– Ojalá se cansen -dijo Julia, somnolienta.
– ¿Eh? -Joe la miró parpadeando.
– Los cabeza de cuero. Los niños cabeza de cuero. Se supone que los niños siempre se cansan de sus juegos y se marchan a hacer otra cosa. O… -tosió con fuerza- o que sus padres los llaman para que vayan a casa a cenar.
– Quizá no comen -dijo Joe con pesimismo-. Quizá ni siquiera tienen padres.
– O quizá para ellos el tiempo es diferente -dijo Barbie-. Quizá en su mundo se quedan sentados alrededor de su versión de la caja y ya está. Puede que para ellos el juego solo consista en empezar. Ni siquiera podemos estar seguros de que sean niños.
Piper Libby se unió a ellos. Tenía la cara sofocada y el pelo pegado a las mejillas.
– Son niños -dijo.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Barbie.
– Lo sé y punto. -Sonrió-. Ellos son el Dios en el que dejé de creer hace unos tres años. Dios ha resultado ser una panda de niños traviesos que juegan a la X-Box Interestelar. ¿No es gracioso? -Su sonrisa se ensanchó, y luego rompió a llorar.
Julia miraba hacia la caja y su destellante luz violeta. Tenía una expresión meditabunda y algo somnolienta.
Es sábado por la noche en Chester's Mills. Esta es la noche en que solían reunirse las señoras de Eastern Star (y después de la reunión a veces iban a casa de Henrietta Clavard a beber un poco de vino y soltar sus mejores chistes verdes). Es la noche en que Peter Randolph y sus amigotes solían jugar al póquer (y también soltar sus mejores chistes verdes). La noche en que Stewart y Fern Bowie iban a veces a Lewiston a por los servicios de un par de zorras en un puticlub de Lower Lisbon Street. La noche en que el reverendo Lester Coggins solía celebrar reuniones de oración para adolescentes en una sala de la casa parroquial del Cristo Redentor, y Piper Libby organizaba bailes para adolescentes en el sótano de la Congregación. La noche en que el Dipper's solía estar a tope hasta la una (y a eso de las doce y media la concurrencia empezaba a pedir a gritos, borracha, que tocaran su himno, «Dirty Water», una canción que todas las bandas de Boston conocían muy bien). La noche en que Howie y Brenda Perkins salían a dar un paseo por la plaza del pueblo, cogidos de la mano, saludando a las demás parejas que conocían. La noche en que se sabía que Alden Dinsmore, su mujer, Shelley, y sus dos hijos jugaban a pasarse la pelota bajo la luz de la luna llena. En Chester's Mills (como en la mayoría de las localidades pequeñas donde todos apoyan al equipo), los sábados por la noche solían ser las mejores noches, hechas para bailar, follar y soñar.
Esta no. Esta es negra y parece interminable. El viento ha muerto. No sopla ni una triste brisa de ese aire caliente. Allí donde estaba la carretera 119 hasta que el calor de horno la fundiera, Ollie Dinsmore yace en la escoria con la cara apretada contra su agujero, aferrándose todavía a la vida con tozudez, y, solo cuarenta y seis centímetros más allá, el soldado Clint Ames continúa su paciente guardia. A algún tipo brillante se le había ocurrido la idea de iluminar al chico con un foco; Ames (apoyado por el sargento Groh, que al final no es tan ogro) ha conseguido evitarlo, arguyendo que iluminar a alguien con focos mientras duerme es lo que se hace con los terroristas, y no con un adolescente que seguramente estará muerto antes de que salga el sol. Pero Ames tiene una linterna, y de cuando en cuando enfoca al chico con ella para asegurarse de que sigue respirando. Sí que respira, pero cada vez que Ames vuelve a encender la linterna, teme que su respiración superficial se haya detenido. En realidad, parte de él ya ha empezado a desear que suceda. Parte de él ha empezado a aceptar la realidad: no importa lo ingenioso que haya resultado ser Ollie Dinsmore ni lo heroicamente que haya luchado, no tiene futuro. Ser testigo de cómo sigue peleando es terrible. No mucho antes de la medianoche, el soldado Ames se queda dormido, sentado, asiendo la linterna sin mucha fuerza con una mano.
«¿Duermes?», dicen que Jesús le preguntó a Pedro. «¿No has podido velar una hora?»
A lo cual Chef Bushey podría haber añadido: «Evangelio según san Marcos, Sanders».
Justo después de la una, Rose Twitchell despierta a Barbie zarandeándolo.
– Thurston Marshall ha muerto -dice-. Rusty y mi hermano están llevándose el cadáver a la ambulancia para que la niña no se lleve un disgusto demasiado grande cuando despierte. -Después añade-: Si es que despierta. Alice también está enferma.
– Ahora todos estamos enfermos -dice Julia-. Todos menos Sam y ese bebé atontado.
Rusty y Twitch vuelven corriendo desde el grupo de vehículos, se desploman delante de uno de los ventiladores y respiran con grandes y convulsivas inhalaciones. Twitch tiene un ataque de tos y Rusty lo empuja con tanta fuerza para acercarlo al aire que la frente de Twitch se da contra la Cúpula. Todos oyen el golpe.
Rose aún no ha terminado su inventario.
– Benny Drake también está muy mal. -Baja la voz hasta convertirla en un susurro-. Ginny dice que es probable que no aguante hasta el amanecer. Ojalá pudiéramos hacer algo.
Barbie no contesta. Tampoco Julia, que de nuevo está mirando en dirección a una caja que, a pesar de medir menos de trescientos veinticinco centímetros cuadrados y no tener ni tres centímetros de grosor, no pueden mover. Su mirada es distante, reflexiva.
Una luna rojiza sale por fin de detrás de la porquería acumulada en la pared oriental de la Cúpula y proyecta su brillo sangriento. Octubre llega a su fin, y en Chester's Mills octubre es el mes más cruel, una mezcla de recuerdo y deseo. No hay lilas en esta tierra muerta. No hay lilas, no hay árboles, no hay hierba. La luna contempla la destrucción de abajo y poco más.
Big Jim despertó en la oscuridad agarrándose el pecho. El corazón volvía a fallarle. Se lo aporreó. Justo entonces, la bombona de propano que estaba instalada llegó al punto de peligro y la alarma del generador se puso en marcha: AAAAAAAAA. «Dame de comer, dame de comer.»
Big Jim dio un respingo y gritó. Su pobre y torturado corazón daba sacudidas, se saltaba latidos, brincaba y después aceleraba para recuperar el ritmo. Se sentía como un coche viejo con el carburador estropeado, igual que esas carracas que a veces aceptaba en su negocio pero que jamás vendería, las que servían para chatarra y nada más. Rennie daba boqueadas y se golpeaba el corazón. Ese ataque era tan grave como el que lo había enviado al hospital. Tal vez incluso peor.
AAAAAAAAA: el sonido de un enorme insecto horripilante (una cigarra, quizá), que estaba allí en la oscuridad, con él. ¿Quién sabía lo que podía haberse colado allí dentro mientras dormía?
Big Jim buscó la linterna a tientas. Con la otra mano se golpeaba y se frotaba el pecho alternativamente, diciéndole a su corazón que se tranquilizara, que no se comportara como un puñetero crío, que no había pasado por todo aquello para acabar muriendo en la oscuridad.
Encontró la linterna y consiguió ponerse en pie, pero tropezó con el cadáver de su difunto ayuda de campo. Volvió a gritar y cayó de rodillas. La linterna no se rompió, pero se alejó de él rodando, proyectando un haz de luz móvil sobre el último estante de la izquierda, lleno de cajas de espagueti y latas de tomate concentrado.
Big Jim fue a buscarla a gatas. Al hacerlo, los ojos abiertos de Carter Thibodeau ¡se movieron!
– ¿Carter? -El sudor manaba por el rostro de Big Jim; sentía las mejillas recubiertas por una especie de grasa suave y apestosa.
Notaba la camisa pegada al cuerpo. El corazón hizo otra de esas piruetas en tirabuzón y entonces, como por un milagro, recuperó de nuevo su ritmo normal.
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