Ahora eso.
Los gritos de Little Walter eran como un rayo de luz deslumbrante que atravesaba una densa niebla. Saltó de la cama y fue corriendo a su habitación. Sabía que la maldita cuna, que Phil había montado medio colocado, finalmente se había desmontado. Little Walter no habría parado de revolverse en ella la noche anterior, mientras los «ayudantes especiales» estaban ocupados con ella. Eso debió de descoyuntarla casi del todo, de modo que cuando el bebé empezó a moverse por la mañana…
Little Walter estaba en el suelo, entre los restos de la cuna. Iba gateando hacia ella, con un hilo de sangre que manaba de un corte en la frente.
– ¡Little Walter! -gritó Sammy, cogiéndolo en brazos.
Se volvió, tropezó con una tabla rota de la cuna, hincó una rodilla en el suelo, se levantó y fue corriendo al baño mientras el bebé no paraba de llorar. Abrió el agua y, por supuesto, no salió nada: no había electricidad para hacer funcionar la bomba del pozo. Cogió una toalla y le secó la cara, lo que le permitió ver el corte: no era profundo, pero sí largo e irregular. Le quedaría una buena cicatriz. Le apretó la toalla con toda la fuerza con la que se atrevió, intentando no hacer caso de los gritos de insoportable dolor de Little Walter. Notó que unas gotas de sangre del tamaño de una moneda de diez centavos le caían en los pies. Cuando miró hacia abajo, vio que las bragas azules que se había puesto después de que los «ayudantes especiales» se hubieran ido, estaban teñidas de un color púrpura sucio. Al principio creyó que era la sangre de Little Walter. Pero luego vio los regueros de sangre que le corrían por los muslos.
De algún modo logró que Little Walter se estuviera quieto durante el tiempo necesario para ponerle tres tiritas de Bob Esponja en el corte, una camiseta y el último peto limpio que le quedaba (en la pechera lucía un bordado que decía DIABLILLO DE MAMÁ). Sammy se vistió mientras Little Walter gateaba dando vueltas en círculo por el suelo del dormitorio. Su llanto desconsolado se había reducido a un gimoteo indolente. Samantha tiró las bragas manchadas de sangre a la basura y se puso unas limpias. Se puso un trapo de cocina en la entrepierna, y cogió otro para más tarde. Aún sangraba. No a raudales, pero era un flujo mucho mayor que el de sus peores reglas. Y no había parado en toda la noche. La cama estaba empapada.
Preparó la bolsa de Little Walter y lo cogió en brazos. Pesaba bastante y Sammy sintió una punzada de dolor Ahí Abajo: el mismo dolor de barriga que sientes cuando has comido algo en mal estado.
– Nos vamos al centro de salud -dijo-. Y tranquilo, Little Walter, el doctor Haskell nos curará a los dos. Además, a los chicos no les importan tanto las cicatrices. Piensa que algunas chicas las consideran atractivas. Conduciré tan rápido como pueda y llegaremos en un santiamén. -Abrió la puerta-. Todo irá bien.
Pero su Toyota, ese viejo montón de chatarra, no estaba bien. Los «ayudantes especiales» no habían tocado las ruedas traseras, pero habían pinchado las delanteras. Sammy se quedó mirando el coche durante un buen rato, mientras sentía que una desesperación cada vez más fuerte se apoderaba de ella. Se le pasó por la cabeza una idea fugaz pero clara: podía compartir las Dreamboats que quedaban con Little Walter. Podía deshacer las de su hijo y ponerlas en uno de sus biberones Playtex, que él llamaba «bibis». Podía mezclarlas con leche con cacao para que no notara el sabor. A Little Walter le encantaba la leche con cacao. Al pensar en eso se acordó del título de uno de los viejos discos de Phil: Nothing Matters and What If It Did? Nada importa ¿y qué si importa?
Sin embargo, desechó esa idea al instante.
– No soy de ese tipo de madres -le dijo a su hijo.
Little Walter la miró de un modo que le recordó a Phil pero en el buen sentido: la misma expresión que en la cara de su marido parecía de estupidez perpleja, resultaba adorablemente tontorrona en la de su hijo. Le dio un beso en la nariz y el bebé sonrió. Eso estuvo bien, era una sonrisa bonita, pero las tiritas de la frente se estaban tiñendo de rojo. Y eso ya no estaba tan bien.
– Pequeño cambio de planes -dijo Sammy, que entró de nuevo en casa.
Al principio no encontraba la mochila portabebés, pero luego la vio tras el sofá, que a partir de entonces siempre sería para ella el Sofá de la Violación. Logró meter a Little Walter en la mochila, pero al levantarlo notó un gran dolor. Le pareció que el trapo de cocina estaba empapado, lo cual no era un buen presagio, pero cuando se miró el pantalón de chándal que llevaba no vio ninguna mancha. Lo cual era una buena señal.
– ¿Listo para el paseo, Little Walter?
El bebé se limitó a apoyar la cabeza en el hombro de su madre. A veces su parquedad de palabras le preocupaba (tenía amigos cuyos bebés ya balbuceaban frases enteras a los dieciséis meses, y Little Walter apenas sabía nueve o diez palabras), pero no era el caso esa mañana. Esa mañana tenía otras cosas de las que preocuparse.
Era un día muy caluroso para ser la última semana de octubre; el cielo estaba teñido de un azul palidísimo y la luz parecía algo borrosa. Sintió cómo empezaba a correrle el sudor por la cara y el cuello casi al mismo tiempo; las punzadas de dolor de la entrepierna eran peores a cada paso que daba, y acababa de echar a andar. Pensó que tal vez debería regresar a casa a por una aspirina, pero ¿no se suponía que empeoraban las hemorragias? Además, no estaba segura de que tuviera.
También había algo más, algo que casi no se atrevía a admitir: sabía que si regresaba a la casa tal vez no tendría el valor de volver a salir.
Había un papel bajo el limpiaparabrisas izquierdo del Toyota. En la parte superior tenía impreso Una nota de parte de SAMMY, rodeado de margaritas. Lo habían arrancado de la libreta que tema en la cocina. Esa idea le causó una sensación de agotadora indignación. Bajo las margaritas habían garabateado: «Como se lo cuentes a alguien te pincharemos algo más que las ruedas». Y debajo, con otra letra: «La próxima vez te daremos la vuelta y jugaremos por el otro lado».
– Ni en sueños, hijo de puta -dijo ella con voz lánguida y cansada.
Arrugó la nota, la tiró junto a una rueda pinchada -pobre Corolla, parecía casi tan hecho polvo y triste como ella- y recorrió el camino hasta el buzón, donde se detuvo unos instantes. Sintió el metal caliente en contacto con la mano y los rayos de sol en la nuca. Apenas había un soplo de brisa. Se suponía que octubre era un mes fresco y vigorizante. Quizá es por todo ese rollo del calentamiento global, pensó. Fue la primera que tuvo esa idea pero no la última, y al final la palabra que acabó calando no fue «global» sino «local».
Motton Road se extendía ante ella desierta y sin encanto. A un kilómetro y medio a su izquierda empezaban las bonitas y nuevas casas de Eastchester, a las que regresaban al final del día los padres trabajadores y las madres trabajadoras de clase alta de Mills tras finalizar su jornada laboral en las tiendas, las oficinas y los bancos de Lewiston-Auburn. A la derecha se extendía el centro de Chester's Mills. Y también se encontraba el centro de salud.
– ¿Estás listo, Little Walter?
El bebé no respondió. Estaba roncando en el hombro de su madre y babeando sobre su camiseta de Donna the Buffalo. Sammy respiró hondo, intentó no hacer caso de las punzadas que sentía en el bajo vientre, agarró la mochila portabebés y echó a caminar en dirección al pueblo.
Al principio, cuando la sirena del ayuntamiento empezó a emitir los breves pitidos que anunciaban la propagación de un incendio, Sammy creyó que todo era fruto de su imaginación, lo cual era muy extraño. Entonces vio el humo, pero estaba lejos, hacia el oeste. Nada que pudiera afectarla a ella y a Little Walter… A menos que apareciera alguien que quisiera ir a echar un vistazo al incendio, claro. Si ocurría eso, era más que probable que la persona en cuestión fuera lo bastante amable como para acercarla al centro de salud, de camino al emocionante incendio.
Читать дальше