Glenda me contestó sacando un montón de fotos de su bolso y entregándomelo. Ahora tengo la vista cansada y en la oscuridad no podía ver más que el contorno de una niña pequeña abrazada a un perro. Ni siquiera podía decir si el perro era de verdad o de juguete.
– Es muy bonita -dije, sabiendo que lo era. La había visto varios meses antes una noche que acompañé a Glenda a casa cuando ésta terminó su trabajo.
– Todos los dólares que me has dado han ido a parar siempre a su cuenta del banco tal como acordamos al principio -dijo Glenda.
– Lo sé.
– También he añadido algo de mi parte.
– Algún día tendrá algo.
– Puedes estar bien seguro -dijo Glenda, encendiendo un cigarrillo.
Me pregunté cuánto dinero le habría dado a Glenda en el transcurso de los diez últimos años. Y me pregunté cuántas detenciones buenas habría practicado gracias a la información que ella me había facilitado. Ella era uno de mis grandes secretos. Los detectives disponían de informadores a los que pagaban, pero de un uniforme azul no se esperaba que se metiera en tales berenjenales. Pues bien, yo también disponía de informadores a los que pagaba. Pero no les pagaba con dinero procedente del Departamento. Les pagaba de mi bolsillo, y cuando conseguía la detención gracias a los datos que me habían facilitado, fingía que había conseguido el arresto por casualidad. O me inventaba una patraña para redactar el informe de arresto. De esta manera Glenda quedaba protegida y nadie podía decir que Bumper Morgan estaba completamente chiflado porque pagaba a los informadores de su propio bolsillo. La primera vez, Glenda me facilitó un evadido federal que salía con ella y que iba armado y hacía de atracador. Quise darle veinte dólares, pero ella los rechazó diciéndome que el tipo no valía nada y merecía estar en la cárcel y que ella no era una delatora. La obligué a aceptarlos para Sissi, que entonces era muy pequeña y no tenía padre. A partir de entonces y a lo largo de los años debía haberle entregado a Glenda como mil dólares para Sissi. Y seguramente habría practicado las mejores detenciones de la División Central.
– ¿Será una rubia como mamá? -pregunté.
– Sí -repuso ella, sonriendo-. Más rubia que yo todavía. Y diez veces más lista. Creo que ahora ya es más lista. Leo libros como una loca para estar a su altura.
– Estos colegios particulares son muy duros -dije yo, asintiendo-. Les enseñan muy bien.
– ¿Te has fijado en ésta, Bumper? -me preguntó, sonriendo, acercándose y sentándose en el brazo del sillón. Esbozaba una ancha sonrisa y pensaba en Sissi-. El perro le está tirando del pelo. Fíjate qué cara pone.
– Ya veo -contesté yo, no viendo más que una imagen borrosa y notando que uno de sus grandes pechos descansaba sobre mi hombro. Los suyos eran grandes y naturales, no hinchados de plástico como tantos hay actualmente.
– En ésta se la ve enfadada -dijo Glenda, inclinándose más. Ahora su hermoso seno me comprimía la mejilla. Al final, un tierno botón amarronado se me metió casi en la oreja.
– ¡Maldita sea, Glenda! -exclamé, levantando los ojos.
– ¿Qué? -contestó ella, echándose hacia atrás.
Lo comprendió y se echó a reír con su áspera carcajada. Después, ésta se suavizó; me sonrió, y sus grandes ojos se humedecieron. Yo observé que tenía las pestañas oscuras junto a los ojos, y no de maquillaje. Pensé que Glenda estaba más guapa que nunca.
– Te quiero muchísimo, Bumper -me dijo, besándome justo en la boca-. Tú y Sissi sois los únicos. Lo más importante eres tú, nene.
Glenda era como Ruthie. Era una de las personas que pertenecían a la ronda. Yo me había elaborado un código de leyes propio, pero ella estaba casi desnuda, y yo la veía tan guapa…
– Bueno -dijo ella, sabiendo que yo estaba a punto de estallar-. ¿Y por qué no? Nunca lo has hecho y yo siempre lo he deseado.
– Tengo que volver al coche -dije, levantándome y cruzando la estancia en tres grandes zancadas.
Después murmuré no sé qué de las llamadas de radio que podía perder y Glenda me dijo que esperara.
– Te olvidabas la gorra -dijo, entregándomela.
– Gracias -contesté, poniéndome la tapadera con mano temblorosa.
Ella me tomó la otra y me besó la palma con su boca húmeda y cálida.
– No pienses en dejarnos, Bumper -dijo, mirándome a los ojos.
– Aquí tienes unos dólares para Sissi -murmuré, rebuscando en el bolsillo un billete de diez.
– Esta vez no dispongo de información -me dijo ella sacudiendo la cabeza, pero yo se lo metí dentro del portaligas y ella me sonrió.
– Son para la niña.
Me había propuesto preguntarle algo acerca de un maleante que frecuentaba los teatruchos y tugurios de baile, pero no respondía de mí si me quedaba.
– Ya nos veremos, nena -dije, débilmente.
– Adiós, Bumper -contestó ella mientras yo me adentraba en la oscuridad en dirección a la puerta del escenario. Aparte el hccho de que Cassie ya me daba todo lo que yo podía abarcar, había otra razón por la que me aparté de ella de aquel modo. Todos los policías saben que uno no puede intimar demasiado con el informador. Porque intentas engatusar a un soplón y al final a quien engatusan es a ti…
Tras dejar a Glenda me pareció como si en la calle hiciera fresco. Glenda jamás había hecho nada parecido. Todo el mundo hacía tonterías cuando yo hablaba de mi retiro. No me apetecía meterme en el coche y escuchar el incesante parloteo de la radio.
Todavía era temprano y me sentía muy feliz, haciendo girar la porra al andar. Me parece que estaba fanfarroneando. La mayoría de oficiales de ronda son unos fanfarrones. La gente así lo espera. Ello les demuestra a los malhechores que uno no tiene miedo y la gente espera eso de uno. También espera que un policía mayor lleve la gorra un poco ladeada y por eso siempre me la pongo así.
Aún llevaba la tradicional gorra de ocho puntas y la porra colgada de una correa de cuero. Al Departamento le agradaban más las gorras redondas, como las de las Fuerzas Aéreas, y todos tenemos que cambiarlas. Pero yo llevaré la gorra de ocho puntas de la policía hasta el final. Entonces pensé que el viernes sería el último día y empecé a juguetear con la porra para quitarme aquel pensamiento de la cabeza. Lancé la porra al aire y volví a recogerla. Tres pequeños limpiabotas me estaban observando, dos mexicanos y un negro. El juego de la porra les causaba mucha impresión. La lanzaba también al suelo como un yo-yo, la hacía girar hacia atrás varias veces y volvía a guardarla en su anilla con un rápido movimiento.
– ¿Quieres que te limpie los zapatos, Bumper? -me preguntó uno de los chiquillos mexicanos.
– Gracias, muchacho, hoy no me hace falta.
– Te lo hago gratis -me dijo, pisándome los talones durante un minuto.
– Hoy quiero un zumo, muchacho -dije lanzando dos cuartos de dólar al aire, y uno de los chicos lo atrapó.
Corrió al bar de tres puertas más abajo, seguido de los otros dos. Las cajas de limpiabotas les colgaban del cuello atadas con cuerdas y les golpeaban las piernas mientras corrían.
Aquellos chiquillos nunca habían visto a un oficial voltear la porra de aquella manera. El Departamento nos había ordenado que nos quitáramos las correas de cuero hacía un par de años, pero yo no lo había hecho; los sargentos fingían no darse cuenta, siempre que pidiera prestada una porra de reglamento cuando había inspección.
Ahora la porra se sostiene en la anilla mediante un gran disco de goma, como el que sujeta la tubería de la parte de atrás del excusado. Hemos aprendido nuevas maneras de utilizar la porra de algunos jóvenes policías japoneses expertos en karate y aikido. Utilizamos más el extremo romo de la porra, y tengo que reconocer que se saca así mucho más partido del viejo porrazo de troglodita. En mis tiempos debo haber roto seis porras contra las cabezas, brazos y piernas de los individuos. Ahora he aprendido de estos muchachos japoneses a blandir la porra en un gran arco con todas mis fuerzas. Si quisiera podría clavársela a un sujeto dentro y sin estropearla. Además, resulta muy airoso. Ahora me parece que en el transcurso de una refriega podría hacerlo dos veces mejor. Lo malo es que han convencido a los jefes de que la correa de cuero no vale nada. Sucede que estos chicos nunca han sido auténticos hombres de ronda. En realidad, no entienden lo que significa para la gente que le ve avanzar por una calle tranquila, que el policía voltee la porra proyectando aquella su imponente sombra rematada por la gorra de ocho puntas. Sea como fuere, yo no me quitaré nunca la correa de cuero. Me asquea pensar en un disco de water alrededor de un arma de la policía.
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