– Estoy esperando, Bumper -dijo ella con las manos apoyadas en sus curvadas caderas.
– Sucedió otra cosa graciosa mientras dirigía la circulación -repuse yo para cambiar de tema-. Estaba allí tocando el silbato y haciendo señales a los coches con la mano, y tenía la otra mano levantada con la palma hacia arriba; de pronto se acerca una señora de unos ochenta años y me deja en la palma un gran sobre muy abultado. «¿Puede indicarme el franqueo para esto, oficial?», me pregunta. Allí me tenéis intentando dirigir el intenso tráfico hacia Olive, con los brazos levantados y este sobre en la palma de una mano. ¡Qué demonios!, junto los pies, con los brazos extendidos, me inclino hacia adelante y hacia atrás como el fiel de una balanza y digo: «Serán veintiún centavos, señora, si la quiere por aéreo». «Muchas gracias, oficial», contesta ella.
Seymour volvió a soltar una carcajada y Ruthie sonrió, pero las cosas se calmaron cuando llegó mi comida y me aflojé el Sam Browne para comer más a gusto. De todos modos me molestaba tener que comprimir el estómago contra el canto del amarillo mostrador de fórmica.
Seymour tenía muchos clientes que atender y nadie me molestó por espacio de unos diez minutos, a excepción de Ruthie, que quiso saber si me habían puesto suficiente comida y si los huevos estaban en su punto. Además, me rozó con la cadera de tal forma que me costó concentrarme en la tercera empanada.
El otro cliente del mostrador se terminó la segunda taza de café y Seymour se acercó.
– ¿Más café, señor Parker?
– No, ya basta.
Nunca había visto a aquel hombre, pero tuve que admirar sus ropas. Era más corpulento y más fofo que yo, pero el traje, que ciertamente no era de saldo, lo disimulaba en buena parte.
– ¿No conoce al oficial Bumper Morgan, señor Parker? -preguntó Seymour.
Ambos sonreímos, demasiado hinchados y perezosos para levantarnos y estrecharnos la mano entre dos taburetes.
– He oído hablar de usted, oficial -dijo Parker-. Acabo de abrir una tienda en el Edificio Roaxman. Relojes de calidad. Dése una vuelta por allí cuando quiera y le haré un descuento especial.
Dejó su tarjeta encima del mostrador y la empujó hacia mí. Seymour me la acabó de acercar.
– ¡Aquí todo el mundo ha oído hablar de Bumper! -exclamó Seymour con orgullo.
– Le hacía a usted todavía más alto, oficial -dijo Parker-. Como de metro noventa y cinco y ciento cincuenta kilos de peso por las cosas que he oído contar.
– El peso casi lo ha acertado.
Estaba acostumbrado a que la gente me dijera que no era tan alto como se habían imaginado o como les había parecido a primera vista. Un policía de ronda tiene que ser alto y corpulento, de lo contrario tendrá que andar discutiendo constantemente. A veces, algún policía fuerte, pero de baja estatura, se molesta porque no puede hacer la ronda a pie pero lo cierto es que la gente no se asusta de un individuo bajito; un individuo bajito tiene que esforzarse constantemente y más tarde o más temprano es probable que alguien le quite la porra y le propine con ella una paliza en el trasero. Como es natural, ahora estaba en un coche-radio, pero, tal como he dicho, seguía siendo un policía de ronda, más o menos.
Lo malo de mi cuerpo es que mi estructura corresponde a un individuo de metro noventa o noventa y dos, y mi estatura en realidad apenas alcanza el metro ochenta. Tengo los huesos grandes y pesados, sobre todo los de las manos y los pies. Si hubiera crecido todo lo que tenía que crecer no habría tenido este maldito problema del peso. Gozaba de un apetito de gigante, y al final convencí a aquellos médicos de la policía que solían enviar «cartas de hombres gordos» a mi capitán ordenando que rebajara peso hasta los ciento diez kilos.
– Bumper es varios hombres en uno -dijo Seymour-. Le digo que ha librado unas batallas tremendas ahí fuera -añadió Seymour señalando con la mano hacia la calle para indicar el «ahí fuera».
– Por favor, Seymour -dije yo, pero era inútil.
Aquella conversación me molestaba, pero al mismo tiempo me agradaba que un recién llegado como Parker hubiera oído hablar de mí. Me pregunté hasta qué extremo sería especial el «descuento especial». Mi viejo reloj se encontraba en las últimas.
– ¿Cuánto tiempo hace que te asignaron esta ronda, Bumper? -me preguntó Seymour sin darme tiempo a contestar-. Bueno, hace casi veinte años. Lo sé porque cuando Bumper era un novato yo también era joven y trabajaba por cuenta de mi padre aquí mismo. Eran malos tiempos, entonces. Había chicas de mala reputación y montones de vividores. En aquella época eran muchos los individuos que desafiaban al policía de la ronda.
Miré a Ruthie que estaba sonriendo.
– Hace años, cuando Ruthie vino a trabajar aquí por primera vez, Bumper le salvó la vida cuando un sujeto se le echó encima en la parada del autobús de la Segunda. Te salvó, ¿verdad, Ruthie?
– Ya lo creo. Es mi héroe -contestó ella, llenándome una taza de café.
– Bumper siempre ha trabajado por aquí -prosiguió Seymour-. En rondas de a pie, y ahora con coche-radio porque ya no puede andar mucho. Va a cumplirse el veinte aniversario, pero nosotros no queremos que se retire. ¿Cómo sería todo eso sin el campeón?
Ruthie pareció que se asustaba en serio cuando Seymour lo dijo, y yo me sorprendí.
– ¿Cuándo se cumplirán los veinte años, Bumper? -inquirió ella.
– A finales de mes.
– No habrás pensado siquiera en arrancarte el broche, ¿verdad, Bumper? -me preguntó Seymour, que conocía la jerga de los policías por llevar alimentando muchos años a los de la ronda.
– ¿Tú qué crees? -le pregunté yo a mi vez.
Seymour pareció satisfecho y empezó a contarle a Parker algunos incidentes más de la leyenda de Bumper Morgan. Ruthie no dejaba de mirarme. Las mujeres son como los policías, presienten las cosas. Al final, cuando Seymour terminó, le prometí a éste regresar el viernes para el «Plato del Hombre de Negocios Deluxe», me despedí y dejé seis monedas para Ruthie. Ésta no las puso en el platillo de propinas de debajo del mostrador, sino que me miró a los ojos y las dejó caer en el interior del sujetador.
Me había olvidado del calor, y cuando éste me atacó decidí irme directamente al Elysian Park, sentarme en la hierba y fumarme un puro tras haber puesto muy alto el volumen de la radio para no perderme ninguna llamada. Quería leer algo acerca del partido de los Dodger la noche anterior, por lo que, antes de regresar al coche, me dirigí al estanco. Compré media docena de puros de cincuenta centavos y, dado que no conocía demasiado bien al dueño por haber sido traspasada la tienda recientemente, tuve que sacar del bolsillo un billete de cinco dólares.
– ¿Para usted? ¡Por favor, oficial Morgan! -dijo el viejo de cuello delgado, negándose a aceptar el dinero.
Conversé un rato con él a modo de pago, escuché sus quejas acerca del negocio y me marché dejándome olvidado el periódico. Estuve a punto de volver sobre mis pasos, pero nunca me gusta molestar a una persona por dos cosas distintas en un mismo día. Decidí comprar otro periódico al otro lado de la calle, a Frankie el enano. Éste lucía la gorra de béisbol de los Dodger echada hacia adelante y fingió no verme hasta que casi estuve detrás de él; entonces se volvió con rapidez y me golpeó el muslo con uno de sus pequeños puños deformes.
– Toma, necio. Podrías asustar a cualquiera en esta calle, pero yo te haré una llave y te romperé la rótula.
– ¿Qué te pasa, Frankie? -le pregunté yo mientras él me deslizaba un periódico doblado por debajo del brazo sin que yo se lo hubiera pedido.
– Nada, matón. ¿Qué tal soportas este calor?
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