Gene Ray se santiguó y acabó con un beso en el pulgar.
– Ve con Dios, hijo mío -dijo.
La velocidad máxima del Fasthawk era de cinco mil seiscientos kilómetros por hora. Situado a ochenta kilómetros de su objetivo (a unos cincuenta kilómetros al oeste de Conway, New Hampshire, y ahora en el lado este de las White Mountains), el ordenador primero calculó y luego autorizó la aproximación final. La velocidad del misil bajó de cinco mil seiscientos kilómetros a casi tres mil mientras descendía. Enfiló la carretera 302, que es la calle principal de North Conway. Los peatones alzaron la vista hacia el cielo con inquietud mientras el Fasthawk pasaba por encima de ellos.
– ¿No vuela muy bajo ese avión a reacción? -preguntó una mujer a su acompañante en el aparcamiento de Settlers Green Outlet Village, mientras se tapaba los ojos. Si el sistema de teledirección del Fasthawk pudiera haber hablado, quizá habría dicho: «Y aún no has visto nada, cielo».
Pasó por encima del límite entre Maine y New Hampshire a una altura de poco más de novecientos metros y con un estruendo que hacía castañetear los dientes y rompía los cristales de las ventanas. Cuando el sistema de teledirección tomó la 119, descendió primero a trescientos metros y luego a ciento cincuenta. Por entonces, el ordenador funcionaba a toda máquina, analizando la información proporcionada por el sistema de teledirección y realizando mil correcciones de curso cada minuto.
En Washington, el coronel James O. Cox dijo: -Fase final de la aproximación. Sujétense la dentadura postiza. El Fasthawk tomó la Little Bitch y descendió casi a nivel del suelo, todavía a una velocidad cercana a Mach 2, analizando cada colina y cada curva. La cola del proyectil refulgía con tal intensidad que era imposible mirarla directamente y dejaba tras de sí un hedor tóxico a propergol. Arrancaba las hojas de los árboles, incluso quemaba algunas. Provocó la implosión de un tenderete situado al pie de la carretera, en Tarker's Hollow, y varias planchas de madera y calabazas aplastadas salieron volando por los aires. El estruendo que siguió hizo que la gente se tirara al suelo con las manos en la cabeza.
Esto va a funcionar, pensó Cox . ¿Cómo no va a funcionar?
Al final, se habían congregado ochocientas personas en el Dipper's. Nadie abría la boca, aunque los labios de Lissa Jamieson se movían en silencio mientras le rezaba al alma suprema new age que resultara ser objeto de su devoción en ese momento. En una mano tenía un cristal; la reverenda Piper Libby, por su parte, sostenía la cruz de su madre frente a los labios. Ernie Calvert dijo: -Ahí viene.
– ¿Por dónde? -preguntó Marty Arsenault-. No veo nad…
– ¡Escuchad! -exclamó Brenda Perkins.
Oyeron cómo se aproximaba: un zumbido de otro mundo en la zona oeste del pueblo, un mmmm que se convirtió en un MMMMMM en pocos segundos. En la gran pantalla de televisión apenas vieron algo hasta al cabo de media hora, mucho tiempo después de que el misil hubiera fracasado en su objetivo. Benny Drake pasó de nuevo la grabación a cámara lenta, fotograma a fotograma, para aquellos que aún estaban en el Dipper's. La gente vio cómo el misil enfilaba la curva de la Little Bitch Road. Volaba a no más de un metro del suelo, casi rozando su propia sombra difuminada: En el siguiente fotograma, el Fasthawk, cargado con una ojiva de explosión por fragmentación diseñada para explotar al impactar en el objetivo, estaba congelado en el aire en el lugar donde los marines habían plantado el campamento.
En los siguientes fotogramas, la pantalla se llenó de un blanco tan intenso que todos los presentes tuvieron que taparse los ojos. Entonces, cuando el resplandor se atenuó, vieron los fragmentos del misil -un sinfín de puntos negros sobre la explosión-, y una gran quemadura en el lugar donde antes estaba la X roja. El misil había impactado exactamente en su objetivo.
Después de eso, la multitud del Dipper's vio cómo los árboles situados en el exterior de la Cúpula empezaban a arder. También observaron cómo el asfalto se deformaba y luego se fundía.
– Dispare el otro -dijo Cox sin entusiasmo, y Gene Ray obedeció. El misil rompió más ventanas y asustó a más gente del este de New Hampshire y el oeste de Maine.
Por lo demás, el resultado fue el mismo.
En el 19 de Mills Street, hogar de la familia McClatchey, hubo un momento de silencio cuando finalizó la grabación. Entonces Norrie Calvert rompió a llorar. Benny Drake y Joe McClatchey, después de intercambiar miradas de «¿Y ahora qué hago?» por encima de la cabeza inclinada de su amiga, decidieron abrazarla para aplacar sus sollozos y se agarraron de las muñecas en una especie de sentido saludo.
– ¿Eso es todo? -preguntó Claire McClatchey con incredulidad. La madre de Joe no lloraba, pero estaba al borde de las lágrimas; sus ojos se inundaron. Sostenía la fotografía de su marido en las manos, la había descolgado de la pared poco después de que Joe y sus amigos hubieran llegado con el DVD-. ¿Eso es todo?
Nadie respondió. Barbie estaba sentado en el brazo del sillón en el que estaba sentada Julia. Podría estar metido en un buen problema, pensó. Pero ese no fue su primer pensamiento. Lo primero que le vino a la cabeza fue que el pueblo tenía un buen problema.
La señora McClatchey se puso en pie. Seguía aferrada a la fotografía de su marido. Sam había ido al mercadillo que se organizaba en el circuito de Oxford cada sábado hasta que llegaba el invierno. Era un gran aficionado a la restauración de muebles, y a menudo encontraba material interesante en los puestos. Tres días después seguía en Oxford, compartiendo el Raceway Motel con un montón de periodistas y reporteros de televisión; Claire y él no podían hablar por teléfono, pero mantenían contacto por correo electrónico. Hasta el momento.
– ¿Qué le ha pasado a tu ordenador, Joey? -preguntó la mujer-. ¿Ha estallado?
Joe, que aún tenía el brazo sobre el hombro de Norrie, y agarraba a Benny de la muñeca, negó con la cabeza.
– No lo creo -dijo-. Seguramente se ha fundido. -Se volvió hacia Barbie-. El calor podría provocar un incendio en el bosque de la zona. Alguien debería ocuparse de eso.
– No creo que haya ningún camión de bomberos en el pueblo -añadió Benny-. Bueno, quizá uno o dos de los antiguos.
– Ya me encargaré yo de eso -dijo Julia. Claire McClatchey era mucho más alta que ella; estaba claro de quién había heredado Joe su altura-. Barbie, creo que será mejor que me encargue de esto yo sola.
– ¿Por qué? -Claire parecía desconcertada. Al final derramó una de las lágrimas, que corrió mejilla abajo-. Joe dijo que el gobierno lo había puesto al mando, señor Barbara. ¡El propio presidente!
– He tenido ciertas discrepancias con el señor Rennie y el jefe Randolph sobre la transmisión por vídeo -dijo Barbie-. La discusión subió un poco de tono y dudo que ninguno de los dos agradezca mis consejos en este momento. Julia, tampoco creo que reciban los tuyos con mucho entusiasmo. Por lo menos aún no. Si Randolph es medio competente enviará a un par de ayudantes especiales con los efectivos que queden en el viejo parque de bomberos. Tendría que haber, como mínimo, mangueras y bombas de agua.
Julia reflexionó y preguntó:
– ¿Te importa acompañarme fuera un momento, Barbie?
Barbara miró a la madre de Joe, pero Claire ya no les prestaba atención. Había apartado a su hijo y estaba sentada junto a Norrie, que tenía la cara pegada en su hombro.
– Tío, el gobierno me debe un ordenador -dijo Joe mientras Barbie y Julia se dirigían hacia la puerta de la calle.
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