– Tu marido tiene un buen par de pelotas y un par de pulmones aún mejores -le dijo Sam a Linda con la mayor naturalidad.
– Es porque dejó de fumar -replicó Linda, que no oyó la risa contenida de Twitch o, al menos, fingió no oírla.
Tuviera o no buenos pulmones, Rusty no se entretuvo. Bajó, cerró la puerta de golpe y se dirigió hacia la Cúpula.
– Está chupado -dijo… y empezó a toser.
– ¿El aire en el interior de la camioneta es respirable, como dijo Sam?
– Es mejor que el de aquí fuera. -Soltó una risa distraída-. Pero tiene razón sobre otra cosa: cada vez que se abren las puertas, sale aire limpio y entra un poco de aire malo. Seguramente podríais llegar hasta la caja sin el aire del neumático, pero creo que lo necesitaríais para volver.
– No conducirán ellos -dijo Sam-. Lo haré yo.
Barbie sintió que sus labios esbozaban una sonrisa, la primera que adornaba su cara desde hacía varios días.
– Creía que te habían retirado el permiso.
– No veo a ningún poli por aquí -dijo Sam, que se volvió hacia Cox-. ¿Y usted, Cap? ¿Ve a algún poli pueblerino o algún policía montado?
– Ni uno -respondió Cox.
Julia se llevó a Barbie a un lado y le preguntó:
– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
– Sí.
– Sabes que las posibilidades de éxito rondan entre lo imposible y lo improbable, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Se le da bien suplicar, coronel Barbara?
Aquella pregunta le hizo retroceder de nuevo al gimnasio de Faluya: Emerson le dio unas patadas tan fuertes en los huevos a uno de los prisioneros que se los retorció de un modo horrible, Hackermeyer agarró a otro de la kufiya y lo apuntó con una pistola en la cabeza. La sangre manchó la pared como siempre lo había hecho, desde los tiempos en que los hombres se peleaban a garrotazos.
– No lo sé -dijo-. Lo único que sé es que es mi turno.
Rommie, Pete Freeman y Tony Guay levantaron el Prius con el gato y desmontaron una de las ruedas. Era un coche pequeño, y en circunstancias normales quizá habrían podido levantar la parte de atrás a pulso. Pero en esa situación no. Aunque el coche estaba aparcado cerca de los ventiladores, tuvieron que acercarse a la Cúpula en repetidas ocasiones para coger aire antes de finalizar la tarea. Al final, Rose sustituyó a Tony, que tosía tanto que no podía continuar.
Sin embargo, lograron sacar dos ruedas y las dejaron apoyadas contra la Cúpula.
– Por el momento va todo bien -dijo Sam-. Ahora tenemos que solucionar el problemilla del que hablaba antes. Espero que a alguien se le ocurra una idea, porque a mí no.
Todos lo miraron.
– Mi amigo Peter me dijo que esos tipos arrancaron la válvula y respiraron directamente del neumático, pero aquí eso no va a funcionar. Hay que llenar esas bolsas de la basura, y eso significa un agujero más grande. Podríamos pinchar los neumáticos, pero si no podemos meter algo en el agujero, algo parecido a una pajita, se perderá demasiado aire. Así pues… ¿qué vamos a usar? -Miró alrededor, esperanzado-. Imagino que nadie habrá traído una tienda de campaña. Una de esas que tienen varillas de aluminio huecas.
– Las niñas tienen una de juguete -dijo Linda-, pero está en casa, en el garaje. -Entonces recordó que el garaje ya no existía, ni tampoco la casa a la que estaba adosado, y se rió.
– ¿Y el tubo de un bolígrafo? -preguntó Joe-. Tengo un Bic…
– No es lo bastante grande -respondió Barbie-. ¿Rusty? ¿Y en la ambulancia?
– ¿Un tubo para traqueotomías? -preguntó Rusty sin demasiada convicción, y se respondió a sí mismo-. No. No es lo bastante grande.
Barbie se volvió.
– ¿Coronel Cox? ¿Alguna idea?
Cox negó con la cabeza, de mala gana.
– Aquí debemos de tener mil cosas que funcionarían, pero eso no sirve de mucho.
– ¡No podemos permitir que esto dé al traste con nuestro plan! -exclamó Julia. Barbie notó la frustración y un punto de pánico en su voz-. ¡A la porra las bolsas! ¡Nos llevaremos los neumáticos y respiraremos directamente de ellos!
Sam negó con la cabeza de inmediato.
– No sirve, señorita. Lo siento pero no puede ser.
Linda se agachó junto a la Cúpula, respiró hondo varias veces y aguantó la respiración. Entonces se dirigió a la parte de atrás de su Odyssey, limpió el hollín de la ventana trasera y miró en el interior.
– La bolsa aún está ahí -dijo-. Gracias a Dios.
– ¿Qué bolsa? -preguntó Rusty, que la agarró de los hombros.
– La de Best Buy, con tu regalo de cumpleaños. Es el ocho de noviembre, ¿o es que lo habías olvidado?
– Pues sí. Adrede. ¿Quién quiere cumplir los cuarenta? ¿Qué es?
– Sabía que si lo metía en casa antes de que lo envolviera, lo encontrarías… -Miró a los demás, con el rostro solemne y tan sucio como un niño de la calle-. Es un cotilla, de modo que lo dejé en el coche.
– ¿Qué le compraste, Linnie? -preguntó Jackie Wettington.
– Espero que sea un regalo para todos nosotros -dijo Linda.
Cuando estuvieron listos, Barbie, Julia y Sam «el Desharrapado» abrazaron y besaron a todo el mundo, incluso a los niños. Los rostros de las casi dos docenas de exiliados que iban a quedarse atrás no reflejaban demasiadas esperanzas. Barbie intentó decirse a sí mismo que se debía al cansancio y a las dificultades para respirar, pero sabía que la realidad era bien distinta. Eran besos de despedida.
– Buena suerte, coronel Barbara -dijo Cox.
Barbie asintió con un leve gesto de la cabeza y se volvió hacia Rusty, que era importante de verdad, porque estaba bajo la Cúpula.
– No pierdas la esperanza y no dejes que los demás la pierdan. Si esto no funciona, cuida de ellos hasta cuando puedas y tan bien como puedas.
– Oído. Hazlo lo mejor que puedas.
Barbie señaló con la cabeza a Julia.
– Creo que depende más de ella. Y qué demonios, tal vez incluso logremos regresar aunque no salga bien.
– Estoy seguro -dijo Rusty, que pareció sincero, pero su mirada lo delató.
Barbie le dio una palmada en el hombro y luego se reunió con Sam y Julia, junto a la Cúpula, respirando profundamente el aire fresco que lograba filtrarse. Le preguntó a Sam:
– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
– Sí. Estoy en deuda con alguien.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Julia.
– Preferiría no decirlo. -Esbozó una pequeña sonrisa-. Sobre todo frente a la periodista del pueblo.
– ¿Lista? -le preguntó Barbie a Julia.
– Sí. -Lo agarró de la mano y le dio un apretón fuerte y fugaz-. En la medida en que pueda estarlo.
Rommie y Jackie Wettington se situaron junto a las puertas de atrás del monovolumen. Cuando Barbie gritó «¡Ya!», Jackie abrió las puertas y Rommie lanzó los dos neumáticos del Prius al interior. Barbie y Julia se metieron dentro inmediatamente después, y las puertas se cerraron tras ellos al cabo de una fracción de segundo. Sam Verdreaux, viejo y muy castigado por la bebida, pero aun así ágil como un felino, ya estaba al volante del Odyssey, acelerando.
El aire del interior del monovolumen apestaba como el del exterior, una mezcla de madera quemada y hedor subyacente de pintura y aguarrás, pero era mejor que lo que habían respirado junto a la Cúpula, a pesar de la ayuda de las docenas de ventiladores.
No tardará en empeorar , pensó Barbie. No puede durar mucho siendo tres aquí dentro.
Julia cogió la bolsa con los característicos colores negro y amarillo de Best Buy y le dio la vuelta. Lo que cayó fue un cilindro de plástico con las palabras PERFECT ECHO. Y debajo: 50 CD VÍRGENES. Intentó quitar el precinto de celofán pero se resistía. Barbie hurgó en el bolsillo para sacar la navaja y se le cayó el alma a los pies. No encontraba la navaja. Claro que no. Ahora no era más que un montón de escoria bajo los restos de la comisaría.
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