Se hizo un largo silencio mientras todos reflexionaban sobre aquello. Entonces Rommie dijo:
– Llevamos a Barbara y a Rusty a la granja de los McCoy. Nosotros mismos iremos allí si es necesario… Y es probable que lo sea. Y si intentan subir ahí arriba…
– El contador Geiger les marcará una punta de radiación que los hará volver corriendo al pueblo con las manos sobre sus despreciables gónadas -exclamó Ernie con voz áspera-. Claire McClatchey, tu hijo es un genio.
Claire abrazó con fuerza a Joe, esta vez con ambos brazos.
– Si también ordenara su habitación, ya sería… -dijo.
Horace estaba tumbado en la alfombra de la sala de estar de Andrea Grinnell, con el morro apoyado en una pata y sin quitarle ojo a la mujer con la que lo había dejado su dueña. Por lo general, Julia se lo llevaba a todas partes; era un perro tranquilo y nunca causaba problemas, ni cuando había gatos, animales a los que no hacía el más mínimo caso debido al mal olor que desprendían. Sin embargo, esa noche Julia pensó que a Piper Libby podía resultarle doloroso ver que Horace estaba vivo cuando su perro había muerto. Además, también se había percatado de que a Andi le gustaba Horace, y creyó que el corgi podría ayudarla a distraerse para olvidar los síntomas del síndrome de abstinencia, que habían disminuido pero no desaparecido.
Durante un rato, funcionó. Andi encontró una pelota de goma en la caja de los juguetes que aún conservaba para su único nieto (que ya había dejado atrás la etapa de las cajas de juguetes). Horace cogía la pelota obedientemente y se la devolvía, tal como se esperaba de él, a pesar de que aquel juego no le resultaba muy estimulante; prefería las pelotas que se podían agarrar al vuelo. Pero un trabajo es un trabajo, y obedeció hasta que Andi empezó a temblar, como si tuviera frío.
– Oh. Oh, joder, ya estamos otra vez.
Se tumbó en el sofá; temblaba de pies a cabeza. Agarró uno de los cojines sobre el pecho y clavó la mirada en el techo. Poco después empezaron a castañetearle los dientes; un ruido muy molesto, en opinión de Horace.
El corgi le devolvió la pelota con la esperanza de distraerla, pero Andi lo apartó.
– Ahora no, cielo, ahora no. Tengo que pasar por esto.
Horace dejó la pelota frente al televisor apagado. Los temblores de la mujer disminuyeron, así como el olor a vómito. Los brazos aferrados al cojín se relajaron cuando Andi se quedó dormida y empezó a roncar.
Eso significaba que era la hora de comer.
Horace se deslizó bajo la mesa y pasó por encima del sobre de papel manila que contenía los documentos de la carpeta VADER. Más allá se encontraba el nirvana de las palomitas. ¡Qué perro tan afortunado!
Horace seguía enfrascado en su banquete, meneando su trasero sin rabo con un placer que rayaba en el éxtasis (las palomitas tenían muchísima mantequilla, muchísima sal y, lo mejor de todo, habían envejecido hasta alcanzar la perfección), cuando la voz muerta habló de nuevo.
«Llévaselo a ella.»
Pero no podía. Su dueña había salido.
«La otra "ella".»
La voz muerta no toleró otra negativa y, además, ya casi había acabado las palomitas. Horace dejó las pocas que quedaban para más tarde, y retrocedió hasta tener el sobre delante de él. Por un instante olvidó qué debía hacer. Entonces lo recordó y agarró el sobre con la boca.
«Buen perro.»
Algo frío dio un lametón en la mejilla de Andrea. Lo apartó y se puso de lado. Por un instante estuvo a punto de sumirse de nuevo en un sueño reparador, pero oyó un ladrido.
– Cállate, Horace. -Se tapó la cabeza con el cojín.
Otro ladrido y, acto seguido, los quince kilos de corgi aterrizaron en sus piernas.
– ¡Ah! -gritó Andi al tiempo que se incorporaba. Clavó la mirada en un par de ojos brillantes, color avellana y un rostro astuto y sonriente. Sin embargo, había algo que interrumpía esa sonrisa. Un sobre marrón de papel manila. Horace lo dejó sobre el estómago de la mujer y bajó al suelo de un salto. En teoría solo podía subir a sus propios muebles, pero la voz muerta le dio a entender que se trataba de una emergencia.
Andrea cogió el sobre; tenía las marcas de los dientes de Horace y unas manchas apenas visibles de sus patas. También había una palomita pegada; la quitó de un manotazo. El contenido abultaba bastante. En el anverso, impresas en mayúscula, podían leerse las palabras CARPETA VADER. Debajo, también impresas: JULIA SHUMWAY.
– ¿Horace? ¿De dónde has sacado esto?
El corgi no pudo responder, claro, pero no fue necesario. La palomita fue reveladora. De pronto le vino a la cabeza un recuerdo tan difuso e irreal que le pareció un sueño. ¿Había sido un sueño o realmente Brenda Perkins había llamado a su puerta tras esa terrible primera noche de síndrome de abstinencia, mientras tenían lugar los disturbios en el otro extremo del pueblo?
«¿Podrías guardarme esto, cielo? Solo durante un rato. Tengo que hacer un recado y no quiero llevarlo encima.»
– Estuvo aquí -le dijo a Horace-, y llevaba este sobre. Lo cogí… al menos creo que lo hice… pero de repente me entraron ganas de vomitar. De nuevo. Quizá lo tiré en la mesa mientras corría hacia el baño. ¿Se cayó? ¿Lo has encontrado en el suelo?
Horace dio un ladrido agudo. Quizá fue un asentimiento; o quizá fue un «Estoy listo para seguir jugando con la pelota si quieres».
– Bueno, gracias -dijo Andrea-. Eres un buen perro. Se lo daré a Julia en cuanto regrese.
Ya no tenía sueño, ni tampoco, de momento, temblores. Pero sentía curiosidad. Porque Brenda había muerto. Asesinada. Y debían de haberla matado poco después de que le entregara el sobre. Un hecho que tal vez lo convertía en algo importante.
– Solo voy a echar un vistazo, ¿vale? -dijo.
Horace ladró de nuevo. A Andi Grinnell le pareció un «¿Y por qué no?».
Andrea abrió el sobre y la mayoría de los secretos de Big Jim Rennie cayeron en su regazo.
Claire fue la primera en llegar a casa. Luego Benny y después Norrie. Los tres estaban sentados juntos en el porche del hogar de los McClatchey cuando llegó Joe, atajando por los jardines, al amparo de las sombras. Benny y Norrie bebían una lata de Dr. Brown's Cream Soda caliente. Claire sostenía una botella de la cerveza de su marido mientras se balanceaba lentamente en la mecedora. Joe se sentó junto a ella y Claire rodeó sus hombros huesudos con un brazo. Es frágil, pensó. No lo sabe, pero lo es. Tan frágil como un pajarito.
– Tío -dijo Benny tendiéndole la soda que le estaban guardando-. Empezábamos a preocuparnos.
– La señorita Shumway tenía más preguntas sobre la caja -dijo Joe-. Más de las que podía responder, en realidad. Jo, qué calor hace, ¿no? Parece una noche de verano. -Alzó la mirada hacia el cielo-. Y mirad la luna.
– No quiero -replicó Norrie-. Da miedo.
– ¿Estás bien, cariño? -preguntó Claire.
– Sí, mamá. ¿Y tú?
La mujer sonrió.
– No lo sé. ¿Funcionará el plan? ¿Qué opináis, chicos? Quiero decir qué opináis de verdad.
Por un instante nadie respondió, y esa reacción la asustó. Entonces Joe le dio un beso en la mejilla y dijo:
– Funcionará.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
Claire siempre sabía cuándo mentía, aunque también sabía que quizá acabaría perdiendo esa facultad con el paso del tiempo, pero le pareció que en esa ocasión decía la verdad. Le devolvió el beso, con su aliento cálido y hasta cierto punto paternal, debido a la cerveza.
– Mientras no haya derramamiento de sangre…
– Nada de sangre -le aseguró Joe.
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