo hacía todo lo que podía por evitar los placeres de un cuento de Las Mil y Una Noches.
– Escucha, no podría aunque quisiera -gemí-. Eres demasiado joven, no podría hacerlo con una chiquilla como tú.
– ¿Qué te apuestas?
– No lo hagas, Laila.
– ¿Cómo puede ser un hombre tan sabedor de las cosas y tan honrado? -dijo ella, sonriendo mientras se levantaba y se quitaba el camisón.
– No es más que el uniforme azul -dije yo con voz ronca y chirriante-. Debo parecerte muy interesante con el uniforme…
Laila se dejó caer sobre la cama, girando sobre su vientre y riéndose durante un minuto largo. Yo sonreí débilmente y empecé a acariciarle el trasero color albaricoque y sus maravillosos muslos pensando que todo había terminado. Pero tras dejar de reír, ella me sonrió con más dulzura que nunca, susurró algo en árabe y se deslizó bajo la sábana…
Me desperté por la mañana con una resaca tremenda. Laila se hallaba medio tendida encima de mí, una suave hembra desnuda que fue la razón de que me despertara. Tras haber vivido tantos años solo, no me gusta dormir con nadie. Cassie, a la que había hecho el amor quizás unas cien veces, nunca había dormido conmigo toda la noche. Cassie y yo tendríamos que comprarnos camas gemelas. Es que no puedo soportar permanecer demasiado cerca de alguien durante mucho rato.
Laila no se despertó y yo me llevé la ropa al salón. Me vestí, dejándole una nota en la que le decía que me pondría en contacto con ella dentro de una semana para arreglar los detalles de su cuenta bancaria y del engaño a Yasser y familia.
Antes de marcharme me dirigí cuidadosamente al dormitorio para mirarla por última vez. Se hallaba tendida boca abajo, suave y hermosa.
– Salam, Laila -murmuré-. Miles de salams, chiquilla.
Bajé despacio la escalera de la casa de Laila y me encaminé hacia el coche, que había dejado aparcado delante. Me sentí mucho mejor cuando lo puse en marcha. Con el cristal de la ventanilla bajado, me dirigí a la carretera de Hollywood. Era un día ventoso y no del todo brumoso.
Después pensé por unos momentos en lo que había sucedido con Laila y me avergoncé, porque siempre me enorgullecía de ser algo más que los miles de sinvergüenzas que se ven por Hollywood con hermosas jóvenes como ella. Ella lo había hecho por agradecimiento y porque se sentía nerviosa y confundida; y yo me había aprovechado. Toda mi vida había escogido a mujeres adecuadas para mí, y ahora no era mejor que cualquier viejo sinvergüenza de los que corrían por ahí.
Me fui a casa, tomé una ducha fría, me afeité y me sentí más o menos humano tras haber ingerido una aspirina y tres tazas de café que me provocaron ácidos para toda la jornada. Me pregunté si al cabo de unos cuantos meses de retiro se me arreglaría el estómago y, quién sabe, a lo mejor alcanzaría la paz digestiva.
Llegué a Glass House con media hora de anticipación y una vez me hube lustrado los zapatones negros, limpiado el Sam Browne y frotado la placa, empecé a sudar un poco y me sentí mucho mejor. Me puse un uniforme limpio porque el del día anterior estaba completamente sucio de sangre y mierda de pájaro. Cuando me prendí la reluciente placa e introduje la porra en la anilla cromada del Sam Browne me sentí aún mejor.
En el acto de pasar lista Cruz se hallaba sentado como de costumbre al lado del comandante de guardia, el teniente Hilliard, junto a la mesa frontal. Cruz me miró varias veces como si esperara que me levantara y anunciara solemnemente que aquel iba a ser mi último día. Naturalmente, no lo hice, y me pareció que estaba un poco decepcionado. No me gustaba decepcionar a nadie, sobre todo a Cruz, pero no me apetecía proclamarlo a toque de trompeta. Deseaba sinceramente que el teniente Hilliard llevara a cabo una inspección esta mañana, la última para mí, y así lo hizo. Se acercó a mí renqueando y me dijo que mis zapatos y mi placa brillaban más que un millón de dólares y que ojalá algunos policías jóvenes presentaran un aspecto tan impecable como el mío. Terminada la inspección, me bebí cosa de un litro de agua en la fuente y todavía me sentí mejor.
Tenía intención de hablar con Cruz de nuestra cita para almorzar, pero el teniente Hilliard estaba con él y decidí llamarle más tarde. Puse en marcha el blanco-y-negro, coloqué la porra en el soporte de la portezuela, arranqué el papel del cuaderno, sustituí la hoja vieja, comprobé que en el asiento de atrás no se ocultara ningún enanito muerto y me alejé de la comisaría. Era realmente increíble: la última vez.
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