– ¿Está usted bien, señora Clavard?
– Sí, pero en casa de los Freeman pasa algo raro. ¿Lo oyes?
– Sí.
– Pues ellos también deberían oírlo. Sus coches están ahí, así que ¿por qué no lo hacen callar?
– Iré a echar un vistazo. -Twitch dio un sorbo a su café y después lo dejó en el capó del coche-. Usted quédese aquí.
– Qué tontería -dijo Henrietta Clavard.
Recorrieron unos veinte metros de acera, después torcieron por el camino de entrada de los Freeman. El perro no paraba de aullar. A Henrietta ese sonido le helaba la piel a pesar de la lánguida calidez de la mañana.
– El aire está fatal -dijo-. Huele igual que olía Rumford cuando yo estaba recién casada y la fábrica de papel aún funcionaba. Esto no puede ser bueno para la gente.
Twitch masculló algo y tocó el timbre de los Freeman. Al ver que no abrían, primero llamó a la puerta con la mano, después con el puño.
– Mira a ver si está cerrado con llave -dijo Henrietta.
– No sé si debería, señora…
– ¡Ay, concho! -Lo apartó a un lado y probó suerte con el pomo. Giró. Abrió la puerta. La casa que había al otro lado estaba en silencio y llena de profundas sombras matutinas-. ¿Will? -llamó-. ¿Lois? ¿Estáis ahí?
No hubo más respuesta que los aullidos.
– El perro está fuera, en la parte de atrás -dijo Twitch.
Habría sido más rápido atajar por dentro, pero a ninguno de los dos les atraía la idea, así que salieron por el camino de entrada y recorrieron el estrecho pasadizo techado que unía la casa y el garaje en el que Will guardaba, no sus coches, sino sus juguetes: dos motonieves, un quad , una Yamaha de motocross y una abultada Honda Gold Wing.
El patio trasero de los Freeman estaba rodeado por una valla alta. La puerta quedaba al final del pasadizo. Twitch la abrió y se le echaron encima treinta y dos kilos de desesperado setter irlandés. Gritó con sorpresa y levantó las manos, pero el perro no quería morderlo; la actitud de Buddy no decía más que «¡Sálvame, por favor!». Apoyó las patas en la parte delantera de la última bata limpia de Twitch, manchándola de tierra, y empezó a babosearle la cara.
– ¡Para ya! -gritó él. Empujó a Buddy, que bajó, pero enseguida volvió a saltarle encima, a dejar más huellas en su bata y a babearle las mejillas con una larga lengua rosada.
– ¡Buddy, abajo! -ordenó Henrietta, y Buddy se sentó al instante sobre sus ancas, gimiendo y desplazando su mirada al uno y al otro. Bajo el animal empezó a extenderse un charco de orina.
– Señora Clavard, esto no tiene buena pinta.
– No -convino Henrietta.
– A lo mejor debería quedarse con el pe…
Henrietta volvió a exclamar «¡Concho!» y entró con paso firme en el patio de atrás de los Freeman; Twitch tuvo que correr para alcanzarla. Buddy los siguió con sigilo; la cabeza gacha, la cola entre las patas, gimiendo desconsoladamente.
Vieron una zona delimitada por piedras en la que había una barbacoa. Estaba muy bien resguardada por una lona en la que se leía LA COCINA ESTÁ CERRADA. Más allá, donde acababa el césped, había una plataforma de secuoya, y sobre esa plataforma los Freeman tenían su jacuzzi. Twitch supuso que habían instalado aquella valla tan alta para poder bañarse desnudos, puede que incluso para tontear un poco si les entraban ganas.
Will y Lois estaban allí dentro, pero sus días de tontear habían llegado a su fin. Los dos tenían una bolsa de plástico transparente en la cabeza, y parecía que la llevaban sujeta al cuello con un cordel o con goma elástica marrón. Las bolsas se habían empañado por la parte de dentro, pero no tanto como para que Twitch no pudiera distinguir sus rostros violáceos. Entre los restos mortales de Will y de Lois Freeman, sobre la superficie de secuoya, había una botella de whisky y una pequeña ampolla de un medicamento.
– Un momento -dijo. No sabía si hablaba consigo mismo o si se lo decía a la señora Clavard, o quizá incluso a Buddy, que acababa de proferir otro aullido de pena. En todo caso, seguro que no se lo decía a los Freeman.
Henrietta no esperó un momento. Se acercó al jacuzzi, subió los dos escalones con la espalda recta como un soldado, observó los rostros descoloridos de sus sumamente agradables vecinos (y sumamente normales, habría dicho ella), miró la botella de whisky, vio que era Glenlivet (al menos se habían despedido con estilo) y luego recogió la ampolla de medicamento; llevaba una etiqueta del Drugstore de Sanders.
– ¿Ambien o Lunesta? -preguntó Twitch haciendo un esfuerzo.
– Ambien -contestó la mujer, y se sintió complacida al ver que la voz que salió de su garganta y su boca seca sonaba normal-. De ella. Aunque supongo que anoche lo compartieron.
– ¿Hay alguna nota?
– Aquí no. A lo mejor dentro.
Pero no la había, al menos no en los lugares más evidentes, y a ninguno de los dos se le ocurrió un motivo para esconder una nota de suicidio. Buddy los siguió de habitación en habitación, no aullaba, sino que emitía un grave gemido gutural.
– Supongo que me lo llevaré a casa conmigo -dijo Henrietta.
– Tendrá que hacerlo. Yo no puedo llevármelo al hospital. Llamaré a Stewart Bowie para que venga y… se los lleve. -Señaló hacia atrás con el pulgar por encima del hombro. Tenía el estómago revuelto, pero eso no era lo peor; lo peor era el desánimo que empezaba a invadirlo y a proyectar una sombra sobre su alma, normalmente tan luminosa.
– No entiendo por qué lo han hecho -dijo Henrietta-. Si lleváramos un año bajo la Cúpula… o al menos un mes… sí, quizá. Pero no ha pasado ni una semana… No es así como la gente cuerda reacciona ante los problemas.
Twitch pensó que él sí lo entendía, pero no quiso decírselo a Henrietta: tarde o temprano se cumpliría un mes, tarde o temprano se cumpliría un año. Más, quizá. Y sin lluvia, cada vez con menos recursos y un aire más nauseabundo. Si a esas alturas el país más avanzado tecnológicamente del mundo no había sido capaz de desentrañar qué había sucedido en Chester's Mills (y menos aún de solucionar el problema), seguro que la cosa no iba a resolverse pronto. Will Freeman debió de comprenderlo. O quizá había sido idea de Lois. Tal vez, al apagarse para siempre el generador, ella dijo: «Hagámoslo antes de que el agua del jacuzzi se enfríe demasiado, cielo. Salgamos de esta Cúpula ahora que todavía tenemos el estómago lleno. ¿Qué me dices? Un último bañito, con unas cuantas copas como despedida».
– Quizá fue el avión lo que los empujó al abismo -dijo Twitch-. El Air Ireland que se estrelló ayer contra la Cúpula.
Henrietta no respondió con palabras; carraspeó y escupió una flema en el fregadero de la cocina. Fue un gesto de rechazo algo chocante. Volvieron a salir.
– Habrá más gente que haga esto, ¿verdad? -preguntó la mujer cuando llegaron al final del camino de entrada-. Porque el suicidio a veces se contagia por el aire. Como los microbios del resfriado.
– Hay quien ya lo ha hecho. -Twitch no sabía si el suicidio era indoloro, como decía la canción de «Suicide is Painless», pero en determinadas circunstancias sin duda podía ser contagioso. Quizá especialmente contagioso cuando la situación no tenía precedentes y el aire empezaba a ser tan nauseabundo como lo era esa mañana sin viento y con un calor tan poco natural.
– Los suicidas son cobardes -dijo Henrietta-. Esa es una regla que no tiene excepciones, Douglas.
Twitch, cuyo padre había sufrido una muerte larga y agónica a consecuencia de un cáncer de estómago, se permitió dudarlo, pero no dijo nada.
Henrietta se agachó hacia Buddy con las manos sobre sus rodillas huesudas. Buddy estiró el cuello para olisquearla.
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