– Me pregunto si el domingo que viene todavía nos divertiremos -dice Barbie.
Linda Everett lo mira. No es una mirada agradable.
– ¿No crees que antes…?
Rose la interrumpe.
– Mirad allí. Ese niño no debería conducir ese condenado trasto tan deprisa; va a volcar. Cómo detesto esos quads…
Todos miran el pequeño vehículo de inmensos neumáticos y lo siguen mientras traza una diagonal por el blanco heno de octubre. No se dirige hacia ellos, cierto, sino hacia la Cúpula. Y va demasiado deprisa. Un par de soldados oyen el motor que se acerca y por fin se vuelven.
– Ay, Dios mío, no permitas que se estrelle -gime Linda Everett.
Rory Dinsmore no se estrella. Más le valdría haberse estrellado.
Una idea es como un microbio del resfriado: tarde o temprano siempre hay alguien que la pilla. Los jefes del Estado Mayor ya habían pillado la idea; la habían lanzado de aquí para allá en varias de las reuniones a las que había asistido el antiguo jefe de Barbie, el coronel James O. Cox. Tarde o temprano, alguien tenía que contagiarse de esa misma idea en Mills, y no fue del todo una sorpresa que ese alguien resultara ser Rory Dinsmore, que era con diferencia la herramienta más afilada de la caja de los Dinsmore («No sé de dónde lo ha sacado», dijo Shelley Dinsmore cuando Rory llevó a casa sus primeras notas, todo sobresalientes…, y lo dijo más con voz de preocupación que de orgullo). Si hubiera vivido en el pueblo -y si hubiera tenido ordenador (que no tenía)-, Rory sin lugar a dudas habría formado parte de la pandilla de Joe McClatchey «el Espantapájaros».
A Rory le habían prohibido que fuera al carnaval/encuentro de oración/manifestación; en lugar de comer extraños perritos calientes y de ayudar a gestionar el aparcamiento de coches, su padre le había ordenado que se quedara en casa y diera de comer a las vacas. Cuando terminara, tenía que embadurnarles las ubres con ungüento Bag Balm, un trabajo que detestaba.
– Y cuando les hayas dejado las ubres suaves y brillantes -le dijo su padre-, barre los establos y deshaz algunas balas de heno.
Lo estaban castigando por haberse acercado a la Cúpula el día anterior después de que su padre se lo hubiese prohibido expresamente. Y por haberse atrevido a darle unos golpecitos con los nudillos, por el amor de Dios. Apelar a su madre, algo que solía funcionar, no le había servido de nada esta vez.
– Podrías haberte matado -dijo Shelley-. Además, tu padre dice que fuiste un insolente.
– ¡Solo les dije cómo se llama el cocinero! -protestó Rory, y por eso su padre le había soltado otra colleja mientras Ollie miraba con silenciosa y petulante aprobación.
– Ser tan listo te traerá problemas -dijo Alden.
Resguardado tras la espalda de su padre, Ollie le había sacado la lengua. Shelley, sin embargo, lo vio… y esta vez fue Ollie el que se llevó una colleja. Lo que no hicieron, con todo, fue prohibirle los placeres y las diversiones de la improvisada feria de esa tarde.
– Y ni te acerques a ese maldito kart -dijo Alden, señalando al quad que estaba aparcado a la sombra, entre los establos de ordeño 1 y 2-. Si tienes que mover el heno, carga con él. Así te pondrás fuerte.
Poco después, los Dinsmore de menos luces salieron juntos y atravesaron el campo hacia la carpa de Romeo. El más brillante de ellos se quedó atrás con una horca y un bote de Bag Balm grande como un jarrón.
Rory se dispuso a hacer sus tareas con desánimo pero a conciencia; a veces su despierto intelecto lo metía en problemas, pero lo cierto es que a pesar de todo era un buen hijo, y la idea de escaquearse de las tareas de castigo ni se le pasó por la cabeza. Al principio no se le pasó nada por la cabeza. Se encontraba en ese agraciado estado de vacuidad mental que a veces resulta ser un terreno muy fértil; el terreno en el que de pronto brotan nuestros sueños más brillantes y nuestras mayores ideas (tanto las buenas como las espectacularmente malas), a menudo en todo su esplendor. Sin embargo, siempre existe una cadena de asociaciones.
Cuando Rory empezó a barrer el pasillo principal del establo 1 (decidió que dejaría el detestable ungüento de ubres para el final), oyó un rápido pom-pum-pam que no podía ser más que una traca de petardos. Sonaban un poco como si fueran disparos. Eso le hizo pensar en el rifle 30-30 de su padre, que estaba guardado en el armario de la entrada. Los chicos tenían prohibido tocarlo salvo estricta supervisión -cuando iban a practicar tiro al blanco o en temporada de caza-, pero el armario no estaba cerrado con llave y la munición se encontraba en el estante de arriba.
Y entonces tuvo la idea. Rory pensó: Podría abrir un agujero en esa cosa. Tal vez reventarla. Vio la imagen, reluciente y clara, de lo que pasa cuando uno acerca una cerilla a la superficie de un globo.
Dejó la escoba y corrió a la casa. Igual que mucha gente brillante (sobre todo los niños brillantes), su punto fuerte era la inspiración más que la reflexión. Si su hermano mayor hubiese tenido una idea así (algo improbable), Ollie habría pensado: Si no pudo atravesarla una avioneta, ni un camión maderero a toda velocidad, ¿qué probabilidades tiene una bala? Puede que también hubiera razonado: Ya estoy metido en un lío por desobedecer, y esto es desobediencia elevada a la novena potencia.
Bueno… no, seguramente Ollie no habría pensado eso. Las aptitudes matemáticas de Ollie habían tocado techo con la multiplicación simple.
Rory, sin embargo, ya se las veía con el álgebra universitario, y lo tenía más que dominado. Si le hubiesen preguntado cómo iba a conseguir una bala lo que no habían conseguido ni un camión ni una avioneta, habría dicho que el efecto del impacto de un Winchester Elite XP 3sería mucho mayor que ninguno de los anteriores. Tenía lógica. Para empezar, la velocidad sería mayor. Por otro lado, el impacto en sí estaría concentrado en la punta de una bala de 180 gramos. Estaba convencido de que funcionaría. Tenía la elegancia incuestionable de una ecuación algebraica.
Rory vio su sonriente rostro (aunque modesto, desde luego) en la portada de USA Today, se vio entrevistado en Las noticias de la noche con Brian Williams; sentado en una carroza cubierta de flores en un desfile en su honor, rodeado de chicas estilo Reina del Baile (seguramente con vestidos sin tirantes, a lo mejor en bañador) mientras él saludaba al público y nevaba confeti a mansalva. ¡Sería EL CHICO QUE SALVÓ CHESTER'S MILL!
Agarró el rifle del armario, se acercó el escabel y alcanzó con la mano una caja de XP 3del estante. Metió dos cartuchos en la recámara (uno de reserva), después salió corriendo con el rifle alzado por encima de la cabeza, como un guerrillero a la conquista (aunque, concedámosle una cosa, puso el seguro sin pensarlo siquiera). La llave del quad Yamaha que tenía prohibido conducir estaba colgada del tablero del establo 1. Sujetó el llavero entre los dientes mientras amarraba el rifle a la parte trasera del quad con un par de gomas elásticas. Se preguntó si la Cúpula produciría algún sonido al reventar. Probablemente debería haber cogido los tapones para tiradores que había en el estante superior del armario, pero regresar por ellos era impensable; tenía que hacer aquello en ese mismo instante.
Así son las buenas ideas.
Rodeó el establo 2 con el quad y se detuvo justo lo necesario para estimar la magnitud de la muchedumbre que había en el campo. Emocionado como estaba, fue lo bastante sensato para no dirigirse hacia donde la Cúpula cruzaba la carretera (y donde los manchones de las colisiones del día anterior seguían pendiendo como la suciedad de un cristal sin lavar). Alguien podía detenerlo antes de que lograra reventar la Cúpula. Y entonces, en lugar de ser EL CHICO QUE SALVÓ CHESTER'S MILL, seguramente acabaría como EL CHICO QUE SE PASÓ UN AÑO ENGRASANDO TETAS DE VACA. Sí, y durante la primera semana lo haría en cuclillas porque tendría el trasero demasiado dolorido para sentarse. Algún otro acabaría llevándose el mérito por su gran idea.
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