Stephen King - La Cúpula

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La cúpula. Un día de octubre la pequeña ciudad americana de Chester´s Mill se encuentra totalmente aislada por una cúpula transparente e impenetrable. Nadie sabe de dónde ha salido ni por qué está allí. Sólo saben que poco a poco se agotarán las provisiones y hasta el oxígeno que respiran. Es una soleada mañana de otoño en la pequeña ciudad de Chester´s Mill. Claudette Sanders disfruta de su clase de vuelo y Dale Barbara, Barbie para los amigos, hace autostop en las afueras. Ninguno de los dos llegará a su destino. De repente, una barrera invisible ha caído sobre la ciudad como una burbuja cristalina e inquebrantable. Al descender, ha cortado por la mitad a una marmota y ha amputado la mano a un jardinero. El avión que pilotaba Claudette ha chocado contra la cúpula y se ha precipitado al suelo envuelto en llamas. Dale Barbara, veterano de la guerra de Irak, ha de regresar a Chester´s Mill, el lugar que tanto deseaba abandonar. El ejército pone a Barbie al cargo de la situación pero Big Jim Rennie, el hombre que tiene un pie en todos los negocios sucios de la ciudad, no está de acuerdo: la cúpula podría ser la respuesta a sus plegarias. A medida que la comida, la electricidad y el agua escasean, los niños comienzan a tener premoniciones escalofriantes. El tiempo se acaba para aquellos que viven bajo la cúpula. ¿Podrán averiguar qué ha creado tan terrorífica prisión antes de que sea demasiado tarde? Una historia apocalíptica e hipnótica. Totalmente fascinante. Lo mejor de Stephen King.

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– Vente a la casa de al lado, amiguito peludo. Tengo tres huevos. Puedes comértelos antes de que se echen a perder.

Empezó a caminar, pero entonces se volvió hacia Twitch.

– Son cobardes -dijo, poniendo mucho énfasis en cada palabra.

5

Jim Rennie salió del Cathy Russell, durmió profundamente en su propia cama y se despertó como nuevo. Aunque no lo habría admitido delante de nadie, en parte durmió bien porque sabía que Junior no estaba en la casa.

Eran ya las ocho en punto, su Hummer negro estaba aparcado una o dos casas más allá del restaurante de Rosie (delante de una boca de incendios, pero qué narices, en esos momentos no había cuerpo de bomberos). Estaba desayunando con Peter Randolph, Mel Searles, Freddy Denton y Carter Thibodeau. Carter ocupaba el que empezaba a ser su lugar habitual, a la derecha de Big Jim. Esa mañana llevaba dos armas: la suya en la cadera, y en una pistolera de hombro la Beretta Taurus que Linda Everett había devuelto hacía poco.

El quinteto se había instalado en la mesa del chismorreo, la del fondo del restaurante, destronando sin ningún reparo a los habituales. Rose no quiso acercarse; envió a Anson a que tratara con ellos.

Big Jim pidió tres huevos fritos, doble de salchicha y una tostada casera frita en grasa de beicon, como solía prepararla su madre. Sabía que debía intentar reducir el colesterol, pero ese día iba a necesitar toda la energía que fuera capaz de reunir. Los próximos días, de hecho. Después de eso, tendría la situación bajo control; ya se dedicaría entonces a intentar bajar el colesterol (un cuento que llevaba años contándose).

– ¿Dónde están los Bowie? -le preguntó a Carter-. Quería ver aquí a esos dichosos Bowie, así que ¿dónde están?

– Han tenido que atender un aviso en Battle Street -dijo Carter-. El señor y la señora Freeman se han suicidado.

– ¿Ese puñetero se ha matado? -exclamó Big Jim. Los pocos clientes que había (casi todos ellos en la barra, viendo la CNN) se volvieron para mirar y luego apartaron la vista-. ¡Bueno, mira por dónde! ¡No me sorprende en absoluto!

Se le ocurrió entonces que el concesionario de Toyota podría ser suyo si lo quería… pero ¿para qué iba a quererlo? Le había caído del cielo un chollo aún mayor: el pueblo entero. Ya había empezado a esbozar una lista de órdenes que empezarían a entrar en vigor en cuanto le concedieran plenos poderes ejecutivos. Eso sucedería esa misma noche. Y, además, hacía años que odiaba a ese meloso hijo de la Gran Bretaña de Freeman y a la mala púa pechugona de su mujer.

– Chicos, Lois y él están desayunando en el cielo. -Se detuvo, después estalló en carcajadas. No fue muy apropiado, pero no pudo evitarlo-. En las dependencias del servicio, no me cabe ninguna duda.

– Cuando los Bowie ya habían salido, han recibido otra llamada -dijo Carter-. La granja de Dinsmore. Otro suicidio.

– ¿Quién? -preguntó el jefe Randolph-. ¿Alden?

– No. Su mujer. Shelley.

Eso sí que era una lástima, la verdad.

– Inclinemos la cabeza durante un minuto -dijo Big Jim, y extendió las manos.

Carter le estrechó una mano; Mel Searles, la otra; Randolph y Denton se unieron a la cadena.

– Ohdios, bendiceporfavoraesaspobresalmas, enelnombredeCristoamén -dijo Big Jim, y alzó la cabeza-. Ocupémonos un poco de los negocios, Peter.

Peter sacó su libreta. La de Carter ya estaba abierta junto a su plato; a Big Jim cada vez le gustaba más ese chico.

– He encontrado el propano que faltaba -anunció Big Jim-. Está en la WCIK.

– ¡Jesús! -exclamó Randolph-. ¡Tendremos que enviar allí unos cuantos camiones para que lo traigan!

– Sí, pero hoy no -dijo Rennie-. Mañana, cuando todo el mundo esté visitando a la familia. Ya he empezado a trabajar en eso.

Volverán a ir los Bowie y Roger, pero necesitaremos también a unos cuantos agentes. Fred, Mel y tú. También voy a elegir a otros cuatro o cinco. Tú no, Carter, a ti te quiero conmigo.

– ¿Por qué necesitas policías para ir a buscar unos cuantos depósitos de propano? -dijo Randolph.

– Bueno -dijo Jim, rebañando la yema de huevo con un trozo de pan frito-, eso nos lleva de nuevo hasta nuestro amigo Dale Barbara y sus planes para desestabilizar este pueblo. En la emisora hay un par de hombres armados y, según parece, podrían estar protegiendo una especie de laboratorio de drogas. Creo que Barbara lo tenía montado desde mucho antes de que se presentara aquí en persona; esto estaba bien planificado. Uno de los encargados actuales es Philip Bushey.

– Ese fracasado -gruñó Randolph.

– El otro, y siento decirlo, es Andy Sanders.

Randolph estaba ensartando patatas fritas. En ese instante dejó caer el tenedor con estruendo.

– ¡Andy!

– Triste pero cierto. Barbara lo metió en el negocio; lo sé de buena tinta, pero no me preguntes por mi fuente, ha pedido mantenerse en el anonimato. -Big Jim suspiró, después se embutió en la boca un pedazo de pan frito cubierto de yema de huevo. ¡Por Dios bendito, qué bien se encontraba esa mañana!-. Supongo que Andy necesitaba dinero. Tengo entendido que el banco estaba a punto de ejecutarle la hipoteca del Drugstore. La verdad es que nunca ha tenido mucha cabeza para los negocios.

– Ni para gobernar un pueblo -añadió Freddy Denton.

A Big Jim no solía gustarle que un inferior le interrumpiera, pero esa mañana disfrutaba con todo.

– Lamentablemente cierto -dijo, y después se inclinó sobre la mesa todo lo que se lo permitió su barrigota-. Bushey y él dispararon contra uno de los camiones que envié allí ayer. Le reventaron las ruedas delanteras. Esos puñeteros son peligrosos.

– Drogadictos con armas -dijo Randolph-. Una pesadilla para el cuerpo de policía. Los hombres que salgan para allá tendrán que llevar chaleco.

– Buena idea.

– Y no puedo responder por la seguridad de Andy.

– Dios te bendiga, ya lo sé. Haz lo que tengas que hacer. Necesitamos ese propano. El pueblo lo pide a gritos, y en la asamblea de esta noche tengo la intención de anunciar que hemos encontrado una nueva fuente de aprovisionamiento.

– ¿Está seguro de que yo no puedo ir, señor Rennie? -preguntó Carter.

– Ya sé que te llevas una decepción, pero mañana te quiero conmigo, no donde van a celebrar la fiesta de las visitas. Randolph creo que sí. Alguien ha de coordinar este asunto, que tiene toda la pinta de terminar convirtiéndose en un lío de tres pares de cajones. Tendremos que intentar evitar que la gente acabe pisoteada. Aunque seguramente sucederá, porque la gente no sabe comportarse. Será mejor que le digamos a Twitchell que vaya allí con la ambulancia.

Carter lo anotó.

Mientras lo hacía, Big Jim se volvió de nuevo hacia Randolph y puso cara larga y lastimera.

– Me duele mucho decir esto, Pete, pero mi informante ha insinuado que a lo mejor Junior también está metido en lo del laboratorio de drogas.

– ¿Junior? -dijo Mel-. Qué va, Junior no.

Big Jim asintió y se enjugó un ojo seco con el pulpejo de la mano.

– A mí también me cuesta creerlo. No quiero creerlo, pero ¿sabéis que está en el hospital?

Todos asintieron.

– Sobredosis -susurró Rennie inclinándose más aún sobre la mesa-. Esa parece ser la explicación más probable de lo que tiene. -Se enderezó y volvió a clavar sus ojos en Randolph-. No intentéis acercaros desde la carretera principal, es lo que esperan. Más o menos a kilómetro y medio al este de la emisora de radio hay una carretera de acceso…

– Ya sé cuál dice -interrumpió Freddy-. Sam Verdreaux «el Desharrapado» tenía allí la parcela de bosque antes de que el banco se la quitara. Me parece que ahora todo eso es del Cristo Redentor.

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