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Stephen King: Colorado Kid

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Stephen King Colorado Kid

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Una obra atípica en la trayectoria del autor de Carrie, en la mejor tradición de la novela negra; un crimen en las costas de Maine, aparentemente irresoluble. En una isla de las costas de Maine, un hombre es encontrado muerto. No hay identificación de su cuerpo. Solo el esforzado trabajo de un par de periodistas locales y de un graduado en medicina forense logra descubrir algunas pistas para, después de un año, saber quién es el muerto. Pero es aquí donde comienza el misterio. Porque cuanto más descubren del hombre y de la extrañas circunstancias de su muerte, menos comprenden. ¿Se trata de un crimen imposible? ¿O algo aún más extraño…? Con ecos de El halcón maltés de Dashiell Hammet y de la obra de Graham Greene, Stephen King presenta un relato sorprendente y conmovedor, cuyo tema es nada menos que la naturaleza del propio misterio.

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– Por supuesto -asintió Stephanie.

En aquel instante, la camarera en cuestión se acercó a su mesa. Stephanie reparó en que llevaba unas gruesas medias ortopédicas que no lograban disimular del todo sus varices y en que tenía profundas ojeras.

– Vince, Dave -saludó antes de dedicar una leve inclinación de cabeza a la bonita joven cuyo nombre desconocía-. Veo que vuestro amigo se ha ido. ¿Tenía que coger el transbordador?

– Sí -repuso Dave-. Se dio cuenta de que tenía que volver a Boston.

– Ya… ¿Habéis terminado?

– Danos un momento -pidió Vince-, pero tráenos la cuenta cuando quieras, Helen. ¿Qué tal los niños?

Helen Hafner hizo una mueca.

– La semana pasada, Jude se cayó de la cabaña del árbol y se rompió el brazo. ¡No veas cómo lloró! Me dio un susto de muerte.

Los dos ancianos cambiaron una mirada y luego se echaron a reír. Casi de inmediato se contuvieron y adoptaron una expresión avergonzada. Vince aseguró que lamentaba el incidente del niño, pero Helen no se dejó apaciguar.

– Los hombres ya pueden reírse -comentó a Stephanie con una sonrisa sardónica-. Todos se cayeron de algún árbol y se rompieron el brazo cuando eran pequeños, y todos recuerdan lo traviesos que eran. Lo que no recuerdan es a su madre levantándose en medio de la noche para darles una aspirina. Ahora os traigo la cuenta -prometió antes de alejarse arrastrando los pies calzados en unas gastadas zapatillas deportivas.

– Es una buenaza -aseguró Dave, que tuvo la decencia de conservar cierta expresión arrepentida.

– Cierto -corroboró Vince-, y si nos echa algún moco es que nos lo merecemos. En fin, Steffi, te voy a explicar qué pasa con la cuenta. No sé lo que cuestan tres panecillos de langosta, una langosta con almejas al vapor y cuatro tés helados en Boston, pero el periodista debe de haber olvidado que aquí vivimos en lo que los economistas denominan «el punto de origen de la oferta», por lo que ha dejado cien pavos sobre la mesa. Si Helen nos trae una cuenta que sobrepase los cincuenta y cinco, me como el sombrero. ¿Me sigues?

– Claro -replicó Stephanie.

– Vale. Lo que hará ese tipo del Globe es anotar Almuerzo, Grey Gull, isla Moose-Lookit y Serie Misterios sin Resolver en su cuenta de gastos durante el trayecto en transbordador hasta tierra firme. Si es honrado pondrá cien dólares, y si es un poco más pillo, pondrá ciento veinte y con el sobrante invitará a su novia al cine. ¿Lo coges?

– Sí -espetó Stephanie, mirándolo con expresión de reproche mientras apuraba su té helado-. Es usted un cínico.

– Qué va. Si fuera un cínico, habría dicho ciento treinta, te lo aseguro. -Aquellas palabras de Vince hicieron reír a Dave-. En cualquier caso, ha dejado cien dólares, de los cuales sobrarán como mínimo treinta y cinco, aun cuando dejemos una propina del veinte por ciento. Así que me he guardado su dinero, y cuando Helen nos traiga la cuenta, la firmaré, porque el Islander tiene cuenta abierta aquí.

– Y espero que deje más del veinte por ciento de propina -advirtió Stephanie-, dada la situación personal de la camarera.

– En eso te equivocas -replicó Vince.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

Vince le dirigió una mirada paciente.

– ¿Tú qué crees? ¿Por qué soy un agarrado? ¿Un auténtico rata, como todos los del norte?

– No, del mismo modo que no creo que los negros sean perezosos o los franceses se pasen el día entero pensando en el sexo.

– Pues devánate un poco los sesos, que para algo te los ha dado Dios.

Stephanie lo intentó mientras los dos hombres la observaban interesados.

– La camarería pensaría que es caridad -aventuró por fin.

Vince y Dave cambiaron una mirada divertida.

– ¿Qué pasa? -inquirió Stephanie.

– Te estás acercando peligrosamente al cliché de los negros y los franceses, querida -comentó Dave, exagerando deliberadamente su acento hasta convertirlo en una especie de arrullo burlón-, solo que en este caso se refiere a la orgullosa mujer norteña que no acepta limosnas.

– Entonces creen que aceptaría el dinero -dijo Stephanie, cada vez más desconcertada por el laberinto sociológico en que se estaba adentrando-. Aunque solo fuera por sus hijos.

– El hombre que nos ha invitado a comer venía de lejos -explicó Vince-. Por lo que respecta a Helen Hafner, a todos los forasteros les sale la pasta de la punta del…, de las orejas.

Divertida por aquella repentina muestra de delicadeza, Stephanie paseó la mirada en derredor, primero por la terraza en la que estaban sentados y luego a través de los ventanales hacia el comedor interior. De pronto observó un detalle interesante. Muchos, tal vez la mayoría de los comensales de la terraza eran lugareños, así como casi todas las camareras que los atendían. Dentro comían los veraneantes, los llamados «no isleños», y las camareras que los atendían eran más jóvenes, más guapas y también forasteras. Mujeres contratadas para la temporada alta. Y de repente lo comprendió; se había equivocado al intentar pensar en términos sociológicos, porque el asunto era mucho más sencillo.

– Las camareras del Grey Gull comparten las propinas, ¿verdad? -dijo-. Es por eso.

– Bingo -exclamó Vince, apuntándola con el dedo como si de una pistola se tratara.

– ¿Y qué va a hacer?

– Lo que haré es dar una propina del quince por ciento cuando firme la cuenta y deslizar cuarenta dólares del periodista del Globe en el bolsillo de Helen. Ella se queda con ese dinero íntegro, el periódico no sale perjudicado, y el Tío Sam no se entera de nada.

– Así es como se hacen los negocios en América -añadió Dave, solemne.

– ¿Y sabes lo que más me gusta? -prosiguió Vince Teague, volviendo el rostro al sol.

Al entornar los ojos para protegerse de su fulgor, en su rostro aparecieron lo que se antojaban miles de arrugas que, si bien no le hacían aparentar su verdadera edad, sí lo envejecían algunos años.

– No, ¿qué? -quiso saber Stephanie, divertida.

– Me gusta observar cómo el dinero da vueltas y más vueltas, como la colada en la secadora. Me gusta verlo. Y esta vez, cuando la máquina deje por fin de girar, el dinero acabará aquí, en la isla, donde la gente lo necesita de verdad. Y para acabarlo de redondear, ese tío de ciudad nos habrá invitado a comer y se habrá ido con las manos vacías.

– Por piernas -puntualizó Dave-. Tenía que coger el transbordador, no lo olvides. Me ha recordado ese poema de Edna St. Vincent Millay: «Estábamos exhaustos, alborozados por el ardor, y pasamos toda la noche en el transbordador». No es así exactamente, pero más o menos.

– Alborozado no estaba el tipo del Globe, pero cuando llegue a su próxima parada, desde luego exhausto sí estará -observó Vince-. Me parece que mencionó que se iba a Madawaska. Puede que allí encuentre algún misterio sin resolver, como por ejemplo, por qué nadie querría vivir en un sitio como ese. Échame una mano, Dave.

Stephanie estaba convencida de que existía una suerte de comunicación telepática entre ambos hombres. Había sido testigo de varios ejemplos al llegar a la isla casi tres meses atrás, y en aquel instante presenció otro. La camarera regresaba con la cuenta. Dave estaba sentado de espaldas a ella, pero Vince la vio acercarse, y el más joven de sus dos jefes supo exactamente qué quería el redactor jefe del Islander. Dave deslizó la mano en el bolsillo posterior, sacó la cartera, retiró dos billetes, los dobló entre los dedos y se los pasó. Helen llegó al cabo de un instante. Vince cogió la cuenta con una de sus manos nudosas y con la otra deslizó los billetes en el bolsillo de la falda de su uniforme.

– Gracias, guapa -dijo.

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