Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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– Claro que sí -dijo Sam-. Un tipo llamado Peter Bergeron me lo dijo, poco después del gran incendio ocurrido en Bar Harbor en el cuarenta y siete. Pete podía ser muchas cosas, pero nunca un mentiroso.

– Aunque al final resulte -dijo Linda-, ¿por qué?

– Porque hay una cosa que no hemos intentado -respondió Julia. Ahora que había tomado una decisión y que Barbie había dicho que la acompañaría, se sentía serena y tranquila-. No hemos intentado suplicar.

– Estás loca, Jules -le espetó Tony Guay-. ¿Crees que te oirán? ¿O que, si te oyen, te escucharán?

Julia se volvió hacia Rusty con semblante grave.

– Cuando tu amigo George Lathrop quemaba hormigas vivas con la lupa, ¿oíste que suplicaran?

– Las hormigas no pueden suplicar, Julia.

– Tú dijiste: «Me di cuenta de que las hormigas también tienen su vida». ¿Por qué te diste cuenta?

– Porque… -Dejó la respuesta en el aire y se encogió de hombros.

– Quizá las oíste -dijo Lissa Jamieson.

– Con el debido respeto, eso es una chorrada -dijo Pete Freeman-. Las hormigas son hormigas. No pueden suplicar.

– Pero la gente sí -replicó Julia-. ¿Y acaso no tenemos también nuestra vida?

Todos se quedaron en silencio.

– ¿Qué otra cosa podríamos probar?

Detrás de ellos, intervino el coronel Cox. Se habían olvidado de él. El mundo exterior y sus habitantes les parecían irrelevantes ahora.

– Yo en su lugar lo intentaría. No quiero empujarles, pero… sí. Lo haría. ¿Barbie?

– Ya les he dicho que estoy de acuerdo -dijo Barbara-. Julia tiene razón. Es nuestra única opción.

2

– Veamos las bolsas -dijo Sam.

Linda le dio tres bolsas de la basura de color verde. En dos de ellas había guardado la ropa para ella y Rusty y unos cuantos libros para las niñas (las camisas, los pantalones, los calcetines y la ropa interior estaba tirada detrás del pequeño grupo de supervivientes). Rommie había donado la tercera, que había utilizado para llevar dos escopetas de caza. Sam examinó las tres, encontró un agujero en la bolsa de las armas y la apartó a un lado. Las otras dos estaban intactas.

– De acuerdo -dijo-. Escuchad con atención. Utilizaremos el monovolumen de la señora Everett para acercarnos a la caja, pero antes lo necesitamos aquí. -Señaló el Honda Odyssey-. ¿Está segura de que las ventanas están cerradas? Tienen que estarlo, varias vidas dependerán de ello.

– Estaban cerradas -dijo Linda-. Habíamos encendido el aire acondicionado.

Sam miró a Rusty.

– Tiene que traerla hasta aquí, Doc, pero lo primero que tiene que hacer es apagar el aire. Entiende el motivo, ¿verdad?

– Para proteger el entorno dentro del vehículo.

– Entrará un poco de aire nocivo cuando abra la puerta, claro, pero no mucho si se da prisa. En el interior aún quedará aire sano. Aire del pueblo. Suficiente para que los ocupantes respiren tranquilamente hasta llegar a la caja. La camioneta vieja no sirve de nada, y no solo porque tenga las ventanas abiertas…

– Tuvimos que hacerlo -dijo Norrie, que miró hacia la camioneta robada de la compañía telefónica-. El aire acondicionado estaba estropeado. Lo dijo el abuelo. -Un lágrima brotó lentamente de su ojo izquierdo y abrió un surco entre la suciedad de la mejilla. Todo estaba sucio, cubierto por una capa de hollín, tan fina que casi no se veía pero que caía del cielo opaco.

– No pasa nada, cielo -le dijo Sam-. Además, esos neumáticos no valen una mierda. Basta echarles un vistazo para saber de dónde ha salido ese cacharro.

– Entonces supongo que si necesitamos otro vehículo será una camioneta -dijo Rommie-. Iré a buscarla.

Sin embargo, Sam negó con la cabeza.

– Es mejor que utilicemos el coche de la señora Shumway, los neumáticos son más pequeños y serán más fáciles de manejar. Además, son nuevos. El aire de su interior será más fresco.

Joe McClatchey sonrió de oreja a oreja.

– ¡El aire de los neumáticos! ¡Tenemos que pasar el aire de los neumáticos a las bolsas de basura! ¡Serán botellas de submarinismo caseras! ¡Señor Verdreaux, es un genio!

Sam «el Desharrapado» también sonrió, mostrando los seis dientes que le quedaban.

– La idea no es mía, hijo. Es mérito de Pete Bergeron. Me contó la historia de unos hombres que se quedaron atrapados en el incendio de Bar Harbor. Sobrevivieron y se encontraban en buen estado, pero cuando las llamas se extinguieron el aire era irrespirable. De modo que lo que hicieron fue coger la rueda de un camión maderero y turnarse para inspirar aire de la válvula hasta que el viento limpió el aire exterior. Pete dijo que sabía a rayos, como un pescado muerto, pero sobrevivieron.

– ¿Bastará con una rueda? -preguntó Julia.

– Quizá, pero si la rueda de recambio es uno de esos donuts de emergencia que solo sirven para recorrer treinta kilómetros por autopista, no podemos fiarnos.

– No lo es -dijo Julia-. Odio esas ruedas. Le pedí a Johnny Carver que me consiguiera una nueva, y lo hizo. -Miró hacia el pueblo-. Supongo que ahora Johnny está muerto. Al igual que Carrie.

– Es mejor que quitemos una de las del coche, por si acaso -dijo Barbie-. Llevas gato, ¿verdad?

Julia asintió.

Rommie Burpee sonrió sin demasiado humor.

– Te echo una carrera, Doc. Tu camioneta contra el híbrido de Julia.

– Yo conduciré el Prius -terció Piper-. Quédate donde estás, Rommie. Estás hecho una mierda.

– Menudo vocabulario para ser una reverenda -gruñó Rommie.

– Deberías dar gracias de que aún me sienta con fuerzas para decir palabrotas. -En realidad, la reverenda Libby no tenía pinta de que le quedaran fuerzas para nada, pero aun así Julia le dio las llaves de su coche. Ninguno de ellos parecía en condiciones para salir a tomar unas copas y mover el esqueleto, y Piper estaba en mejor forma que algunos; Claire McClatchey estaba pálida como una vela.

– De acuerdo -dijo Sam-. Tenemos otro problemilla, pero antes…

– ¿Qué? -preguntó Linda-. ¿Qué otro problema?

– No te preocupes por eso ahora. Antes pongámonos en marcha. ¿Cuándo quieres intentarlo?

Rusty miró a la reverenda congregacional de Chester's Mills. Piper asintió.

– No hay mejor momento que el presente -dijo Rusty.

3

El resto de los habitantes del pueblo los observaba, pero no eran los únicos. Cox y casi un centenar de soldados se habían reunido en su lado de la Cúpula y miraban atentos y en silencio, como los espectadores de un partido de tenis.

Rusty y Piper hiperventilaron en la Cúpula para llenarse los pulmones de tanto oxígeno como fuera posible. Entonces echaron a correr, agarrados de la mano, hacia los vehículos. Cuando llegaron a los coches se separaron. Piper tropezó, hincó una rodilla en el suelo y se le cayeron las llaves del Prius, lo que levantó un murmullo entre los espectadores.

La reverenda recogió las llaves de la hierba y se puso en pie de nuevo. Rusty ya estaba en el Odyssey y con el motor el marcha cuando ella abrió la puerta del coche verde y entró rápidamente.

– Espero que se hayan acordado de apagar el aire acondicionado -dijo Sam.

Los vehículos giraron en un tándem casi perfecto, el Prius detrás del monovolumen, mucho mayor, como un terrier pastoreando un rebaño. Avanzaban rápidamente hacia la Cúpula, dando botes en el terreno irregular. Los exiliados estaban desperdigados delante; Alva llevaba en brazos a Alice Appleton, y Linda tenía a una de las pequeñas J bajo cada brazo; no paraban de toser.

El Prius se detuvo a menos de treinta centímetros de la barrera de suciedad, pero Rusty giró con el Odyssey y dio marcha atrás.

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