– He sido el editor del último número de Ploughshares -dijo con una voz que temblaba de indignación y pena-. Es una revista literaria muy buena, una de las mejores del país. No tenían derecho a darme un puñetazo en el estómago ni a reírse de mí.
– No -admitió Barbie-. Por supuesto que no. Cuiden bien de esos niños.
– Lo haremos -dijo Carolyn, que agarró el brazo de su novio y lo apretó-. Venga, Thurse.
Barbie esperó hasta que oyó cerrarse la puerta exterior, y entonces buscó la escalera que conducía a la sala de plenos del ayuntamiento y a la cocina. Julia le había dicho que el refugio antinuclear se encontraba ahí abajo.
Lo primero que a Piper se le pasó por la cabeza fue que alguien había dejado una bolsa de basura en el arcén de la carretera. Entonces se acercó un poco más y vio que era un cuerpo.
Detuvo el coche y bajó tan rápido que se le dobló una rodilla y se hizo un rasguño. Cuando se levantó, vio que no había un cuerpo sino dos: una mujer y un bebé. El niño, por lo menos, estaba vivo, agitaba los brazos sin energía.
Corrió hacia ellos y puso a la mujer boca arriba. Era joven, su rostro le resultaba vagamente familiar, pero no formaba parte de su congregación. Tenía varios moratones en la mejilla y en la frente. Piper soltó al niño de la mochila, y cuando lo cogió y le acarició el pelo sudado, empezó a llorar desconsoladamente.
La mujer abrió los ojos de repente al oír el llanto. Piper vio que tenía los pantalones manchados de sangre.
– El bebé -gimió la mujer, pero Piper no le entendió.
– ¿Quieres beber? Tranquila, hay agua en el coche. No te muevas. Tengo a tu hijo, está bien. -En realidad no sabía si eso era cierto-. Yo me cuidaré de él.
– El bebé -repitió la mujer de los pantalones ensangrentados, y cerró los ojos.
Piper regresó corriendo al coche. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía las palpitaciones en las órbitas de los ojos. La lengua le sabía a cobre. Que Dios me ayude , pensó, y como no se le ocurrió nada más, lo dijo de nuevo: Dios, oh, Dios, ayúdame a ayudar a esa mujer.
El Subaru tenía aire acondicionado pero no lo había utilizado a pesar del calor que hacía; casi nunca lo encendía. Creía que no era muy ecológico. Pero en ese momento decidió ponerlo en marcha, a toda potencia. Dejó al bebé en el asiento posterior, subió las ventanillas, cerró las puertas, y se dirigió de nuevo hacia la mujer que yacía en el polvo, pero un pensamiento horrible la hizo frenarse en seco: ¿y si el bebé lograba subirse al asiento, apretaba un botón y cerraba las puertas?
Dios, qué estúpida soy. La peor reverenda del mundo cuando estalla una crisis de verdad. Ayúdame a no ser tan estúpida.
Regresó corriendo junto al coche, abrió la puerta del conductor de nuevo, miró por encima del asiento, y vio que el bebé seguía tumbado donde lo había dejado, aunque ahora se estaba chupando el pulgar. La miró fugazmente y luego fijó la mirada en el techo, como si hubiera visto algo interesante. Tenía la camiseta empapada de sudor. Piper giró la llave electrónica hacia delante y hacia atrás hasta que logró quitarla del llavero. Entonces regresó junto a la mujer, que estaba intentando sentarse.
– No -le dijo Piper, que se arrodilló junto a ella y le puso un brazo sobre los hombros-. Creo que no deberías…
– El bebé -gimió la mujer.
¡Mierda! ¡He olvidado el agua! Dios, ¿por qué has permitido que me olvide del agua?
Ahora la mujer hacía esfuerzos por ponerse en pie. A Piper no le gustó la idea, contradecía todo lo que sabía sobre primeros auxilios, pero ¿qué otra opción tenía? La carretera estaba desierta y no podía dejarla con aquel sol abrasador, que no haría sino empeorar con el paso de las horas. De modo que en lugar de obligarla a sentarse, la ayudó a levantarse.
– Despacito -le dijo mientras la sujetaba por la cintura y la ayudaba a dar unos pasos tambaleantes-. Poco a poco, no hay prisa. En el coche estarás fresquita. Y hay de beber.
– ¡El bebé! -La mujer se balanceó, recobró el equilibrio e intentó caminar más rápido.
– Quieres beber -dijo Piper-. Vale. Entonces voy a llevarte al hospital.
– Centro… Salud.
Piper no le entendió y negó con la cabeza.
– Ni hablar, no vas a acabar en un ataúd, vas al hospital. Tu hijo y tú.
– El bebé -susurró la mujer, que se tambaleó. Tenía la cabeza gacha, la cara tapada por el pelo, mientras Piper abría la puerta del acompañante y la ayudaba a subir.
Piper cogió la botella de Poland Spring del salpicadero y quitó el tapón. La mujer se la arrancó antes de que Piper pudiera ofrecérsela, y bebió con tanta avidez que el agua le mojó el cuello, la barbilla y la camiseta.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó la reverenda.
– Sammy Bushey. -Y entonces, mientras sentía un calambre en el estómago a causa del agua, apareció de nuevo la rosa negra frente a los ojos de Sammy. La botella cayó sobre la alfombrilla, el agua se derramó, y ella perdió el conocimiento.
Piper se dirigió hacia el hospital a toda velocidad gracias a que Motton Road estaba desierta, pero cuando llegó al Cathy Russell descubrió que el doctor Haskell había muerto el día antes y que el auxiliar médico, Everett, no estaba allí.
El célebre y experto médico Dougie Twitchel se encargó de examinar y hacer el ingreso de Sammy.
Mientras Ginny intentaba detener la hemorragia vaginal de Sammy Bushey, y Twitch suministraba líquidos por vía intravenosa a Little Walter, que estaba muy deshidratado, Rusty Everett estaba sentado tranquilamente en un banco de la plaza del pueblo, al lado del ayuntamiento. El banco se encontraba bajo las largas ramas de una alta pícea azul, por lo que el auxiliar médico creía que la sombra lo hacía invisible. Siempre que no se moviera demasiado, claro está.
Había varias cosas interesantes que observar.
Su plan inicial consistía en ir directamente al almacén que había detrás del ayuntamiento (Twitch lo había llamado «cabaña», pero el largo edificio de madera, que también albergaba los cuatro quitanieves del pueblo, era algo más que eso) para comprobar las reservas de propano, pero entonces apareció uno de los coches de policía, conducido por Frankie DeLesseps. Junior Rennie bajó del asiento del conductor. Ambos hablaron un instante, y luego DeLesseps se fue.
Junior subió los escalones de la comisaría, pero en lugar de entrar, se sentó ahí mismo y se frotó las sienes como si tuviera dolor de cabeza. Rusty decidió esperar. No quería que lo vieran comprobando las reservas energéticas del pueblo, y menos el hijo del segundo concejal.
Poco después Junior se sacó el teléfono móvil del bolsillo, lo abrió, escuchó, dijo algo, escuchó un poco más, dijo unas palabras y lo cerró de nuevo. Volvió a frotarse las sienes. El doctor Haskell había comentado algo sobre ese muchacho. ¿Migrañas y jaquecas, había dicho? Sin duda parecía que tenía migraña. No solo porque se frotaba las sienes, sino por cómo agachaba la cabeza.
Intenta que no le moleste el resplandor , pensó Rusty. Debe de haber olvidado el Imitrex o el Zomig en casa. Suponiendo que Haskell se los hubiera recetado.
Rusty se disponía a levantarse con la intención de enfilar Commonwealth Lane y dirigirse a la parte de atrás del ayuntamiento -estaba claro que Junior no se encontraba en actitud muy observadora-, cuando vio a otra persona y decidió sentarse de nuevo. Dale Barbara, el pinche que al parecer había sido ascendido al rango de coronel (por el propio presidente, según afirmaban algunos), estaba bajo la marquesina del Globe, más oculto en las sombras que el propio Rusty. Y Barbara también parecía estar observando a Junior Rennie.
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