Condujo en una diagonal que lo llevaría hasta la Cúpula a algo menos de quinientos metros de la carpa; se detendría en el lugar donde la paja estaba aplastada. Eso, como bien sabía, había sido provocado por los pájaros que habían caído. Vio que los soldados apostados en esa zona se volvían hacia el rugido creciente del quad. Oyó gritos de alarma entre los asistentes a la feria y las oraciones. Los cánticos de los himnos cesaron con un alto discordante.
Lo peor de todo fue que vio a su padre agitando su mugrienta gorra John Deere hacia él y vociferando:
– ¡ME CAGO EN TODO, RORY, PARA ESO!
Rory estaba demasiado acelerado para detenerse y, buen hijo o no, tampoco quería detenerse. El quad se topó con un montículo y él dio un buen bote en el asiento, agarrándose y riendo como un chiflado. De pronto tenía su gorra Deere del revés, y ni siquiera recordaba habérsela puesto así. El quad se inclinó sobre el morro, después decidió no volcar. Ya casi había llegado, y uno de aquellos soldados vestidos con uniforme de faena también le gritaba que se detuviera.
Rory se frenó, y a punto estuvo de dar una voltereta por encima del manillar del Yamaha. No pensó en poner aquel condenado trasto en punto muerto, así que el vehículo siguió avanzando y chocó contra la Cúpula antes de calarse. Rory oyó cómo se plegaba el metal y cómo el faro se rompía en pedazos.
Los soldados, por miedo a que el quad los atropellara (el ojo que no ve nada que lo escude de un objeto que se acerca desencadena reflejos poderosos), cayeron hacia uno y otro lado y dejaron un hermoso hueco, eso le ahorró a Rory el tener que decirles que se alejaran del posible estallido explosivo. Quería ser un héroe, pero no quería herir ni matar a nadie para lograrlo.
Tenía que darse prisa. Quienes estaban más cerca del punto donde se había detenido eran los que se encontraban en el aparcamiento y los que se apiñaban en torno a la carpa de Ofertas del Final del Verano, y corrían como condenados. Su padre y su hermano estaban entre ellos, ambos gritaban que no hiciera lo que fuera que se había propuesto hacer.
Rory tiró del rifle para liberarlo de las gomas elásticas, se calzó la culata en el hombro y apuntó a la barrera invisible a metro y medio por encima de un trío de gorriones muertos.
– ¡No, chico, mala idea! -gritó uno de los soldados.
Rory no le prestó atención, porque en realidad la idea era buena. La gente de la carpa y del aparcamiento ya estaba cerca. Alguien -Lester Coggins, que corría mucho mejor de lo que tocaba la guitarra- gritó:
– ¡En el nombre de Dios, hijo, no hagas eso!
Rory apretó el gatillo. No; solo lo intentó. El seguro seguía puesto. Miró por encima del hombro y vio cómo el predicador alto y delgado de la iglesia de los chiflados fanáticos adelantaba a su padre, que estaba sin resuello y tenía la cara roja. Lester llevaba la camisa por fuera, ondeando. Tenía los ojos abiertos como platos. El cocinero del Sweetbriar Rose iba justo detrás. Ya no estaban a más de cincuenta y cinco metros, y el reverendo parecía que acababa de poner la cuarta marcha.
Rory quitó el seguro con el pulgar.
– ¡No, chico, no! -volvió a gritar el soldado al tiempo que se agazapaba en su lado de la Cúpula y extendía las manos abiertas.
Rory no le hizo caso. Así son las buenas ideas. Disparó.
Fue, por desgracia para Rory, un tiro perfecto. La bala de alto impacto dio plenamente en el blanco, contra la Cúpula, rebotó y regresó como una pelota de goma atada a una cuerda. Rory no sintió dolor de inmediato, pero una enorme capa de luz blanca le inundó la cabeza mientras el más pequeño de los dos fragmentos de la bala le saltaba el ojo izquierdo y se metía en su cerebro. La sangre empezó a manar a chorro, y después le resbaló entre los dedos cuando cayó de rodillas aferrándose la cara.
– ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego! -gritaba el niño, y Lester pensó al instante en el versículo al que había ido a parar su dedo: «Locura, ceguera y turbación de espíritu»-. ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego!
Lester apartó las manos del niño y vio la cuenca roja de la que manaba sangre. Los restos de lo que había sido un ojo colgaban sobre la mejilla de Rory. Cuando alzó la cabeza hacia Lester, el picadillo cayó sobre la hierba con un ruido sordo.
El reverendo tuvo un momento para acunar al niño en sus brazos antes de que el padre llegara y se lo arrebatara. Así estaba bien. Así era como debía ser. Lester había pecado y le había suplicado una guía al Señor. La guía le había sido concedida, le había sido dada una respuesta. Por fin sabía lo que tenía que hacer con los pecados que James Rennie le había llevado a cometer.
Un niño ciego le había mostrado el camino.
LAS COSAS SIEMPRE PUEDEN IR A PEOR
Lo que Rusty Everett habría de recordar más tarde era confusión. La única imagen que sobresalía con absoluta claridad en su cabeza era la del torso desnudo del reverendo Coggins: la piel blanca y la tableta de chocolate del abdomen.
Sin embargo, Barbie, quizá porque el coronel Cox le había ordenado que se pusiera de nuevo su sombrero de investigador, lo vio todo. Y su recuerdo más vívido no era el de Coggins sin la camisa; era el de Melvin Searles mientras lo señalaba con un dedo y ladeaba la cabeza levemente, un gesto que cualquiera interpretaría como «Esto aún no ha acabado, chaval».
Lo que los demás recordaban -lo que hizo que tomaran conciencia de la situación del pueblo de un modo que quizá no habría logrado nada más- fueron los gritos del padre mientras sostenía en brazos a su hijo ensangrentado y en un estado lamentable, y los gritos de la madre «¿Está bien, Alden? ¿ESTÁ BIEN?», mientras arrastraba sus casi treinta kilos de sobrepeso hacia la escena del suceso.
Barbie vio cómo Rusty Everett se abría paso entre la multitud que se había reunido en torno al muchacho y se unía a los dos hombres arrodillados: Alden y Lester. Alden mecía en brazos a su hijo mientras el reverendo Coggins observaba la escena con la boca abierta, como una verja desencajada. La mujer de Rusty estaba justo detrás de él. Rusty se arrodilló entre Alden y Lester e intentó apartar las manos del chico de su cara. Alden -como era de esperar, según Barbie- le dio un puñetazo. Rusty empezó a sangrar por la nariz.
– ¡No! ¡Deja que os ayude! -gritó su mujer.
Linda , pensó Barbie. Se llama Linda y es poli.
– ¡No, Alden! ¡No! -Linda puso la mano en el hombro del granjero, que se volvió, dispuesto a asestarle un puñetazo también a ella. En su rostro se reflejaba que no estaba en su sano juicio; se había convertido en un animal que estaba protegiendo a un cachorro.
Barbie se inclinó para agarrar del puño al granjero en caso de que le diera por agredir a Linda, pero luego se le ocurrió una idea mejor.
– ¡Necesitamos un médico! -gritó y se situó frente a Alden para que no pudiera ver a Linda-. ¡Un médico! ¡Un médico, un…!
Alguien agarró a Barbie del cuello de la camisa y le dio la vuelta. Solo tuvo tiempo de reconocer a Mel Searles, uno de los colegas de Junior, y de ver que Searles llevaba una camisa de uniforme azul y una placa. Esto no puede ir a peor, pensó Barbie, pero como si quisiera demostrar que se equivocaba, Searles le pegó un puñetazo en la cara, tal como había hecho aquella otra noche en el aparcamiento de Dipper's. No acertó a darle en la nariz, que a buen seguro era su objetivo, pero le aplastó los labios contra los dientes.
Searles echó el puño atrás para golpearle de nuevo, pero Jackie Wettington, ese día compañera de Mel muy a su pesar, lo agarró del brazo antes de que pudiera agredirlo.
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