Stephen King - Colorado Kid

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Una obra atípica en la trayectoria del autor de Carrie, en la mejor tradición de la novela negra; un crimen en las costas de Maine, aparentemente irresoluble. En una isla de las costas de Maine, un hombre es encontrado muerto. No hay identificación de su cuerpo. Solo el esforzado trabajo de un par de periodistas locales y de un graduado en medicina forense logra descubrir algunas pistas para, después de un año, saber quién es el muerto. Pero es aquí donde comienza el misterio. Porque cuanto más descubren del hombre y de la extrañas circunstancias de su muerte, menos comprenden. ¿Se trata de un crimen imposible? ¿O algo aún más extraño…? Con ecos de El halcón maltés de Dashiell Hammet y de la obra de Graham Greene, Stephen King presenta un relato sorprendente y conmovedor, cuyo tema es nada menos que la naturaleza del propio misterio.

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Dave obedeció, regando el bocado de magdalena con un largo trago de Coca-Cola. Stephanie esperaba que su propio aparato digestivo fuera capaz de afrontar semejantes desafíos cuando alcanzara la edad de Dave Bowie.

– Bueno, vamos allá -empezó el hombre-. George no se molestó en acordonar la playa, porque eso habría atraído a los curiosos como moscas a un montón de estiércol, pero esos dos idiotas de la oficina del fiscal general sí lo hicieron. Pregunté a uno de ellos por qué se molestaban, y me miró como si fuera un pobre desgraciado. «Es el escenario de un crimen», replicó.

– Puede que sí y puede que no -repuse yo-, pero una vez se lleven el cadáver, ¿qué pruebas cree que no se habrá llevado el viento?

Porque para entonces el viento de levante había arreciado bastante. Sin embargo, aquellos dos insistieron, y tengo que reconocer que la foto quedó muy bien en portada, ¿verdad, Vince?

– Cierto, las fotos en las que sale cinta policial siempre venden ejemplares -convino Vince.

La mitad de su magdalena había desaparecido, y Stephanie no vio ninguna miga en su servilleta.

– Devane estaba por ahí mientras el forense, Cathart, echaba un vistazo al cadáver; la mano con la arena pegada, la mano sin arena y luego el interior de la boca. Pero cuando llegó a la playa el coche fúnebre que la funeraria de Tinnock había enviado en el transbordador de las nueve, los dos detectives repararon en su presencia y concluyeron que estaba peligrosamente cerca de aprender algo. Como no podían permitirlo, lo enviaron a por cafés, rosquillas y bollos para ellos, Cathart, el ayudante de Cathart y los dos chicos de la funeraria que acababan de llegar. Devane no sabía adónde ir, y para entonces yo ya estaba en el lado equivocado de la cinta policial, así que lo llevé a la panadería de Jenny. Tardamos una media hora, quizá un poco más, y casi todo ese rato lo pasamos en el coche, donde me forjé una idea bastante clara de la situación del chico. No obstante, le doy matrícula de honor en discreción, porque no se dedicó a machacar a sus superiores, sino que tan solo dijo que no estaba aprendiendo tanto como había esperado, y puesto que lo habían enviado a por provisiones mientras Cathart efectuaba la primera exploración del cadáver, no me costó nada atar cabos. Cuando volvimos, la exploración había terminado y los de la funeraria ya habían metido el cadáver en una bolsa. Ello no impidió a uno de los detectives, un tipo grandullón y corpulento llamado O'Shanny, poner a Devane de vuelta y media. «¿Por qué coño has tardado tanto? Se nos está quedando el culo helado.» Y bla bla bla. Devane se tomó la bronca con estoicismo, sin quejarse ni explicarse, a todas luces alguien lo educó como es debido, así que decidí intervenir y aseguró que nos habíamos dado toda la prisa posible. «No les habría gustado que rebasáramos el límite de velocidad, ¿verdad, agentes?», comenté con la esperanza de quitar hierro al asunto y suscitar alguna sonrisa. Sin embargo, no funcionó. El otro detective, que se llamaba Morrison, soltó: «¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro? ¿No tiene algún mercadillo o algo parecido que cubrir?». Su compañero sí se echó a reír entonces, pero el joven que había ido allí para aprender los entresijos de la ciencia forense y en realidad lo único que había aprendido era que a O'Shanny le gustaba el café con leche y a Morrison, solo, se ruborizó hasta la raíz del cabello. Mira, Steffi, nadie llega a la edad que tenía ya entonces sin que algún mequetrefe con autoridad te machaque, pero lo lamenté muchísimo por Devane, que estaba espantosamente avergonzado, no solo por sí mismo, sino también por mí. Advertí que andaba buscando el modo de pedirme disculpas, pero antes de que hallara la forma (o antes de que yo tuviera ocasión de decirle que no hacía falta, puesto que él no había hecho nada malo), O'Shanny cogió la bandeja de los cafés, se la entregó a Morrison, y luego me quitó las dos bolsas de pastas. Acto seguido ordenó a Devane que pasara bajo la cinta policial y recogiera la bolsa de pruebas que contenía los efectos personales del muerto.

– Firma el recibo -le ordenó como si hablara con un niño de cinco años- y asegúrate de que nadie toca la bolsa hasta que yo vuelva a pedírtela. Y no se te ocurra meter las narices. ¿Está claro?

– Sí, señor -asintió Devane.

Me dedicó una sonrisa fugaz, y lo seguí con la mirada mientras recogía la bolsa de pruebas que le entregó el asistente del doctor Cathart y que en realidad se parecía más a una carpeta de acordeón para archivar documentos. Lo vi sacar el recibo del sobre transparente que había en el anverso de la bolsa… Por cierto, ¿sabes para qué sirve el recibo, Steffi?

– Creo que sí-repuso ella-. ¿No es para que, en caso de ir a juicio y de utilizar las pruebas halladas en el escenario del crimen, la fiscalía pueda demostrar una cadena impoluta de posesión del objeto que se presenta ante el tribunal como prueba A?

– Muy bien expresado -alabó Vince-. Deberías ser escritora.

– Muy gracioso -espetó Stephanie.

– Sí, señor, este es nuestro Vincent, un auténtico Oscar Wilde -se mofó Dave-. Al menos no está refunfuñando como Óscar de Barrio Sésamo. En fin, vi al joven señor Devane firmar el recibo de posesión y guardarlo de nuevo en el sobre transparente del anverso de la bolsa. Luego lo vi darse la vuelta para mirar cómo los forzudos de la funeraria cargaban el cadáver en el coche. Vince ya había vuelto aquí para empezar a escribir el artículo, y en aquel momento yo también me fui tras decirle a la gente que me preguntaba, una multitud considerable atraída por la estúpida cinta policial como moscas por la miel, que podrían enterarse de todo por tan solo veinticinco centavos, que es lo que costaba el Islander por aquel entonces. Aquella fue la última vez que vi a Paul Devane, ahí de pie mientras observaba a esos dos cachas cargar el cadáver en el coche fúnebre. Pero resulta que sé que Devane desobedeció la orden de O'Shanny de no meter las narices en la bolsa de pruebas, porque me llamó al Islander unos dieciséis meses después. Por entonces habría renunciado a la ciencia forense y regresado a la universidad para estudiar derecho. Fuera bueno o malo, aquel cambio de orientación se debió a los detectives O'Shanny y Morrison, pero en definitiva fue Paul Devane quien convirtió el cadáver no identificado de la playa de Hammock en Colorado Kid e hizo posible que la policía terminara por identificarlo.

– Y nosotros nos hicimos con la noticia -terció Vince-, en buena medida porque Dave Bowie invitó a aquel chico a una rosquilla y le dio algo que el dinero no puede comprar, es decir, un oído atento y un poco de comprensión.

– Te has pasado un poco -protestó Dave, removiéndose en la silla-. No estuve con él ni media hora; bueno, quizá tres cuartos si contamos el tiempo que hicimos cola en la panadería.

– A veces con eso basta -aseguró Stephanie.

– Cierto, puede que a veces baste -señaló Dave-, y en cualquier caso no tiene nada de malo. ¿Cuánto tiempo crees que tarda un hombre en asfixiarse por culpa de un trozo de carne?

Ninguno de los otros dos tenía respuesta para aquella pregunta. En el canal, el yate de algún veraneante rico hizo sonar pretenciosamente la bocina mientras se aproximaba al muelle de Tinnock.

9

– Olvidémonos de Paul Devane por un rato -pidió Vince-. Dave puede contarte el resto de su historia más tarde, pero creo que primero tenemos que hablarte de las conjeturas.

– Cierto -convino Dave-. Esto no es una historia hecha y derecha, Steff, pero si lo fuera, ese sería probablemente el siguiente capítulo.

– No creas que Cathart hizo la autopsia enseguida, porque no fue así. Habían muerto dos personas en el incendio que había llevado a O'Shanny y Morrison hasta aquí, y ellos tenían prioridad. No solo porque murieron antes, sino sobre todo porque eran víctimas de asesinato, mientras que nuestro cadáver no identificado tenía todo la pinta de haber sufrido un accidente. Para cuando Cathart se puso por fin con nuestro hombre, los detectives ya habían vuelto a Augusta, por suerte. Estuve presente en la autopsia cuando por fin se practicó, porque yo era lo más parecido a un fotógrafo profesional en la zona por aquel entonces, y querían una «identificación dormida» del tipo. Es un término europeo y lo único que significa es una especie de retrato lo bastante presentable para salir en los periódicos. Lo que se pretende es que el cadáver dé la impresión de estar echando una cabezadita.

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