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Stephen King: Colorado Kid

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Stephen King Colorado Kid

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Una obra atípica en la trayectoria del autor de Carrie, en la mejor tradición de la novela negra; un crimen en las costas de Maine, aparentemente irresoluble. En una isla de las costas de Maine, un hombre es encontrado muerto. No hay identificación de su cuerpo. Solo el esforzado trabajo de un par de periodistas locales y de un graduado en medicina forense logra descubrir algunas pistas para, después de un año, saber quién es el muerto. Pero es aquí donde comienza el misterio. Porque cuanto más descubren del hombre y de la extrañas circunstancias de su muerte, menos comprenden. ¿Se trata de un crimen imposible? ¿O algo aún más extraño…? Con ecos de El halcón maltés de Dashiell Hammet y de la obra de Graham Greene, Stephen King presenta un relato sorprendente y conmovedor, cuyo tema es nada menos que la naturaleza del propio misterio.

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– Pues la historia de Colorado Kid [1] tampoco se entiende -dijo Vince-, razón por la cual no tendría cabida en el Globe de Boston. Para empezar, contiene demasiados elementos desconocidos y ni un solo «debió de». -Se inclinó hacia delante y clavó en ella sus azules ojos norteños-. Quieres ser periodista, ¿verdad?

– Ya sabe que sí -respondió Stephanie, sorprendida.

– Pues entonces voy a contarte un secreto que casi todos los periodistas que llevan un tiempo en esto saben: En la vida real, la cantidad de historias hechas y derechas, es decir, con introducción, nudo y desenlace, es mínima o nula. Pero si eres capaz de dar a tus lectores un solo elemento desconocido (dos a lo sumo) e incluir lo que Dave llama un «debió de», tus lectores se contarán la historia a sí mismos. Increíble, ¿verdad?

– Pongamos el Envenenamiento del Picnic como ejemplo. Nadie sabe quién mató a esa gente. Lo que sí se sabe es que Rhoda Parks, secretaria de la iglesia metodista de Tashmore, y William Blakee, el pastor de la iglesia metodista en cuestión, tuvieron una breve aventura seis meses antes de los envenenamientos. Blakee estaba casado y rompió con Rhoda. ¿Me sigues?

– Sí -asintió Stephanie.

– Lo que también se sabe es que Rhoda Parks llevó muy mal la ruptura, al menos durante un tiempo, según contó su hermana. Y lo tercero que se sabe es que tanto Rhoda Parks como William Blakee tomaron café con hielo envenenado aquel día y murieron. Así pues, ¿cuál es el «debió de» de esta historia? Venga, deprisa.

– Rhoda debió de envenenar el café para matar a su amante por dejarla tirada y luego bebió de él para quitarse la vida. En cuanto a los otros cuatro más los dos que solo enfermaron, fueron… ¿Cómo se dice? Ah, sí, daños colaterales.

Vince chasqueó los dedos.

– Exacto, esa es la historia que se cuenta la gente. Los periódicos y las revistas nunca la han publicado porque no hace falta; saben que la gente es capaz de atar cabos. ¿Qué pega tiene la historia? Deprisa.

Pero esta vez Stephanie estaba convencida de que no encontraría la respuesta. Estaba a punto de objetar que no conocía el caso en suficiente profundidad para dar con la solución cuando Dave se levantó, se acercó a la baranda del porche para contemplar Tinnock, situado al otro lado del canal y dijo como quien no quiere la cosa:

– Seis meses es mucho tiempo, ¿no te parece?

– Pero dicen que la venganza es un plato que se sirve frío -puntualizó Stephanie.

– Cierto -corroboró Dave en el mismo tono casual-, pero cuando matas a seis personas, sin duda lo haces por algo más que simple venganza. No digo que sea imposible, solo que podría haber otra explicación. Al igual que las Luces Costeras tal vez eran luces reflejadas en las nubes… o algún aparato ultrasecreto que las Fuerzas Aéreas estaban probando desde la base de Bangor…, o quién sabe…, quizá sí fueran unos hombrecillos verdes con ganas de comprobar si los chicos del equipo de Maderas Hancock eran capaces de dar una paliza al equipo de Talleres Tinnock.

– Por regla general, la gente inventa una historia y se atiene a ella -intervino Vince-. Es fácil hacerlo siempre y cuando exista un solo factor desconocido, es decir, un envenenador, un grupo de luces misteriosas, una embarcación encallada y con casi toda la tripulación desaparecida… Pero en el caso de Colorado Kid todo eran factores desconocidos, y por eso no había historia. -Hizo una pausa-. Era como ver salir un tren de la chimenea o que una mañana aparezcan varias cabezas de caballo en tu jardín. Nada del otro jueves, pero raro sí. Y esas cosas… -Meneó la cabeza-. A la gente no le gustan esas cosas, Steffi. No quieren esas cosas. Una ola es bonita cuando la ves romper en la playa, pero demasiadas olas hacen que te marees.

Stephanie contempló el mar centelleante, surcado de olas, aunque ese día no demasiado altas, y meditó unos instantes.

– Hay algo más -anunció Dave tras un silencio.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Es nuestra historia -dijo con una intensidad sorprendente que casi se le antojó furia-. Un tipo del Globe, un forastero, no haría más que echarla a perder. No entendería nada.

– ¿Y usted sí? -quiso saber Stephanie.

– No -confesó Dave antes de volver a sentarse-. Ni falta que me hace, querida. En lo tocante a Colorado Kid me parezco un poco a la Virgen María después de dar a luz al Niño Jesús. La Biblia dice algo así como «Pero María guardó silencio y ponderó aquellas cosas en su fuero interno». A veces es lo mejor que se puede hacer con los misterios.

– Pero ¿me lo van a contar?

– ¡Por supuesto, señorita! -exclamó el hombre como si la pregunta lo sorprendiera y también, pensó Stephanie, como si acabara de despertar de un sueño-. Eres una de nosotros, ¿verdad, Vince?

– Cierto -asintió Vince-. Pasaste la prueba en algún momento del verano.

– ¿Ah, sí? -dijo ella, de nuevo absurdamente feliz-. ¿Cómo? ¿Qué prueba?

Vince sacudió la cabeza.

– No te lo puedo decir, querida. Solo tienes que saber que en un momento dado empezamos a darnos cuenta de que valías mucho. -Miró a Dave, que asintió, y se concentró de nuevo en Stephanie-. Bueno, ahí va la historia de la que no hemos hablado durante la comida. Nuestro propio misterio sin resolver, la historia de Colorado Kid.

5

Pero fue Dave quien empezó.

– Hace veinticinco años, en el ochenta, dos chicos tomaron el transbordador de las seis y media para ir a la escuela en lugar del de las siete y media. Formaban parte del equipo de atletismo del instituto Bayview Consolidated y además eran novios. Al terminar el invierno, que en la costa nunca dura tanto como en el interior, cruzaban la isla corriendo, bajaban por la playa de Hammock y luego tomaban Bay Street hasta el muelle. ¿Lo visualizas, Steffi?

Así era, y también visualizaba la relación amorosa. Lo que no visualizaba era lo que aquellos «novios» hacían al llegar a la orilla de Tinnock. Sabía que los pocos chicos que iban al instituto tomaban el transbordador de las siete y media y entregaban al encargado, bien Herbie Gosslin o Marcy Lagasse, los pases para que los deslizaran por el viejo lector de código de barras. Una vez en Tinnock, un autobús escolar los esperaba para llevarlos los cuatro kilómetros y medio que había hasta el instituto. Stephanie preguntó si los corredores tomaban el autobús, a lo que Dave sacudió la cabeza con una sonrisa.

– También corrían desde el muelle de Tinnock hasta la escuela -explicó-. No cogidos de la mano, pero casi; siempre el uno junto al otro, Johnny Gravlin y Nancy Arnault. Durante un par de años fueron inseparables.

Stephanie se irguió en la silla. El único John Gravlin al que conocía era el alcalde de la isla Moose-Lookit, un hombre sociable que se mostraba agradable con todo el mundo y ambicionaba el puesto de senador del estado en Augusta. Se estaba quedando calvo y cada vez tenía más tripa. Intentó imaginárselo corriendo como un galgo, tres kilómetros al día por la isla, otros cuatro y medio al otro lado del canal…, pero no lo consiguió.

– No te lo imaginas, ¿verdad, querida? -comentó Vince.

– Pues no -reconoció ella.

– Eso es porque intentas ver a Johnny Gravlin el futbolista, corredor, bromista de viernes noche y amante de sábado como el alcalde John Gravlin, el único animal político de este islote. Se pasea por Bay Street estrechando manos y sonriendo para dejar al descubierto ese diente de oro que lleva, tiene una palabra amable para todo el mundo, nunca olvida un nombre y sabe perfectamente quién conduce una camioneta Ford y quién sigue apañándoselas con la vieja cosechadora de papá. Es una auténtica caricatura salida de una película de los cuarenta sobre política pueblerina, y es tan paleto que ni se entera. Le queda un paso que dar, y en cuanto llegue a Augusta pueden pasar dos cosas. Que saque la cabeza del culo y se quede ahí o que intente seguir subiendo y se pegue la leche de su vida.

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