– ¿Y qué más da? -contestó él, secándose la saliva de la barbilla con su mugrienta mano libre. La otra mano agarraba con tanta fuerza los pantalones que de entre la mugre sobresalían sus grandes nudillos blancos.
– Tú no me importas, pero no quiero que se estropee ningún Lincoln durante mi ronda.
– Muy bien, Bumper.
– Tendré que detenerte.
– Pero no estoy borracho, ¿verdad?
– No, pero te estás muriendo.
– Eso no es ningún delito.
Tosió y la saliva que se escapó de la comisura de su boca era roja y espumosa.
– Voy a detenerte, Noodles -dije, rellenando mecánicamente los casilleros del cuaderno de informes de detención de borrachos que guardaba en el bolsillo posterior del pantalón, como si todavía hiciera la ronda en lugar de conducir un blanco-y-negro.
– Vamos a ver, tu verdadero nombre es Ralph M. Milton, ¿verdad?
– Millard.
– Millard -murmuré, escribiendo el apellido. Debía haber detenido a Noodles doce veces. Antes no solía olvidarme de los apellidos ni de las caras-. Vamos a ver, ojos inyectados en sangre, andar vacilante, aire adormecido, domicilio provisional…
– ¿Tiene un cigarrillo?
– No uso, Noodles -contesté, arrancando las copias del informe de arresto-. Espera un momento, los del turno de noche han dejado media cajetilla en la guantera. Cógela mientras llamo a la furgoneta.
El borracho se introdujo en el coche-patrulla en tanto yo anduve unos quince pasos para llamar desde una caja telefónica. La abrí con la gran llave de latón y pedí que acudiera una furgoneta a la confluencia entre la Cuarta y Main. Hubiera sido más fácil utilizar la radio del coche, pero llevaba andando muchos años para acostumbrarme a otros procedimientos.
La culpa la tenía mi cuerpo; me ha hecho perder la ronda de a pie y me ha metido en un blanco-y-negro. El tobillo que me rompí hace años cuando era un primoroso novato y perseguía a un ladrón de bolsos, ha decidido finalmente que ya no puedo arrastrar mi corpachón y se hincha siempre que permanezco de pie un par de horas. Así, he perdido la ronda de a pie y me han dado un coche-radio. La ronda a pie en solitario es el mejor trabajo en cualquier departamento de policía. A los policías siempre les hace gracia ver que en las películas el personaje importante o el político poco honrado grita: «¡Te mandaré a hacer la ronda, estúpido pies planos!», cuando en realidad es el trabajo más apreciado. Hay que llevar bigote para conseguir una ronda de a pie, hay que ser corpulento y bueno. Si las piernas hubieran aguantado… Pero aunque ya no pudiera andar mucho, aún seguía siendo mi ronda. Todo el mundo sabía que me pertenecía a mí más que a nadie.
– Muy bien, Noodles, dales este informe de arresto a los policías de la furgoneta, y no pierdas las copias.
– ¿Es que no va a venir conmigo? -me preguntó, sin poder extraer un cigarrillo de la cajetilla de tanto como le temblaba la mano.
– No, quédate en la esquina y hazles una seña cuando se acerquen. Diles que quieres subir.
– Es la primera vez que me detengo a mí mismo -dijo, tosiendo mientras yo le encendía el cigarrillo y guardaba la cajetilla y el informe de arresto en el bolsillo de su camisa.
– Hasta luego.
– Me echarán seis meses. Ya me lo advirtió el juez la última vez.
– Eso espero, Noodles.
– Volveré a emborracharme en seguida en cuanto me suelten. Me asustaré y volveré a empezar. Usted no sabe lo que es asustarse por la noche cuando uno está solo.
– ¿Y tú cómo lo sabes, Noodles?
– Volveré aquí y me dejaré morir en la calle. Los gatos y las ratas se me comerán, Bumper.
– Echa a andar o perderás la furgoneta. -Le observé bajando por Main durante un minuto y le grité-: ¿No crees en los milagros?
Sacudió la cabeza. Volví a dedicar mi atención a los individuos del aparcamiento justo en el momento en que desaparecían en el interior del Dragón Rosa. Algún día mataré a este dragón y me beberé su sangre, pensé.
Estaba demasiado hambriento para poder dedicarme a mi trabajo y entré en Seymour. Por lo general me gusta desayunar inmediatamente después de haberse pasado lista, pero ya eran las diez de la mañana y aún estaba dando vueltas.
Ruthie se hallaba inclinada sobre una de las mesas recogiendo una propina. Era muy atractiva por detrás y debió pillarme admirándola por el rabillo del ojo. Supongo que «un azul», azul marino con cuero negro, debe emitir señales de alerta en algunas personas.
– Bumper -dijo ella, volviéndose-. ¿Dónde has estado toda la semana?
– Hola, Ruthie -contesté yo, turbado al comprobar lo mucho que se alegraba de verme.
Seymour, un pelirrojo pecoso de edad parecida a la mía, estaba preparando un bocadillo detrás del mostrador de la carne. Oyó a Ruthie pronunciar mi nombre y sonrió.
– ¡Mira quién está aquí! El mejor de los policías.
– Tráeme una bebida fría, viejo shlimazel .
– En seguida, campeón. -Seymour entregó el bocadillo a un cliente, le devolvió el cambio y puso una cerveza fría y un vaso helado delante de mí. Le hizo un guiño al hombre bien vestido que se encontraba sentado junto al mostrador, a mi izquierda. La cerveza no estaba abierta.
– ¿Que quieres que haga, que arranque el tapón de un mordisco? -pregunté yo siguiéndole la corriente. En mi ronda nadie me había visto beber nunca estando de servicio.
Seymour se inclinó hacia adelante riéndose. Quitó la cerveza y me llenó el vaso de crema de leche.
– ¿Dónde has estado toda la semana, Bumper?
– Por ahí. Haciendo que las calles sean seguras para las mujeres y los niños.
– ¡Aquí está Bumper! -le gritó a Henry que estaba en la parte de atrás.
Ello significaba cinco huevos revueltos, doble ración que los clientes de pago. También significaba tres empanadas de cebolla tostadas, chorreantes de mantequilla y rematadas por crema de queso. No desayuno en Seymour más de una o dos veces por semana, aunque me consta que éste me daría tres comidas gratis al día.
– El joven Slagel me contó que te vio el otro día dirigiendo la circulación en Hill Street -dijo Seymour.
– Sí, el agente de turno sufrió calambres de estómago cuando yo pasaba. Le sustituí hasta que el sargento encontró a otro.
– Dirigir la circulación allí abajo es para los jóvenes -añadió Seymour, guiñándole de nuevo el ojo al hombre de negocios que me miraba sonriendo mientras se introducía en la boca grandes bocados de «Cecina Especial Seymour», en un bocadillo de pan integral.
– ¿Encontraste por allí algo bonito, Bumper? ¿Una azafata de aviación, quizás? ¿O alguna oficinista?
– Soy demasiado viejo para que les interese, Seymour. Pero entre tantas jóvenes, tenía que dirigir el tráfico así.
Me levanté e hice una imitación de dar paso a los coches inclinándome hacia adelante con los pies cruzados.
Seymour se echó hacia atrás y soltó su estridente risotada. Ruthie, al oírle, se acercó para saber qué sucedía.
– ¡Enséñaselo, Bumper, por favor! -exclamó Seymour jadeando y secándose las lágrimas.
Ruthie esperó con aquella su prometedora sonrisa. Tiene más de cuarenta y cinco años y es firme, con el cabello rubio clorado, y muy honrada. Es la mujer de más atractivo sexual que jamás haya visto. Por su forma de comportarse siempre me ha dado a entender que está disponible… Pero yo nunca he querido. Es una de las personas habituales de mi ronda, y es debido a lo que yo les inspiro a todos ellos, a la gente de mi ronda. Algunos de los mejores chaquetas azules que conozco tienen montones de mujeres, pero no despiertan ningún sentimiento en sus rondas. Hace tiempo que decidí limitarme a admirar de lejos sus grandes bollos.
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