Aspiró aire de forma lenta y continua por tercera vez, y el corazón aminoró un poco el ritmo. Observó a Julia, que se inclinó hacia delante y agarró la caja a ambos lados. No ocurrió nada, lo cual no le sorprendió. Había tocado la caja la primera vez que subieron, por lo que era inmune a la descarga inicial.
Entonces, de repente, arqueó la espalda. Gruñó. Barbie intentó ofrecerle aire, pero ella no le hizo caso. Empezó a sangrar por la nariz, y por la comisura del ojo derecho. Las gotas rojas le corrían por las mejillas.
– ¿Qué sucede? -gritó Sam. Con voz apagada, entrecortada.
No lo sé, pensó Barbie. No sé qué está pasando.
Pero una cosa sabía: si Julia no respiraba pronto, moriría. Sacó el tubo del neumático, lo sujetó con los dientes y clavó la navaja de Sam en la segunda rueda. Metió el tubo en el agujero y lo tapó con el plástico.
Entonces esperó.
Este es el momento fuera del tiempo:
Julia está en una amplia habitación blanca sin techo sobre la que hay un extraño cielo verde. Es… ¿qué? ¿El cuarto de los juguetes? Sí, el cuarto de los juguetes. Su cuarto de los juguetes.
(No, está tumbada en el suelo del quiosco de música.)
Es una mujer de cierta edad.
(No, es una niña.)
No hay tiempo.
(Es 1974 y hay todo el tiempo del mundo.)
Tiene que tomar aire del neumático.
(No lo hace.)
Algo la mira. Algo horrible. Pero ella también le resulta terrible a ese algo, porque es mayor de lo que debería, y está ahí. Se supone que no debería estar ahí. Se supone que debería estar en la caja. Sin embargo, es inofensiva. Eso lo sabe, aunque es
(solo un niño)
de muy corta edad; de hecho, acaba de salir de la guardería. Habla.
– Eres de mentira.
– No, soy real. Por favor, soy real. Todos lo somos.
La cabeza de cuero la mira con su rostro sin ojos. Tuerce el gesto. Las comisuras de la boca se inclinan hacia abajo, a pesar de que no tiene boca. Y Julia se da cuenta de la suerte que ha tenido de haber encontrado solo a uno. Normalmente hay más, pero se han
(ido a casa a cenar ido a casa a comer ido a la cama ido a la escuela ido de vacaciones, da igual adonde se hayan ido)
ido a algún lado. Si estuvieran ahí todos juntos, la habrían echado. La que hay podría hacerlo, pero es muy curiosa.
¿Ella?
Sí.
Es de género femenino, como ella.
– Por favor, libéranos. Déjanos vivir nuestra vida.
No hay respuesta. No hay respuesta. No hay respuesta. Entonces:
– No eres real. Eres…
¿Qué? ¿Qué dice? ¿Sois juguetes de la tienda de juguetes? No, pero es algo así. A Julia le viene a la cabeza el recuerdo fugaz del terrario para hormigas que tuvieron su hermano y ella cuando eran pequeños. El recuerdo llega y se va en menos de un segundo. Un terrario para hormigas no es el concepto más adecuado, pero, al igual que los «juguetes de la tienda de juguetes», se acerca bastante. Es un símil bastante apropiado.
– ¿Cómo podéis tener vida si no sois reales?
– ¡SOMOS MUY REALES! -grita ella, y ese es el gemido que oye Barbie-, ¡TAN REALES COMO VOSOTROS!
Silencio. Un algo con un rostro de cuero que cambia en una amplia habitación blanca sin techo que, en cierto modo, también es el quiosco de música de Chester's Mills. Entonces:
– Demuéstralo.
– Dame la mano.
– No tengo mano. No tengo cuerpo. Los cuerpos no son reales. Los cuerpos son sueños.
– ¡Entonces dame tu mente!
La niña cabeza de cuero no quiere. No piensa hacerlo.
De modo que Julia se la coge.
Este es el lugar que no es un lugar:
Hace frío en el quiosco y ella está muy asustada. Peor aún, está, ¿humillada? No, es algo mucho peor que la humillación. Si conociera la palabra «vejar» diría: «Sí, sí, eso es, me siento vejada». Le quitaron los pantalones.
(Y en algún lugar los soldados están dando patadas a gente desnuda en un gimnasio. Es la vergüenza de otra persona entremezclada con la suya.)
Julia llora.
(A él le entran ganas de llorar, pero no lo hace. Ahora mismo eso tienen que ocultarlo.)
Las chicas la han dejado sola, pero aún sangra por la nariz; Lila le dio un bofetón y le prometió que le cortaría la nariz si se chivaba y todas le escupieron y ahora está tirada aquí en el suelo y debe de haber llorado mucho porque cree que le sangra el ojo y la nariz y se ha quedado sin respiración. Pero no le importa si sangra mucho o por dónde. Preferiría morir desangrada en el suelo del quiosco que regresar a casa con aquellas braguitas de niña. Preferiría morir desangrándose si con ello no tuviera que ver cómo el soldado
(Después de esto Barbie intenta no pensar en ese soldado, pero cuando lo hace piensa «Hackermeyer el hackermonstruo».)
arrastraba al hombre desnudo por la cosa
(kufiya)
que lleva en la cabeza, pero ella sabe qué es lo que viene a continuación. Es lo que siempre viene a continuación cuando estás bajo la Cúpula.
Ve que una de las chicas ha vuelto. Kayla Bevins ha regresado. Está allí y mira a la estúpida Julia Shumway, que se creía muy lista. La pequeña y estúpida Julia Shumway con sus braguitas de niña pequeña. ¿Ha regresado Kayla para quitarle el resto de la ropa y tirarla en el tejado del quiosco para que tenga que regresar desnuda a casa, tapándose la entrepierna con las manos? ¿Por qué es tan mala la gente?
Cierra los ojos para contener las lágrimas y cuando los abre de nuevo, Kayla ha cambiado. Ahora no tiene cara, solo una especie de casco de cuero que cambia y que no muestra compasión, ni amor, ni siquiera odio.
Tan solo… interés. Sí, eso. ¿Qué hace cuando hago… esto?
Julia Shumway no es digna de nada más. Julia Shumway no importa; busca lo insignificante de lo más insignificante y allí está ella, la cucaracha Shumway que intenta escabullirse. También es una cucaracha prisionera desnuda; una cucaracha prisionera en un gimnasio en el que solo queda el turbante deshecho sobre la cabeza del hombre y bajo el turbante un último recuerdo de un khubz aromático y recién salido del horno que su mujer sostiene en las manos. Ella es un gato al que le queman la cola, una hormiga bajo un microscopio, una mosca a punto de perder las alas por culpa de los dedos curiosos de un niño de tercero en un día lluvioso, un juego para niños sin cuerpo aburridos y con todo el universo en sus manos. Ella es Barbie, es Sam a punto de morir en el monovolumen de Linda Everett, es Ollie muriendo entre las cenizas, es Alva Drake llorando a su hijo muerto.
Pero, sobre todo, es una niña pequeña encogida de miedo sobre el suelo de madera astillosa del quiosco de música de la plaza del pueblo, una niña pequeña castigada por su inocente arrogancia, una niña pequeña que cometió el error de pensar que era grande cuando era pequeña, que era importante cuando no lo era, que le importaba al mundo cuando, en realidad, el mundo es una enorme locomotora muerta con motor pero sin faro. Pero con todo su corazón y mente y alma grita:
– ¡DÉJANOS VIVIR, POR FAVOR! ¡TE LO SUPLICO, POR FAVOR!
Y por un instante ella es la cabeza de cuero de la habitación blanca; es la chica que ha regresado (por una serie de motivos que ni siquiera puede explicarse a sí misma) al quiosco de música. Por un horrible instante Julia es la agresora en lugar de la víctima. Incluso es el soldado de la pistola, el monstruo con el que aún sueña Dale Barbara, el que no se detuvo.
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