Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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– ¡No lo haga! -gritó-. ¡No lo haga, agente!

Por un instante todo pendió de un hilo. Entonces Ollie Dinsmore, seguido de cerca de su madre, que jadeaba y sollozaba, pasó entre ellos e hizo retroceder a Searles.

Melvin bajó el puño.

– De acuerdo -dijo-. Pero estás en la escena de un crimen, capullo. En la escena de una investigación policial. O como se diga.

Barbie se limpió la boca ensangrentada con el pulpejo de la mano y pensó: Las cosas siempre pueden ir a peor. Eso es lo jodido, que siempre pueden ir a peor.

2

Lo único que Rusty oyó de todo lo sucedido fue «médico». Entonces lo dijo él mismo.

– Médico, señor Dinsmore. Rusty Everett. Me conoce. Déjeme que le eche un vistazo a su hijo.

– ¡Déjale, Alden! -gritó Shelley-. ¡Deja que mire a Rory!

Alden soltó al muchacho, que, arrodillado, se balanceaba hacia delante y hacia atrás con los vaqueros empapados de sangre. Se había vuelto a tapar la cara con las manos. Rusty se las cogió, con mucho cuidado, y las apartó. Albergaba la esperanza de que no fuera tan grave como se temía, pero la cuenca estaba vacía y sangraba. Y el cerebro que se ocultaba tras la cuenca había sufrido graves daños. Lo que no entendía era cómo era posible que el otro ojo mirara hacia arriba, en un gesto absurdo, hacia la nada.

Rusty empezó a quitarse la camisa, pero el predicador ya ofrecía la suya. El torso de Coggins, delgado y blanco por delante, y surcado por unos verdugones rojos con forma de cruz en la espalda, estaba cubierto de sudor. Le tendió la camisa.

– No -dijo Rusty-. Hazla jirones.

En un primer momento Lester no lo entendió. Entonces desgarró la camisa en dos. El resto del contingente policial empezaba a llegar, y algunos de los policías oficiales -Henry Morrison, George Frederick, Jackie Wettington y Freddy Denton- gritaron a los nuevos ayudantes especiales para que ayudaran a hacer retroceder a la multitud, a crear más espacio. Los nuevos obedecieron con entusiasmo. Algunos de los curiosos cayeron al suelo, entre ellos la famosa torturadora de Bratz Samantha Bushey. Sammy llevaba a Little Walter en un portabebés, y cuando cayó de culo, ambos chillaron. Junior Rennie pasó por encima de ella sin tan siquiera mirarla, agarró a la madre de Rory y estuvo a punto de levantar en el aire a la madre del chico herido; Freddy Denton lo detuvo.

– ¡No, Junior, no! ¡Es la madre del muchacho! ¡Suéltala!

– ¡Brutalidad policial! -gritó Sammy Bushey desde donde se encontraba, en la hierba-. ¡Brutalidad poli…!

Georgia Roux, la última incorporación al departamento de policía de Peter Randolph, llegó con Carter Thibodeau (cogida de su mano, de hecho). Georgia le puso una bota sobre el pecho a Sammy, en un gesto que no llegó a ser una patada, y dijo:

– Eh, tú, bollera, cierra el pico.

Junior soltó a la madre de Rory y se reunió con Mel, Carter y Georgia, que miraban a Barbie. Junior también clavó la vista en Barbie, pensó que estaba harto de encontrárselo hasta en la sopa y que estaría muy bien en una celda junto a la de Sam «el Desharrapado». Junior también pensó que ser policía había sido su destino desde siempre; sin duda le había aliviado las migrañas.

Rusty cogió la mitad de la camisa rasgada de Lester y la hizo jirones. Dobló un pedazo e iba a ponerlo en la herida sangrante de la cara del muchacho, cuando cambió de opinión y se lo dio al padre.

– Tape la…

Apenas pudo pronunciar las palabras; tenía la garganta llena de sangre por culpa de la nariz rota. Entonces carraspeó, volvió la cabeza hacia un lado y escupió en la hierba un gargajo medio coagulado y lo intentó de nuevo.

– Tape la herida y apriete. Póngale una mano en la nuca y apriete con fuerza.

Aturdido pero deseoso de ayudar, Alden Dinsmore hizo lo que le ordenó. La improvisada almohadilla se tiñó de rojo de inmediato, pero aun así el hombre parecía más calmado. Tener algo que hacer ayudaba. Como era habitual.

Rusty lanzó el otro jirón de la camisa a Lester.

– ¡Más! -dijo, y Lester empezó a rasgar la camisa en trozos más pequeños.

Rusty levantó la mano de Dinsmore y apartó el pedazo de tela, que estaba empapado de sangre y ya no servía para nada. Shelley Dinsmore gritó cuando vio la cuenca vacía.

– ¡Oh, mi niño! ¡Mi niño!

Peter Randolph llegó trotando, jadeando y resoplando. Aun así, le llevaba cierta ventaja a Big Jim, que, consciente de sus problemas cardíacos, bajaba lentamente por la ladera del campo de hierba, mientras que el resto de la multitud avanzaba por un camino ancho. Pensaba en el lío de tres pares de cajones que se había montado. A partir de ese momento solo se permitirían las reuniones tras la obtención de un permiso previo. Y si podía meter baza (lo haría, como siempre), los permisos serían difíciles de obtener.

– ¡Aparten a esta gente! -gritó Randolph al agente Morrison.

Y Henry obedeció:

– ¡Apartaos, chicos! ¡Dejadlos respirar!

Morrison se desgañitaba:

– ¡Agentes, formen una línea! ¡Háganlos retroceder! ¡Y pónganles las esposas a todos aquellos que muestren la menor resistencia!

La multitud empezó a retroceder arrastrando los pies. Barbie no se movió.

– Señor Everett… Rusty… ¿Necesitas ayuda? ¿Estás bien?

– Sí -respondió Rusty. Y, por la expresión de su cara, Barbie dedujo todo lo que tenía que saber: que el auxiliar médico estaba bien, tan solo tenía una hemorragia nasal. Sin embargo, el muchacho no estaba bien y nunca volvería a estarlo, incluso si sobrevivía. Rusty puso un apósito nuevo en la cuenca del chico y le dijo al padre que apretara-. La nuca, recuerda. Aprieta con fuerza. Con fuerza.

Barbie retrocedió un poco, pero entonces el chico habló.

3

– Es Halloween. No puedes… No podemos…

Rusty se quedó paralizado mientras doblaba otro trozo de tela. De repente estaba en la habitación de su hija oyendo cómo Janelle gritaba: «¡Es culpa de la Gran Calabaza!».

Alzó la cabeza y miró a Linda. Ella también lo había oído. Abrió los ojos como platos y palideció.

– ¡Linda! -exclamó Rusty-. ¡Coge el walkie ! ¡Llama al hospital y dile a Twitch que traiga la ambulancia…!

– ¡Fuego! -gritó Rory Dinsmore con voz aguda y temblorosa. Lester lo miraba como Moisés debió de mirar la zarza ardiente-. ¡Fuego! ¡El autobús está en llamas! ¡Todo el mundo grita! ¡Cuidado con Halloween!

Ahora la multitud guardaba silencio, escuchaba el desvarío del niño. Hasta Jim Rennie lo oyó cuando alcanzó a la muchedumbre y empezó a abrirse paso a codazos.

– ¡Linda! -gritó Rusty-. ¡Coge el walkie ! ¡Necesitamos la ambulancia!

De repente dio un respingo, como si alguien hubiera dado una palmada delante de su cara. Sacó el walkie-talkie del bolsillo.

Rory se revolvió en el césped y empezó a tener convulsiones.

– ¿Qué está pasando? -preguntó el padre.

– ¡Oh, Dios mío, se está muriendo! -dijo la madre.

Rusty dio la vuelta al chico (intentaba no pensar en Jannie, pero eso, por supuesto, era imposible), que temblaba y daba sacudidas, y le levantó la barbilla para que respirara mejor.

– Venga -le dijo a Alden-. No abandones ahora. Aprieta el cuello. Comprime la herida. Hay que detener la hemorragia.

El hecho de aplicar tanta fuerza podía hundir aún más el fragmento de la bala que le había arrancado el ojo al chico, pero Rusty decidió que se preocuparía de eso más tarde. Siempre que el muchacho no muriera ahí mismo, en la hierba.

Cerca de allí -pero, oh, tan lejos-, uno de los soldados abrió la boca. Apenas había dejado atrás la adolescencia. Parecía aterrado y arrepentido.

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