Sammy se puso a cantar la canción de James McMurtry que tanto éxito había cosechado durante el verano, llegó hasta « We roll up the sidewalks at quarter of eight, it's a small town, can't sell you no beer», y luego se calló. Tenía la boca demasiado seca para cantar. Parpadeó y vio que estaba a punto de caerse en la cuneta del lado contrario a aquel por el que había empezado a caminar. Había cruzado la carretera, una forma excelente de que la atropellaran en lugar de que le echaran una mano.
Miró por encima del hombro con la esperanza de que apareciera algún coche. Pero no había ninguno. La carretera que llevaba a Eastchester estaba desierta; el asfalto no estaba tan caliente como para resplandecer.
Regresó al lado de la carretera que creía que era el suyo, tambaleándose, con piernas temblorosas. Marinero borracho, pensó. ¿Qué haces con un marinero borracho a estas horas de la mañana? Pero no era por la mañana, sino por la tarde. Había dormido demasiado, y cuando miró hacia abajo vio que la entrepierna de sus pantalones de chándal se había teñido de color púrpura, como las bragas que llevaba antes. No podré quitar la mancha, y solo tengo dos pares más que me vayan bien. Entonces recordó que uno de los otros tenía un agujero grande en el trasero y rompió a llorar. Sintió cómo las lágrimas frías corrían por sus mejillas calientes.
– No pasa nada, Little Walter -dijo-. El doctor Haskell nos curará a los dos. Todo va a ir bien. Como la seda. Como…
Entonces floreció una rosa negra ante sus ojos y sus últimas fuerzas abandonaron sus piernas. Sammy sintió que la dejaban, que salían de sus músculos como si fueran agua. Y cayó al suelo tras un último pensamiento: ¡Ponte de lado, de lado, no aplastes al bebé!
Lo logró. Se quedó tirada de costado en el arcén de Motton Road, inmóvil bajo un sol y una calima más propios del mes de julio. Little Walter se despertó y empezó a llorar. Intentó salir de la mochila pero no pudo; Sammy lo había sujetado con mucho cuidado y estaba inmovilizado. Lloró con más fuerza. Una mosca se posó en su cabeza, probó la deliciosa sangre que rezumaba entre las imágenes de dibujos animados de Bob Esponja y Patrick, y se fue volando. Posiblemente para informar de aquel banquete en el cuartel general de las moscas y pedir refuerzos.
Las cigarras chimaban en la hierba.
Sonó la sirena del pueblo.
Little Walter, atrapado con su madre inconsciente, lloró un rato más bajo el calor, luego calló y permaneció en silencio, mirando a su alrededor con apatía, mientras los goterones de sudor le corrían por el pelo.
Junto a la taquilla de madera del Globe Theater y bajo su marquesina combada (el Globe llevaba cinco años cerrado), Barbie tenía una buena visión del ayuntamiento y de la comisaría de policía. Su buen amigo Junior estaba sentado en los escalones de la comisaría masajeándose las sienes como si el estruendo rítmico de la sirena le diera dolor de cabeza.
Al Timmons salió del ayuntamiento y bajó corriendo a la calle. Llevaba su ropa gris de conserje, unos prismáticos colgados del cuello y una fumigadora manual vacía, a juzgar por la facilidad con la que la cargaba. Barbie dedujo que Al había hecho sonar la alarma de incendio.
Vete, Al, pensó Barbie. ¿A qué esperas?
Aparecieron media docena de vehículos. Los dos primeros eran rancheras, el tercero un camión. Los tres estaban pintados de un amarillo muy brillante, casi chillón. Las rancheras lucían pegatinas de la FERRETERÍA BURPEE en las puertas. En la caja del camión podía leerse el legendario eslogan VEN A BURPEES A TOMAR GRANIZADOS SLURPEES. Lo conducía el propio Romeo. Llevaba su típico peinado estilo Daddy Cool, con el pelo ensortijado a lo afro. Brenda Perkins iba de acompañante. En la parte posterior de la ranchera había palas, mangueras y una bomba nueva, que aún llevaba las pegatinas del fabricante.
Romeo se detuvo junto a Al Timmons.
– Monta detrás, socio -dijo, y Al obedeció.
Barbie se ocultó tanto como pudo en la sombra de la marquesina del teatro vacío. No quería que lo reclutaran para ayudar a extinguir el incendio de la Little Bitch; tenía cosas que hacer en el pueblo.
Junior no se había movido de los escalones de la comisaría, seguía frotándose las sienes y sosteniéndose la cabeza. Barbie esperó a que desaparecieran los camiones y cruzó la calle rápidamente. Junior no alzó la mirada, y al cabo de un instante ya quedaba oculto tras el edificio del ayuntamiento, cubierto de hiedras.
Barbie subió los escalones y se detuvo a leer el cartel del tablón de anuncios: REUNIÓN DEL PUEBLO EL JUEVES A LAS 19.00 SI LA CRISIS NO HA FINALIZADO. Pensó en las palabras de Julia «Hasta que no hayas oído el discurso de Big Jim Rennie, no lo subestimes». Tal vez tendría oportunidad de escucharlo el jueves por la tarde; no le cabía la menor duda de que Rennie haría todo lo que estuviera en su mano para no ceder el control de la situación.
«Y más poder», la voz de Julia resonó en su cabeza. «También querrá eso, claro. Por el bien del pueblo.»
El ayuntamiento se había construido con bloques de piedra ciento sesenta años antes, por lo que hacía una temperatura agradable en el vestíbulo, sumido en la penumbra. El generador estaba apagado y no había ninguna necesidad de encenderlo si no había nadie dentro.
Pero sí había alguien, en el vestíbulo principal. Barbie oyó voces, dos, de niño. Las altas puertas de roble estaban entreabiertas. Echó un vistazo al interior y vio a un hombre delgado y canoso sentado frente a la mesa de los concejales. Delante de él había una niña bonita de unos diez años. Los separaba un tablero de damas; el hombre, con la mejilla apoyada en una mano, estudiaba su próximo movimiento. Más allá, en el pasillo entre los bancos, una joven jugaba a saltar el potro con un niño de cuatro o cinco años. Los que estaban jugando a las damas permanecían concentrados; la mujer joven y el niño reían.
Barbie intentó apartarse, pero ya era demasiado tarde. La mujer alzó la cabeza.
– ¿Hola? ¿Hola? -Cogió al niño en brazos y se dirigió hacia él. El hombre y la niña también lo miraron. Al diablo con el sigilo.
La joven le tendió la mano con la que no sostenía al niño.
– Soy Carolyn Sturges. Ese caballero es mi amigo Thurston Marshall. Este pequeño es Aidan Appleton. Di hola, Aidan.
– Hola -dijo Aidan en voz baja, y se metió el pulgar en la boca. Miró a Barbie con unos ojos redondos y azules y con cierta curiosidad.
La niña se acercó corriendo a Carolyn Sturges. El hombre, con pinta de intelectualoide, la siguió con más calma. Parecía cansado y abatido.
– Soy Alice Rachel Appleton -dijo la niña-. Soy la hermana mayor de Aidan. Quítate el pulgar de la boca, Aide.
Pero el niño no le hizo caso.
– Me alegro de conoceros a todos -dijo Barbie, que no les dio su nombre. De hecho, en ese instante deseaba llevar puesto un bigote postizo. Aunque quizá no estaba todo perdido. Estaba casi seguro de que esas cuatro personas no eran del pueblo.
– ¿Trabaja usted en el ayuntamiento? -preguntó Thurston Marshall-. Si es así, quiero presentar una queja.
– Solo soy el conserje -respondió Barbie, que acto seguido recordó que probablemente habían visto salir a Al Timmons. Es más, incluso debían de haber hablado con él-. El otro conserje. Deben de haber visto a Al.
– Quiero a mi madre -dijo Aidan Appleton-. La echo mucho de menos.
– Lo hemos conocido -concedió Carolyn Sturges-. Nos ha dicho que el gobierno ha disparado unos misiles contra lo que nos tiene aislados pero que han rebotado y han causado un incendio.
– Es cierto -dijo Barbie, y antes de que pudiera añadir algo más, Marshall metió baza de nuevo.
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