Entonces vuelve a ser simplemente ella misma.
Y mira a Kayla Bevins.
La familia de Kayla es pobre. Su padre corta madera en el TR y bebe en el pub de Freshie (que, con el paso del tiempo, se convertirá en el Dipper's). Su madre tiene una cicatriz rosa en la mejilla, por lo que los niños la llaman Cara de Cereza o Cabeza de Fresa. Kayla no tiene ropa bonita. Hoy lleva un viejo jersey marrón y una falda de cuadros vieja y unos mocasines gastados y unos calcetines blancos que se le caen. Tiene un rasguño en una rodilla de alguna caída o algún empujón en el patio. Es Kayla Bevins, sin duda, pero ahora tiene la cara de cuero. Y aunque adopta diversas formas, ninguna de ella se parece ni remotamente a la humana.
Julia piensa: Estoy viendo el aspecto que tiene el niño para la hormiga, si la hormiga alza la vista desde su lado de la lupa. Si alza la vista antes de empezar a arder.
– ¡KAYLA, POR FAVOR! ¡POR FAVOR! ¡ESTAMOS VIVOS!
Kayla baja la mirada, hacia ella, sin hacer nada. Entonces cruza los brazos (son brazos humanos) y se quita el jersey por la cabeza. No hay cariño en su voz cuando habla; tampoco arrepentimiento ni remordimientos.
Pero tal vez haya compasión.
Dice
Julia fue apartada de la caja como si le hubieran dado un manotazo. Expulsó todo el aire. Antes de que pudiera inspirar, Barbie la agarró del hombro, quitó el tapón de plástico del tubo y se lo metió en la boca con la esperanza de no cortarle la lengua o, Dios no lo quisiera, clavarle el tubo de plástico en el paladar. Pero no podía permitir que respirara aire contaminado. Su necesidad de oxígeno era tan imperiosa, que podían darle convulsiones o morir en el acto.
Poco importaba dónde había estado, Julia parecía entender. En lugar de intentar zafarse, se aferró al neumático del Prius como si le fuera la vida en ello y empezó a aspirar por el tubo de forma desesperada. Barbie sintió las sacudidas estremecedoras que azotaron a Julia.
Sam por fin dejó de toser pero entonces oyó otro sonido. Julia también. Aspiró aire una vez más del neumático y alzó la vista, con los ojos abiertos como platos en sus profundas y oscuras órbitas.
Un perro ladró. Tenía que ser Horace, era el único perro que quedaba con vida. Él…
Barbie la agarró del brazo con tal fuerza que Julia creyó que se lo iba a romper. El rostro de Barbie era la expresión del más puro asombro.
La caja del extraño símbolo flotaba a algo más de un metro por encima del suelo.
Horace fue el primero que notó el aire fresco porque era el que estaba más cerca del suelo. Empezó a ladrar. Entonces lo notó Joe: una brisa sorprendentemente fría que le acarició la espalda empapada en sudor. Estaba apoyado contra la Cúpula, y la Cúpula se movía. Hacia arriba. Norrie dormitaba con la cara sonrojada apoyada en el pecho de Joe, cuando él vio que un mechón de su pelo sucio y apelmazado empezaba a ondear. Norrie abrió los ojos.
– ¿Qué…? Joey, ¿qué pasa?
Joe lo sabía, pero estaba demasiado aturdido para hablar. Sintió que algo frío se deslizaba por su espalda, como una interminable hoja de cristal que se alzaba.
Horace ladraba como un loco, agachado, con el hocico pegado al suelo. Era su postura de «quiero jugar», pero no estaba jugando. Metió el morro bajo la Cúpula y olisqueó el aire frío, dulce y fresco.
¡Cielos!
En el lado sur de la Cúpula, el soldado Clint Ames también dormitaba. Estaba sentado con las piernas cruzadas en el arcén de la carretera 119, envuelto en una manta, al estilo indio. De pronto el aire se enrareció, como si las pesadillas que revoloteaban en su cabeza hubieran adoptado forma física. Entonces tosió y se despertó.
El hollín se arremolinaba alrededor de sus botas y le manchaba los pantalones caqui. ¿De dónde demonios procedía? El incendio había tenido lugar en el interior. Entonces lo vio. La Cúpula se estaba levantando como una persiana gigante. Era imposible, alcanzaba varios kilómetros por encima y por debajo de la tierra, todo el mundo lo sabía, pero estaba sucediendo.
Ames no dudó. Reptó con las manos y las rodillas y agarró a Ollie Dinsmore por los brazos. Por un instante sintió que la Cúpula le rozaba la espalda, parecía de cristal y muy dura, y no había tiempo para pensar: «Si vuelve a bajar ahora, me partirá en dos». Entonces arrastró al chico hacia fuera.
De pronto pensó que era un cadáver.
– ¡No! -gritó. Llevó al chico hacia uno de los ventiladores-. ¡Ni se te ocurra morirte, chico de las vacas!
Ollie empezó a toser, se inclinó hacia delante y vomitó sin apenas fuerzas. Ames lo aguantó. Los demás corrían hacia ellos, gritando de alegría, encabezados por el sargento Groh.
Ollie vomitó de nuevo.
– No me llames chico de las vacas -susurró.
– ¡Traed una ambulancia! -gritó Ames-. ¡Necesitamos una ambulancia!
– No, lo llevaremos al Central Maine General en helicóptero -dijo Groh-. ¿Alguna vez has ido en helicóptero, muchacho?
Con la mirada perdida, Ollie negó con la cabeza. Y vomitó sobre los zapatos del sargento Groh.
El militar sonrió y le estrechó la mugrienta mano.
– Bienvenido de nuevo a Estados Unidos, hijo. Bienvenido al mundo.
Ollie puso un brazo alrededor del cuello de Ames. Era consciente de que iba a perder el conocimiento. Intentó aguantar para dar las gracias, pero no lo consiguió. Lo último de lo que fue consciente antes de sumirse de nuevo en la oscuridad fue que el soldado sureño le dio un beso en la mejilla.
En el extremo norte, Horace fue el primero en salir. Corrió como una bala hacia el coronel Cox y empezó a trotar alrededor de sus pies. Horace no tenía rabo, pero daba igual: meneaba el trasero.
– Diantre -dijo Cox. Cogió al corgi en brazos y Horace se puso a darle lametazos como un desesperado.
Los supervivientes permanecían juntos en su lado (la línea de demarcación se veía claramente en la hierba, brillante en un lado y de un gris apagado en el otro); empezaban a entender lo que estaba sucediendo pero no se atrevían a creerlo. Rusty, Linda, las dos pequeñas J, Joe McClatchey y Norrie Calvert, con sus madres de pie a ambos lados. Ginny, Gina Buffalino y Harriet Bigelow, abrazadas. Twitch también abrazaba a su hermana Rose, que lloraba y acunaba a Little Walter. Piper, Jackie y Lissa estaban cogidas de la mano. Pete Freeman y Tony Guay, los únicos que quedaban del Democrat, se encontraban tras ellas. Alva Drake se apoyaba en Rommie Burpee, que sostenía a Alice Appleton en brazos.
Todos observaron cómo la superficie sucia de la Cúpula se alzaba velozmente en el aire. El follaje otoñal del otro lado poseía un brillo desgarrador.
El aire dulce y fresco hizo ondear su pelo y les secó el sudor de la piel.
– Antes nos veíamos como a través de un cristal sucio… -dijo Piper Libby-. Y ahora nos vemos cara a cara.
Horace saltó de los brazos del coronel Cox y empezó a correr trazando ochos en la hierba, a ladrar, a olisquearlo todo y a intentar mear por todas partes.
Los supervivientes miraron con rostro de incredulidad hacia el brillante cielo que se extendía sobre una mañana de domingo de finales de otoño en Nueva Inglaterra. Y sobre ellos, la barrera sucia que los había mantenido prisioneros seguía alzándose, cada vez más rápido, y se encogía hasta convertirse en una línea, como un guión largo escrito con lápiz sobre una hoja de papel azul.
Un pájaro sobrevoló el lugar donde estuvo la Cúpula. Alice Appleton, que aún se encontraba en brazos de Rommie, miró hacia arriba y se rió.
Barbie y Julia estaban de rodillas, separados por el neumático, respirando por turnos del tubo. Observaron la caja mientras esta se alzaba de nuevo. Al principio lo hizo lentamente, y pareció quedarse flotando en el aire a casi dos metros de altura, como si dudara. Entonces salió disparada hacia arriba a una velocidad imposible de seguir para el ojo humano; habría sido como intentar seguir la trayectoria de una bala. La Cúpula se levantaba o, en cierto modo, tiraban de ella.
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