– No.
– Es imposible.
– Deja de quejarte y empieza a preguntar.
– ¿Me das una pista?
– No. Es la primera respuesta. Te quedan diecinueve.
– Espera un minuto, joder. No es justo.
Los dejaremos para que disfruten de las próximas veinticuatro horas como buenamente puedan, ¿de acuerdo? Ahora pasamos frente a los escombros humeantes que antes eran el Democrat (que, ¡ay!, ya no informa al «Pequeño pueblo con forma de bota»), frente al Drugstore de Sanders (algo chamuscado, pero que aún se tiene en pie, a pesar de lo cual Andy Sanders no volverá a entrar por sus puertas nunca más), frente a la librería y la Maison des Fleurs de LeClerc, donde todas las fleurs están muertas o moribundas. Pasamos bajo el semáforo apagado que señala la intersección de las carreteras 119 y 117 (lo rozamos; siempre con mucho cuidado, luego se queda quieto de nuevo), y atravesamos el aparcamiento del Food City. Somos tan silenciosos como la respiración de un niño dormido.
Los grandes escaparates del supermercado están tapiados con láminas de madera contrachapada requisadas de la maderería de Tabby Morrell, y aunque Jack Cale y Ernie Calvert han fregado el suelo para intentar limpiar lo peor, el Food City está hecho un asco, y hay comida seca y cajas tiradas por todas partes. El resto de las mercancías (las que la gente no se ha llevado a sus despensas ni ha almacenado en el aparcamiento que hay detrás de la comisaría, en otras palabras) están esparcidas de forma caótica por las estanterías. Las neveras de refrescos, cervezas y helados están reventadas. Apesta a vino. Este caos es justamente lo que Big Jim quiere que vean sus nuevos (y en gran parte espantosamente jóvenes) agentes. Quiere que se den cuenta de que todo el pueblo podría acabar igual, y es lo bastante astuto para saber que no tiene que decirlo a las claras. Los chicos lo entenderán: es lo que ocurre cuando el pastor fracasa en su cometido y el rebaño huye en estampida.
¿Es necesario que escuchemos su discurso? No. Escucharemos a Big Jim mañana por la noche, y con eso bastará. Además, todos sabemos cómo funciona esto: las dos grandes especialidades de Estados Unidos son los demagogos y el rock and roll, y hemos escuchado ejemplos de sobra de ambas cosas en nuestra vida.
Sin embargo, antes de irnos sí que deberíamos examinar los rostros de los presentes. Fíjate en lo embelesados que están, y recuerda que muchos de ellos (Carter Thibodeau, Mickey Wardlaw y Todd Wendlestat, por nombrar solo a tres) son unos idiotas, incapaces de pasar una semana sin que los castigaran en la escuela por armar jaleo en clase o meterse en peleas en los baños. Pero Rennie los tiene hipnotizados. En las distancias cortas nunca ha destacado especialmente, pero cuando está frente a una multitud… Ay, caray, que se aprieten los machos, como decía el anciano Clayton Brasse, cuando aún le funcionaban unas cuantas neuronas. Big Jim les está hablando de las «fuerzas del orden» y del «orgullo de arrimar el hombro con vuestros compañeros» y les dice que «el pueblo depende de vosotros». Y más cosas. Esas palabras encantadoras que nunca pierden su efecto.
Big Jim pasa a hablar de Barbie. Les dice que los amigos de Barbara aún están ahí fuera, sembrando la discordia y fomentando el desacuerdo para alcanzar sus malvados fines. Entonces baja la voz y añade:
– Intentarán desacreditarme. Sus mentiras no tendrán fin.
Sus palabras son recibidas con un gruñido de desagrado.
– ¿Haréis caso de sus mentiras? ¿Permitiréis que me desacrediten? ¿Permitiréis que este pueblo siga adelante sin un líder fuerte en esta época de gran necesidad?
La respuesta, por supuesto, es un ¡NO! atronador. Y aunque Big Jim sigue hablando (como a la mayoría de los políticos, le gusta no solo rizar el rizo sino hacer toda la permanente), podemos marcharnos.
Nos dirigimos por las calles desiertas hacia la iglesia congregacional. ¡Y mira! Por ahí va alguien a quien podemos acompañar: una chica de trece años que lleva unos vaqueros desgastados y una camiseta Winged Ripper de skater. Esta noche, el característico mohín de esta riot grrrl tan dura, y que tanto desespera a su madre, ha desaparecido del rostro de Norrie Calvert. Ha sido sustituido por una expresión de asombro que le confiere el aspecto de la niña de ocho años que era hasta hace no mucho. Seguimos su mirada y vemos una inmensa luna llena que surge entre las nubes al este del pueblo. Tiene el mismo color y la misma forma que un pomelo rosa recién cortado.
– Oh… Dios… mío… -susurra Norrie. Se lleva un puño entre sus incipientes pechos mientras dirige la mirada hacia la insólita luna rosa. Luego sigue caminando, pero no tan atónita como antes, y se acuerda de mirar a su alrededor de vez en cuando para asegurarse de que no la ve nadie. Es lo que le ha ordenado Linda Everett: tenían que ir solos, sin llamar la atención, y debían asegurarse por completo de que no los seguía nadie.
«Esto no es un juego», les había dicho Linda. A Norrie le impresionó más su rostro pálido y surcado de arrugas que sus palabras. «Si nos pillan, no se limitarán a quitarnos puntos de vida o a hacernos perder un turno. ¿Lo entendéis?», «¿Puedo ir con Joe?», había preguntado la señora McClatchey, que estaba casi tan pálida como la señora Everett.
Linda negó con la cabeza.
«Es mala idea.» Y esa respuesta fue lo que más impresionó a Norrie. No, no era un juego; quizá su vida dependía de ello.
Ah, pero ahí está la iglesia, y la casa parroquial, a la derecha. Norrie puede ver el resplandor blanco y brillante de las lámparas Coleman en la parte de atrás, donde debe de estar la cocina. Dentro de poco estará allí, fuera del alcance de la mirada de esa luna rosa horrible. Dentro de poco estará a salvo.
Eso es lo que piensa cuando una sombra sale entre las sombras más oscuras y la agarra del brazo.
Norrie se llevó un susto tan grande que no pudo gritar, lo cual fue una suerte; cuando la luna rosa iluminó la cara del hombre que la abordó, vio que se trataba de Romeo Burpee.
– Me has pegado un susto de muerte -susurró la chica.
– Lo siento. Solo estaba vigilando. -Rommie le soltó el brazo y miró alrededor-: ¿Dónde están tus novietes?
Norrie sonrió al oírlo.
– No lo sé. Nos dijeron que viniéramos por separado y por distintos caminos. Es lo que nos pidió la señora Everett. -Miró cuesta abajo-. Creo que se acerca Joey. Deberíamos entrar.
Se dirigieron hacia la luz de las lámparas. La puerta de la casa parroquial estaba abierta. Rommie golpeó sin hacer demasiado ruido el marco de la mosquitera y dijo:
– Rommie Burpee y una amiga. Si hay que dar un santo y seña no nos lo han dicho.
Piper Libby abrió y los dejó entrar. Miró a Norrie con curiosidad.
– ¿Y tú quién eres?
– Que me aspen si no es mi nieta -dijo Ernie al entrar en la sala. Tenía un vaso de limonada en una mano y una sonrisa en la cara- Ven aquí, chica. Te he echado mucho de menos.
Norrie le dio un fuerte abrazo y un beso, tal como le había pedido su madre. No esperaba tener que obedecer esas órdenes tan pronto, pero se alegró de hacerlo. Y a él podía contarle la verdad que, de otro modo, no le habrían arrancado delante de sus amigos ni torturándola.
– Abuelo, tengo mucho miedo.
– A todos nos pasa lo mismo, cariño. -El anciano la abrazó con más fuerza y luego la miró a la cara-. No sé qué haces aquí, pero ya que has venido, ¿te apetece una limonada?
Norrie vio la cafetera y dijo:
– Preferiría un café.
– Yo también -dijo Piper-. La cargué de café bien fuerte y luego me di cuenta de que no tengo electricidad. -Meneó la cabeza como si necesitara aclararse las ideas-. No para de sucederme una y otra vez.
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