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Stephen King: Colorado Kid

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Stephen King Colorado Kid

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Una obra atípica en la trayectoria del autor de Carrie, en la mejor tradición de la novela negra; un crimen en las costas de Maine, aparentemente irresoluble. En una isla de las costas de Maine, un hombre es encontrado muerto. No hay identificación de su cuerpo. Solo el esforzado trabajo de un par de periodistas locales y de un graduado en medicina forense logra descubrir algunas pistas para, después de un año, saber quién es el muerto. Pero es aquí donde comienza el misterio. Porque cuanto más descubren del hombre y de la extrañas circunstancias de su muerte, menos comprenden. ¿Se trata de un crimen imposible? ¿O algo aún más extraño…? Con ecos de El halcón maltés de Dashiell Hammet y de la obra de Graham Greene, Stephen King presenta un relato sorprendente y conmovedor, cuyo tema es nada menos que la naturaleza del propio misterio.

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– ¡Qué cínico! -exclamó Stephanie con voz no exenta de la admiración que semejante rasgo suscita en los jóvenes.

Vince encogió los huesudos hombros.

– Eh, que yo también soy un estereotipo, querida, solo que mi película es aquella en la que el periodista con sujeta- mangas y la frente manchada de tinta grita «¡Paren las rotativas!» en la última escena. Lo que quiero decir es que Johnny era muy distinto en aquellos tiempos; flaco como un junco y veloz como una liebre. Habría sido un auténtico dios de no ser por esos dientes prominentes que desde entonces se ha hecho arreglar. Y ella…, con aquellos pantaloncitos cortos rojos que llevaba…, era una auténtica diosa…, como tantas otras chicas de diecisiete años, sin duda -añadió tras una pausa.

– Deja de pensar en guarradas -espetó Dave.

– No estaba pensando en guarradas, te lo aseguro -se defendió Vince con expresión sorprendida.

– Si tú lo dices -cedió Dave-. Hay que reconocer que era guapa. Le pasaba algunos centímetros a Johnny, lo cual tal vez fue la razón por la que cortaron en el último curso. Pero en el ochenta eran uña y carne, y cada día corrían hasta el transbordador y luego por Bayview Hill hasta el instituto de Tinnock. Circulaban apuestas de que Johnny dejaría embarazada a Nancy, pero no fue así. O Johnny era un caballero o ella era muy cuidadosa… O puede que fueran más listos que la mayoría de los chicos de la isla.

– Pues yo creo que era por tanto correr -sentenció Vince muy serio.

– No se me vayan por las ramas, por favor -advirtió Stephanie.

Ambos se echaron a reír.

– Vale, vale -accedió Dave-. Una mañana de primavera de 1980, debía de ser en abril, vieron a un hombre sentado en la playa de Hammock, justo a las afueras del pueblo.

Stephanie conocía bien el lugar. La playa de Hammock era un lugar encantador, aunque un poco atestado de veraneantes. No imaginaba cómo sería después del día del Trabajo, aunque tendría ocasión de averiguarlo, ya que su período de prácticas no finalizaba hasta el 5 de octubre.

– Bueno, no sentado exactamente -puntualizó Dave-, sino más bien medio despatarrado, como lo describieron más tarde los chicos. Estaba apoyado contra una de las papeleras, que tienen la base clavada en la arena para evitar que los vendavales se las lleven, pero el peso del hombre había hecho que la papelera quedara… -Puso la mano vertical y acto seguido la inclinó- así.

– Como la torre de Pisa -dijo Steffi.

– Exacto. Y no iba vestido de forma adecuada para primera hora de la mañana, con el termómetro marcando cinco grados y una brisa que producía la sensación de que más bien eran cero. Llevaba pantalones de vestir grises, camisa blanca y mocasines. Nada de abrigo ni guantes. Sin ni siquiera comentar la jugada, los chicos corrieron hacia él para comprobar si estaba bien y de inmediato vieron que no era así. Más tarde, Johnny dijo que supo que el hombre estaba muerto en cuanto le vio la cara, y Nancy dijo lo mismo, pero por supuesto no querían admitirlo sin cerciorarse. ¿No harías tú lo mismo?

– Sí -asintió Stephanie.

– Estaba ahí sentado…, bueno, medio despatarrado, con una mano en el regazo y la otra, la derecha, sobre la arena. Tenía la cara cerúlea salvo por unas manchas violáceas en las mejillas, los ojos cerrados, los párpados azulados, según Nancy, al igual que los labios, y el cuello algo… hinchado, como lo describió. Tenía el pelo color rubio pajizo, bastante corto, aunque con un breve flequillo que se alborotaba cuando soplaba el viento…, o sea casi sin parar. Y Nancy va y dice: «¿Está usted dormido, señor? Si está dormido, será mejor que se despierte». Y Johnny Gravlin dice: «No está dormido, Nancy, ni tampoco inconsciente. No respira». Nancy dice que ya lo sabe, que ya lo ha visto, pero que no quería creerlo. Claro que no quería, pobrecilla. «Puede que sí esté dormido. A veces no se nota la respiración de la gente. Zarandéalo un poco, Johnny, a ver si se despierta.» Johnny no quería, pero tampoco quería parecer un gallina delante de su novia, así que alargó la mano con un esfuerzo sobrehumano, según me contó años más tarde después de tomar un par de copas en el Breakers, y le sacudió el hombro. Dijo que lo supo con certeza en cuanto lo tocó, porque aquello no parecía un hombro de verdad, sino la escultura de un hombro. Pero aun así lo sacudió y dijo: «Despierte, señor, despierte y…». Estuvo a punto de decir «y muérase como es debido», pero consideró que no sonaría demasiado bien dadas las circunstancias (quizá ya entonces pensaba un poco como un político), así que dijo: «y huela el café». Le sacudió el hombro dos veces. La primera no pasó nada, pero la segunda, la cabeza del tipo se ladeó hacia el hombro izquierdo (Johnny le estaba sacudiendo el derecho), y el hombre resbaló de la papelera que lo sostenía y cayó de costado, chocando de cabeza contra la arena. Nancy se puso a gritar y echó a correr tan deprisa como podía, lo cual era muy deprisa, te lo aseguro. Si no se hubiera parado, lo más probable es que Johnny hubiera tenido que perseguirla hasta el final de Bay Street o incluso hasta el muelle A. Pero Nancy se paró, Johnny la alcanzó, le rodeó los hombros con el brazo y comentó que nunca se había alegrado tanto de sentir carne viva contra la mano. Más tarde me contó que nunca ha olvidado lo que sintió al tocar el hombro del muerto, que fue como tocar un trozo de madera bajo la camisa blanca.

Dave se interrumpió y se levantó.

– Me apetece una Coca-Cola fría -señaló-. Tengo la boca seca, y esta historia es muy larga. ¿Alguien más quiere una?

Resultó que los otros dos también querían, y puesto que Stephanie era la invitada a aquella fiesta, por expresarlo de algún modo, fue ella quien se encargó de ir a buscar las bebidas. Cuando volvió, los dos ancianos estaban apoyados contra la barandilla del porche, contemplando el canal y la orilla opuesta. Se reunió con ellos, dejó la vieja bandeja de hojalata sobre la ancha baranda y repartió las Coca-Colas.

– ¿Por dónde iba? -preguntó Dave después de beber un largo trago.

– Sabes muy bien por dónde ibas -espetó Vince-, por el momento en que nuestro futuro alcalde y Nancy Arnault, que vete a saber por dónde anda, probablemente en California, porque las buenas siempre acaban largándose lo más lejos que pueden de la isla, acababan de encontrar a Colorado Kid muerto en la playa de Hammock.

– Ah, sí. Bueno, John fue quien corrió hasta el teléfono más próximo, o sea el público que había delante de la biblioteca pública, para llamar a George Wournos, por aquel entonces jefe de la policía de la isla Moose-Lookit y que lleva mucho tiempo criando malvas. A Nancy le pareció bien, pero quería que primero Johnny volviera a colocar al «hombre» como estaba. Así lo llamaba, «el hombre», nunca «el muerto» ni «el cadáver», sino «el hombre». Y va Johnny y dice: «Me parece que a la policía no le gusta que los muevan, Nan». Y Nancy dice: «Ya lo has movido; solo quiero que lo vuelvas a poner como estaba». Y él dice: «Lo he hecho porque tú me lo has pedido». A lo que ella responde: «Por favor, Johnny, no soporto verlo en esa postura ni tampoco imaginármelo en esa postura». Y se echa a llorar, lo que por supuesto zanja el asunto. Así pues, Johnny volvió junto al cadáver, que seguía doblado por la cintura como si estuviera sentado, pero con la mejilla izquierda apoyada en la arena. Aquella noche en el Breakers, Johnny me confesó que no habría sido capaz de hacer lo que le pedía Nancy si ella no hubiera confiado en él para que lo hiciera, y ¿sabes una cosa? Me lo creo; por una mujer, los hombres son capaces de hacer muchas cosas que ni se plantearían estando solos, cosas que los repugnarían en la mayoría de los casos, aunque estuvieran borrachos y sus amigos los azuzaran. Johnny me contó que cuanto más se acercaba al hombre tirado en la arena, tendido con las rodillas dobladas, como si estuviera sentado en una silla invisible, más seguro estaba de que el cadáver abriría los ojos e intentaría morderlo. El hecho de saber que el tipo estaba muerto no mitigaba en absoluto aquella sensación, sino que la agudizaba. No obstante, por fin llegó junto a él y, haciendo acopio de valor, apoyó las manos sobre aquellos hombros de madera y volvió a sentar al muerto con la espalda apoyada contra la papelera. Me dijo que estaba convencido de que la papelera volcaría y se estrellaría contra la arena con un golpe, y que entonces él no podría evitar gritar. Pero la papelera no volcó, y Johnny no gritó. Creo firmemente, Steffi, que los pobres mortales estamos hechos para pensar siempre que pasará lo peor porque casi nunca pasa. Por eso las cosas meramente desagradables nos parecen insignificantes, casi positivas, de hecho, y así salimos adelante.

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