– Quiero presentar una queja. De hecho, quiero presentar una denuncia. Me ha agredido un supuesto agente de policía. Me ha dado un puñetazo en el estómago. Me extirparon la vesícula biliar hace unos años y podría tener alguna herida interna. Además, también ha insultado a Carolyn. Se ha dirigido a ella en unos términos que la degradan sexualmente.
Carolyn le puso una mano en el brazo.
– Antes de presentar una denuncia, Thurse, quiero que recuerdes que teníamos M-A-R-Í-A -dijo Carolyn, deletreando la palabra.
– ¡María! -exclamó Alice-. Nuestra madre fuma marihuana a veces porque le alivia el dolor de la R-E-G-L-A.
– Oh -dijo Carolyn-. Vale. -Esbozó una sonrisa.
Marshall se irguió por completo.
– La posesión de marihuana es una falta. ¡Lo que me hicieron a mí es un delito de agresión! ¡Y me hicieron mucho daño!
Carolyn le lanzó una mirada preñada de afecto y exasperación. De pronto Barbie entendió la relación que mantenían esos dos. La atractiva joven, que se encontraba en la primavera de su vida, había conocido al intelectual, que ya había entrado en el otoño, y ahora estaban atrapados, eran unos refugiados en la versión de Nueva Inglaterra de A puerta cerrada.
– Thurse… No creo que colara como falta. -Miró a Barbie, como excusándose-. Teníamos bastante. Y se la llevaron.
– Quizá se fumen las pruebas -dijo Barbie.
Carolyn se rió. A su novio canoso no le hizo tanta gracia y frunció sus espesas cejas.
– Aun así, pienso presentar una queja.
– Yo esperaría -le recomendó Barbie-. Ahora mismo la situación aquí… bueno, digamos que un puñetazo en el estómago no se considerará un asunto muy importante mientras sigamos atrapados bajo la Cúpula.
– Pues yo lo considero algo muy importante, estimado amigo conserje.
Ahora la mujer parecía haber adoptado una actitud más exasperada que afectuosa.
– Thurse…
– Lo bueno de todo esto es que nadie armará escándalo por un poco de maría -dijo Barbie-. Lo comido por lo servido, como dice el refrán. ¿De dónde han salido los niños?
– Los policías que fueron a buscarnos a la cabaña de Thurston nos vieron en el restaurante -dijo Carolyn-. La propietaria nos dijo que tenían cerrado hasta la hora de la cena, pero se apiadó de nosotros cuando le dijimos que éramos de Massachusetts. Nos sirvió unos bocadillos y café.
– Nos dio un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada, y café -la corrigió Thurston-. No había elección, ni tan siquiera nos ofreció un bocadillo de atún. Le dije que la mantequilla de cacahuete se me pega a la dentadura, pero me contestó que había racionamiento. ¿No le parece que es la cosa más absurda que ha oído jamás?
A Barbie le parecía absurdo, pero como la idea había sido suya, no respondió.
– Cuando vi entrar a los policías, creía que iba a haber más problemas -dijo Carolyn-, pero parece que Aide y Alice los ablandaron.
Thurston gruñó:
– Pero no tanto como para disculparse. ¿O es que me perdí esa parte?
Carolyn lanzó un suspiro y se volvió hacia Barbie.
– Nos dijeron que tal vez la reverenda de la iglesia congregacional podría encontrarnos una casa vacía donde alojarnos hasta que acabara esto. Supongo que vamos a ser padres de acogida, al menos durante un tiempo.
La mujer acarició el pelo a Aide. Thurston Marshall no parecía muy entusiasmado con la posibilidad de convertirse en padre de acogida, pero rodeó a la niña con un brazo, un gesto que a Barbie le gustó.
– Uno de los policías era Juuuunior -dijo Alice-. Es simpático. Y guapo. Frankie no es tan atractivo, pero también fue simpático. Nos dio una barrita de Milky Way. Mamá dice que no debemos aceptar dulces de desconocidos pero… -Se encogió de hombros para expresar que las cosas habían cambiado, un hecho que Carolyn y ella parecían entender de forma más clara que Thurston.
– Pues antes no fueron muy simpáticos -dijo el hombre-. No fueron simpáticos cuando me pegaron un puñetazo en el estómago, Caro.
– No hay mal que por bien no venga -añadió Alice con tono filosófico-. Es lo que dice mi madre.
Carolyn se rió. Barbie hizo lo propio, y al cabo de un momento también los acompañó Marshall, aunque se llevó las manos al estómago y le lanzó una mirada de reproche a su joven novia.
– Fui hasta la iglesia y llamé a la puerta -dijo Carolyn-. Como no respondía nadie, entré, la puerta no estaba cerrada con llave, pero la iglesia estaba vacía. ¿Tiene idea de cuándo regresará el reverendo?
Barbie negó con la cabeza.
– Yo que ustedes cogería el tablero e iría hasta la casa parroquial, está a la vuelta de la esquina. Pregunten por una mujer llamada Piper Libby.
– Cherchez la femme -dijo Thurston.
Barbie se encogió de hombros y asintió.
– Es una buena persona, y Dios sabe que hay varias casas vacías en Mills. Casi podrán escoger. Y probablemente encontrarán provisiones en la despensa elijan la casa que elijan.
Aquello le hizo pensar de nuevo en el refugio antinuclear.
Alice, mientras tanto, había cogido las damas, que se guardó en los bolsillos, y el tablero.
– El señor Marshall me ha ganado todas las partidas -le dijo a Barbie-. Dice que es una actitud condescendiente dejar ganar a los niños solo porque son niños. Pero estoy mejorando, ¿verdad, señor Marshall?
La niña le sonrió y Thurston Marshall le devolvió la sonrisa. Barbie pensó que ese cuarteto tan insólito se las apañaría bien.
– Sí, los niños tenéis todo el derecho del mundo a pasároslo bien, querida Alice. Pero no es necesario que os lo sirvamos todo en bandeja.
– Quiero a mamá -dijo Aidan, enfurruñado.
– Ojalá hubiera algún modo de ponernos en contacto con ella -dijo Carolyn-. Alice, ¿estás segura de que no recuerdas su dirección de correo electrónico? -Y le comentó a Barbie-: Su madre se dejó el teléfono móvil en la cabaña, de modo que no podemos llamarla.
– Sé que empezaba con «mujer» no sé qué -dijo Alice-. Y que es de Hotmail. Es lo único que recuerdo. Mamá siempre dice que antes tenía otra que empezaba con «solteraymaciza», pero que papá la obligó a cambiarla.
Carolyn miró a su novio mayor.
– ¿Nos ponemos en marcha?
– Sí. Vamos a la casa parroquial y esperemos que la mujer vuelva pronto de la obra de caridad que haya requerido de su atención.
– Es probable que su casa tampoco esté cerrada con llave -dijo Barbie-. Si lo está, busque bajo el felpudo.
– Jamás me habría atrevido -replicó el hombre.
– Yo sí -exclamó Carolyn, y se rió. Sus carcajadas hicieron sonreír al niño.
– ¡Atrevido! -gritó Alice Appleton, que corrió por el pasillo central con los brazos estirados y agitando el tablero de las damas-. Atrevido, atrevido, venga, chicos, ¡atrevámonos!
Thurston lanzó un suspiro.
– Si rompes el tablero nunca me ganarás.
– ¡Sí que te ganaré porque tengo derecho a pasármelo bien! -exclamó la pequeña-. ¡Además, podríamos pegarlo con cinta adhesiva! ¡Vamos!
Aidan se revolvió impaciente en los brazos de Carolyn, que lo dejó en el suelo para que persiguiera a su hermana. La joven le tendió la mano.
– Gracias, señor…
– De nada -respondió Barbie, que le estrechó la mano. Entonces se volvió hacia Thurston, que le dio un apretón de manos flojo, típico de los hombres que conceden mucha más importancia al cultivo de la mente que al del cuerpo.
La pareja echó a caminar detrás de los niños. Al llegar a la puerta, Thurston Marshall se volvió. Un rayo de sol difuso que entraba por un ventanal alto le iluminó la cara y pareció mucho mayor de lo que era. Como si tuviera ochenta años.
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